Mientras estacionaban el Bentley a su lado, por detrás del edificio apareció un hombre montado en un semental negro. El caballo sorteaba con delicadeza los montones de excrementos, sus cascos repiqueteaban sobre los guijarros satinados de humedad. El jinete, al ver a Wilshere, volvió su montura, que tensaba los músculos de los cuartos traseros en su deseo de salir a galopar. El caballo piafó y pasó la lengua por el bocado. Wilshere se puso la chaqueta, le presentó a Anne al comandante Luís da Cunha Almeida y trató de acariciar la cabeza del semental, pero el caballo le apartó la mano con un cabeceo. El comandante era de constitución fuerte, con hombros tan intranquilos como el animal que montaba. Sus manos y muñecas trajinaban con las riendas mientras sus gruesas rodillas y muslos se aferraban a la impaciencia del caballo. Después de unas cuantas frases el comandante le dio la vuelta a su animal y salió al trote del patio.
El mozo sacó una gran yegua gris y una potranca zaina. Wilshere se subió a la yegua, cogió las riendas de la potranca y le hizo dar unos pasos. El mozo sostuvo el estribo para que Anne montara. Wilshere le preparó las riendas, le dio unas sucintas instrucciones y siguieron al comandante a campo abierto.
Atravesaron al paso los pinos por un sendero arenoso que recorría la arboleda. Wilshere se encerró en sí mismo, fusionado con el animal que montaba. Anne movía el cuerpo al ritmo de los trancos de la potranca, tratando de encontrar una entrada a Wilshere, al que veía en su lugar silencioso, su infierno, como había dicho. Al cabo de tres cuartos de hora llegaron a una fuente de piedra y una construcción baja y triste del mismo material, con una cruz en el vértice del techo, que las manchas verdes de humedad sumergían en la vegetación circundante. Wilshere parecía sorprendido y molesto de descubrirse en aquel enclave.
– ¿Qué es? -preguntó Anne.
– El Convento dos Capuchos -respondió Wilshere, mientras volvía grupas-. Un monasterio.
– ¿Echamos un vistazo?
– No -dijo en tono tajante-. Me he equivocado de camino.
– ¿Por qué no echamos un vistazo, ahora que estamos aquí?
– He dicho que no.
Wilshere hizo dar media vuelta a la potra de Anne hasta llegar de nuevo al sendero. Su propia yegua no dejaba de cargar el peso en los cuartos traseros y alzar las patas delanteras del suelo, al parecer incómoda con su jinete. Danzaron mientras Wilshere trataba de forzarla a bajar. Entonces tiró la toalla y la dejó hacer. Bajaron a toda velocidad por el sendero, casi de lado, Wilshere inclinado sobre el cuello de su montura. Le ganaron terreno con rapidez a la potranca y, al alcanzarla, Wilshere le dio un azote en las ancas con la fusta. Anne sintió que el animal se sobresaltaba y se erguía sobre las patas traseras. Entonces salió disparada hacia delante con tanta brusquedad que se le escaparon las riendas de las manos y se vio lanzada hacia el cuello del animal con lo que se le llenó la boca de crines, ásperas y amargas.
Los rápidos cascos de la potranca resonaban sobre las piedras secas y rasgaban el agrietado sendero en su carrera. Anne se aferró a las crines, con la mejilla pegada a la piel suave, y sintió la gruesa viga de músculo del cuello del caballo, a la vez que veía su ojo desorbitado y emblanquecido por el pánico.
La senda se estrechaba, los árboles estaban cada vez más cerca. La lengua de la potra colgaba de su boca llena de espuma. A sus flancos se partían las ramas, que golpeaban la espalda encorvada de Anne y azotaban el pecho del animal, espoleándolo. Anne se sentía inundada de adrenalina pero a la vez ajena a la situación, a grupa del caballo pero al tiempo mera testigo.
Salieron de la arboleda y la nube como una exhalación al sol radiante, Pisando maleza hirsuta. El viento silbaba en sus oídos. Se oyó un chacoloteo a la derecha. Se les acercó una presencia a la carga perseguida por el polvo que se arremolinaba en hélices cerradas. Los flancos calientes y sudorosos del semental del comandante se pusieron a su altura, una gruesa muñeca aferró la correa de la brida y las fracciones se juntaron con un crujido hasta formar lentos segundos que al final se detuvieron del todo.
Anne se incorporó apoyada en el brazo del comandante, con las piernas temblorosas.
– ¿Dónde está el senhor Wilshere? -preguntó el comandante, en su idioma.
– No lo sé… Yo… -Se encogió ante el recuerdo de su anfitrión, con la fusta en ristre, cerniéndose sobre ella.
– ¿Algo ha asustado al caballo?
Anne, tragando aire, sopesó lo acontecido, en busca de una posible explicación para el extraño comportamiento de Wilshere.
– ¿De quién es esta ropa? -preguntó.
– No la entiendo -respondió el comandante, con los ojos entrecerrados.
– El señor Wilshere… ¿Vino alguna vez a montar con alguien… antes? Antes de mí. ¿Otra mujer?
– ¿Se refiere a la americana?
– Sí, la americana. ¿Cómo se llamaba?
– La senhora Laverne -aclaró él-. La senhora Judy Laverne.
– ¿Qué pasó con ella? ¿Qué le pasó a Judy Laverne?
– No lo sé. He estado fuera unos meses. A lo mejor volvió a Estados Unidos.
– ¿Sin su ropa?
– ¿Su ropa? -preguntó él, confuso.
– Esta ropa -respondió ella, señalándola con una palmada en el muslo.
El comandante se secó el sudor de las cejas.
– ¿Cuánto hace que conoce al senhor Wilshere? -preguntó él.
– Llegué ayer a Portugal.
– ¿No lo conocía de antes?
– ¿De antes de qué?
– De antes de llegar -replicó él, impertérrito, tranquilo.
Anne llenó de aire los pulmones y se desabrochó la chaqueta. La potranca volvió la cabeza y la apoyó en el flanco del semental. En lo alto de la cresta apareció Wilshere, camisa blanca contra el cielo azul, y los saludó con la mano. Guió a la yegua hacia abajo entre arbustos y piedras hasta alcanzar el sendero.
– Te he perdido de vista -dijo mientras se les acercaba en la grupa de su yegua, ya aplacada. Como si sólo hubiera sido eso.
– Mi caballo se ha desbocado -explicó Anne, que no estaba preparada para discutir, no delante del comandante-. El comandante me ha rescatado.
El rostro de Wilshere se llenó de consternación. Parecía tan auténtica que Anne casi la aceptó, aunque notó que Wilshere se había quitado la chaqueta y la llevaba enganchada en la silla. No era el comportamiento de un hombre apurado.
– Bueno, gracias, comandante -dijo Wilshere-. Estarás alterada, pobrecilla. Quizá debiéramos volver.
Anne sacó a la potranca de debajo de las ancas del semental. Wilsher le dedicó al comandante un informal saludo inacabado. Se encaminaron de vuelta por el sendero hacia la nube densa que flotaba sobre el lado norte de la serra. El comandante se quedó atrás, inmóvil sobre su caballo, sólido como la estatua ecuestre de la plaza de una ciudad.
Avanzaron morro con cola hacia la quinta, inmersos de nuevo en la melancolía de la nube baja. Anne, hipnotizada por el ritmo de los caballos, rememoró el incidente; no la locura de Wilshere, sino la euforia de la inyección de adrenalina en la grupa del caballo desbocado: el miedo no había resultado tan espantoso como se lo imaginaba. Parecía decirle algo sobre las caras de la sala de juegos del casino, sobre la emoción y el miedo a ganar o perder. Quizá resultaba más emocionante perder, la atracción morbosa de la posible catástrofe. Se estremeció, lo cual hizo que Wilshere se volviera hacia ella. Le dedicó una sonrisa arrancada de una revista.
Desmontaron en el patio de la quinta y el mozo se llevó los caballos. Anne sentía las nalgas y los muslos como un bronce puesto a enfriar, el calor muy adentro, la superficie endurecida. El sudor de su pelo se había enfriado y tenía los músculos agarrotados. Siguió a Wilshere por debajo de los arcos hasta una sala rústica de losas llena de muebles de madera, con las paredes decoradas con un oscuro retrato de familia y grabados ingleses de caza. Los cuernos de los venados ensartaban el aire palpable y mohoso de la habitación. Del techo colgaba una macabra araña de astas sin encender y había una mesa de refectorio cubierta de platos de quesos, chouriços, presunto, aceitunas y pan. Wilshere se sirvió un generoso vaso de vino blanco de una jarra de barro y le ofreció a Anne otro vaso.