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Los impresos de la universidad llegaron el mismo día que una carta de Joáo Ribeiro. Los censores de Portugal habían abierto y leído la carta y habían vuelto a pegar la solapa con cola. Estaba escrita en uno de sus códigos y tuvo que desenterrar una copia de la poesía completa de Fernando Pessoa de la biblioteca para traducirla.

Querida Anne:

A estas alturas ya estarás enterada de nuestras buenas noticias pero sin duda también habrás deducido del estado de este sobre que, mientras el líder del Estado Novo languidece como un vegetal en el hospital, sus medidas de seguridad se sostienen con firmeza. Esperábamos mucho pero no ha habido cambios. Ahora el gobierno está en manos de Marcelo Caetano, que es más accesible que nuestro viejo amigo pero que, al llegar a lo más alto, descubrirá lo mucho que le debe a sus amigotes de la gran empresa, la Iglesia y el Ejército. Me temo que nada va a cambiar. De hecho, su primer discurso iba dirigido a la ultraderecha: dijo que los portugueses, que estaban acostumbrados a ser gobernados por un genio, ahora iban a tener que adaptarse a la dirección de los hombres comunes. Si Salazar era un semental, él es un burro, y todo lo que sacaremos de él es una mula vieja y estéril. Espero equivocarme. Espero que las guerras coloniales terminen mañana y que los portugueses puedan ocupar el lugar que les corresponde entre los pueblos civilizados de Europa.

He perdido tres dientes más en manos del hombre de las tenazas de la calle. Me dijo que también era zapatero y le he dado mis zapatos para que me los arregle. Se ocupa de mí de la cabeza a los pies. Pienso en ti y te deseo lo mejor.

Joào Ribeiro

Olió la carta con la esperanza de captar algún rastro del mar, de caballa a la brasa o de una bica recién servida -sonriendo al descubrirse cayendo en las saudades portuguesas, las nostalgias- pero lo único que distinguió fue la melancolía de Joào -desesperación templada por su humanidad- que había calado en el papel a partir del sudor de su mano.

Sostenía la pluma sobre los impresos de solicitud, todavía indecisa sobre un detalle, todavía confundida por las implicaciones de la carta de Joào. Sonó el teléfono. Lo cogió en el gélido recibidor y se le escapó el nombre de quien llamaba, pero oyó que era del consulado portugués y que le gustaría ir a verla. Le preguntó de qué se trataba pero él prefirió no decírselo. Sólo en persona, senhora Almeida. Anne accedió y colgó, y al momento cayó en la cuenta de que no le había hecho falta pedirle la dirección.

El hombre llegó en menos de una hora y se presentó guarnecido por sus orejas de soplillo como senhor Martims. Rondaba el metro y medio de estatura y llevaba un impermeable negro con cinturón como los de los colegiales. Se sentaron delante de un café. El se acariciaba el bigote de arriba abajo por encima del labio superior obsesivamente, como si formara parte de la diplomacia el que nunca lo vieran hablar. Se acomodaron y adoptó una seriedad inmóvil que a Anne le provocó un ataque de pánico y un fuerte deseo de salir corriendo de la habitación. Se sacó una carta del bolsillo y la dejó sobre sus rodillas, que tenía juntas y apretadas. Anne vio su nombre escrito con la letra de Luís. El senhor Martims bajó la vista e hizo acopio de fuerzas. Su inglés era rápido y apenas lograba atravesar la rendija que separaba sus labios.

– Es mi triste deber informarle, senhora Anne Almeida, de que su hijo el capitán Juliáo Almeida murió en acto de servicio hace cuatro días en Guinea.

Se produjo un largo silencio. Las palabras del senhor Martims no le llegaron por los canales ordinarios. No las oyó. Eran palabras duras que le golpearon en la cara, como adoquines lanzados en unos disturbios. Le entraron a golpes. No resultaban comprensibles como lenguaje. Tan sólo las entendía como dolor. El senhor Martims se vio incapaz de soportar ese silencio en el que sólo alcanzaba a imaginarse el poder destructor de sus rápidas palabras desapasionadas. Arrancó de nuevo para añadir algo.

– Su hijo encabezaba una patrulla en el bosque y la guerrilla les tendió una emboscada.

El senhor Martims lo repitió; Anne asintió y las palabras salieron rebotadas en diferentes ángulos por la habitación.

– La guerrilla les tendió una emboscada y su hijo, que encabezaba la patrulla, recibió disparos en el cuello y el pecho. Los combates se prolongaron durante una hora y sus hombres fueron incapaces de acudir a asistirlo. Para cuando lograron ahuyentar a las guerrillas su hijo había muerto desangrado. Lo siento mucho de verdad, senhora Almeida.

Había color en esas palabras, no sólo información en blanco y negro, y también sonido. Formaban imágenes en la cabeza de Anne. La selva verde, llena de aullidos y chirridos. Los primeros disparos sordos, crujidos de sonido ponzoñoso. El rojo de la sangre en su cuello y su pecho que oscurecía el verde del uniforme. Juliáo tumbado en la hierba larga, las balas que zumbaban por encima de él y el cielo más allá del follaje oscuro, blanco, descolorido hasta presentar una palidez hostil y deslumbrante, pero cada vez más tenue a medida que la vida se derramaba en la tierra palpitante, el corazón que latía por debajo de África.

– Lo siento mucho -decía una vez más el senhor Martims, casi un cántico-. No tengo manera de suavizar este golpe. Esto es lo peor que le puede pasar a una madre. Yo… Yo…

Anne pensó que debería de estar llorando, que debería de estar deshecha en llanto, pero esas palabras la habían llevado a un lugar mucho más oscuro. Llorar era demasiado poco para eso. Una lloraba cuando se daba en el dedo con un martillo, no cuando se le había abierto un abismo en el interior. Se clavó los codos en las costillas para mantenerse entera. Le llegaban más palabras del hombrecillo pero ella luchaba por no partirse en dos. La concentración que eso exigía era tan dura y tan pura que la nueva salva de palabras le llegó incompleta.

– …se sentía responsable… amigos oficiales… ninguna estupidez… revólver de servicio que me temo que usó contra sí mismo… deprimido… muy orgulloso… esta tragedia inenarrable… dos servidores destacados de su país. Dejó esta carta dirigida a usted, senhora Almeida.

Anne no cogió la carta. Era incapaz de despegar los brazos de los costados. El senhor Martims, desconcertado, dejó el sobre en el brazo de la silla.

– ¿Tiene familia aquí? -le preguntó, mirándola a los ojos como si estuviera encerrada en una caja y la contemplara por una rendija.

– Mi madre murió a finales de agosto -dijo ella-. No tengo familia aquí.

– ¿No tiene familia? -preguntó el senhor Martims, horrorizado-. ¿Ni amigos?

– A lo mejor… en Lisboa… todavía.

– ¿Amigos de su madre? -inquirió él-. No debería quedarse sola después de estas noticias.

El único nombre que le vino a la mente fue el de Jim Wallis, y lo pronunció. El senhor Martims encontró el número y habló con Wallis en un murmullo. Después se quedó con ella, paseando por la habitación, mirando la carta que seguía sin abrir sobre el brazo de la silla y esperando a que llegara Wálhis.

En su cabeza Anne evocó su imagen cuando se asomó a la ventanilla del tren. Esos eran los acontecimientos que se precipitaban hacia ella pero, cegada por el viento, no eran más que un borrón, una sensación de percance inminente. Al mirar atrás había visto los raíles plateados pero sólo a través de la incoherencia de su propio cabello al viento. Ahora veía un patrón, un patrón trágico y terrible: la historia de su madre, la muerte de su padre, la caída de Julius Voss en Stalingrado, el suicidio de su padre, la captura y ejecución de Karl, la muerte de su hijo en común, el suicidio del padre adoptivo. «Las mentiras engendran mentiras», le había dicho su madre: hay que contar otra para sostener la primera. Pero la tragedia es la misma. Sigue los linajes. Lo que nunca había esperado era resultar trágica; una mujer atemorizada de mediana edad, viviendo sola en una casa grande y fría, sin salir nunca porque podía anticipar dónde iba a caer el próximo rayo. Y ahí estaba, una figura trágica. Compadecida por el senhor Martims porque era una madre que lo había perdido todo y no tenía familia. Eso la enfureció, y abrió bruscamente la carta de Luís para ver lo que tenía que decir en su defensa.