Si te vas, tus hombres no te despreciarán pero tú sí. Cargarás con la culpabilidad del superviviente, la culpabilidad del elegido. Se trata posiblemente, y sólo tú puedes responder a esa pregunta, de un daño reparable. Lo que le pase a la mente de nuestro padre no lo será.
No puedo creer que tenga que depositar en ti la carga de esta elección en tus circunstancias desesperadas. En anteriores intentos he tratado de pintarlo bonito, una tentación para Julius, pero se negaba a ser bonito. Se trata de una elección desagradable. Por mi parte, todo lo que puedo decir es que, decidas lo que decidas, serás siempre mi hermano y nunca me ha parecido que haya en el mundo un hombre mejor.
Karl
Voss se abrochó la guerrera, se puso el abrigo y salió por debajo de los flecos de carámbanos de su cabaña al aire helado. Sus botas resonaban en el terreno duro de nieve prensada. Entró en el Área Restringida I y fue directo al puesto de mando de Seguridad desde el que sabía que el coronel de las SS Weiss dirigía su régimen brutal. El resto de soldados lo miraron al entrar. Nadie acudía por su propia voluntad al puesto de mando de Seguridad. Nadie quería hablar nunca con el coronel de las SS Weiss. Le dejaron pasar al momento. Weiss estaba sentado tras su escritorio, la cara pálida expresaba sorpresa, su piel parecía aún más blanca en contraste con el negro intenso de su uniforme, la cicatriz escalonada del ojo, aún más roja. Los nervios de Voss rebotaban en su estómago en busca de una salida.
– ¿Qué puedo hacer por usted, capitán Voss?
– Un asunto personal, señor.
– ¿Personal? -se preguntó Weiss; normalmente no trataba con lo personal.
– Me parece que el pasado febrero llegamos a un acuerdo muy especial entre nosotros y por eso he acudido a usted por este asunto personal.
– Siéntese -dijo Weiss, como si se dirigiera a un perro-. Parece enfermo, capitán.
– He perdido el apetito, señor -explicó Voss, a la vez que descendía sobre una silla con los muslos temblorosos-. Ya sabe… la situación del Sexto Ejército… es traumática para todos.
– El Führer resolverá el problema. Al final venceremos, capitán. Ya lo verá -dijo Weiss, con una mirada cautelosa, ya enfrascado en lo que percibía tras las palabras.
– Mi hermano se encuentra en el Kessel, señor. Está gravemente enfermo.
– ¿No lo han llevado sus hombres al hospital para que lo traten?
– Sí, pero su afección no respondió al tratamiento del que disponen en el hospital de campaña. Solicitó que le devolvieran a su división. Me parece que su afección sólo puede tratarse fuera del Kessel.
Weiss no dijo nada. Los dedos que se pasaba por la mejilla surcada por la cicatriz tenían las uñas bien cuidadas, lustrosas, llenas de proteínas pero teñidas de azul por debajo.
– ¿Dónde se aloja, capitán? -preguntó Weiss tras una larga pausa.
Le pilló con la guardia baja. Ya no estaba seguro de dónde vivía. Los números jugueteaban en su cerebro.
– Área III, C4 -dijo.
– Ah, sí, está al lado del capitán Weber -dijo Weiss, tan rápido que estaba claro que la pregunta había sido innecesaria.
La silla se le clavaba a Voss en las nuevas costillas sobresalientes. En el mundo de Weiss uno no acumulaba ningún crédito, siempre tenía que pagar.
– El capitán Weber no es un individuo muy cuidadoso, ¿verdad, capitán Voss?
– ¿En qué sentido, señor?
– Bebedor, indiscreto, curioso.
– ¿Curioso?
– Inquisitivo -aclaró Weiss-. Y me doy cuenta de que no refuta mis dos primeras observaciones.
– Perdone que diga esto, señor, pero en mi opinión Weber es el hombre menos inquisitivo que conozco, muy concentrado en su trabajo -dijo Voss-. En cuanto a lo de beber… ¿quién no lo hace?
– ¿Indiscreto? -preguntó Weiss.
– ¿Y con quién iba a ser indiscreto?
– ¿Ha acompañado al capitán Weber en alguna de sus excursiones al pueblo?
Voss parpadeó. No sabía nada de las excursiones de Weber.
Weiss tocó con una mano el canto de su mesa, un trémolo rematado por una floritura tamborileada.
– Ocupa un cargo muy delicado en pleno corazón del asunto -observó Weiss-. ¿De qué hablan cuando beben juntos?
Voss no tendría por qué estar sorprendido, pero lo estaba, por la aparente omnisciencia de Weiss. Se le deslizó por las venas un chorro de adrenalina, a la vez que el pánico le agarrotaba las glándulas del cuello.
– Nada de importancia.
– Cuénteme.
– Me ha pedido que le explique cosas.
– ¿Como qué? ¿Ajedrez?
– Odia el ajedrez.
– Entonces, ¿qué?
– Física. Sabe que fui a Heidelberg antes de que me llamaran a filas.
– ¿Física? -repitió Weiss, con ojos vidriosos.
A Voss le pareció captar una despreocupación que le hizo pensar que tal vez se hallaba en terreno peligroso, sembrado de minas.
– Aquí en Rastenburg las noches son largas -dijo Voss para cubrirse-. Me toma el pelo. Me dice que tendría que pensar en cosas más «físicas». Ya sabe, mujeres.
– Mujeres -repitió Weiss, con una risa tan poco alborozada que se convirtió en otra cosa.
– Parece más frustrado que inquisitivo -añadió Voss, consciente de que Weiss ya no le escuchaba.
– De modo que le gustaría sacar a su hermano del Kessel -dijo Weiss, optando por un alarmante cambio de rumbo que dejó a Voss pensando que había dicho cosas que no había dicho-. Sí, en vista de nuestro anterior acuerdo creo que puede arreglarse. ¿Tiene sus datos?
Voss le pasó la carta, preguntándose si el bocadito sobre Weber que había ofrecido resultaría tan satisfactorio como una carcasa entera para la paranoia de Weiss.
– Quédese tranquilo -dijo Weiss-, le sacaremos. Espero que se prolongue nuestro acuerdo especial, capitán Voss.
Voss no oyó nada más de Weiss y no le salió al paso. Le escribió una nota a su padre en la que le decía que había puesto en movimiento el proceso para sacar a Julius de Stalingrado, que esperaba noticias y que tal vez pasara algo de tiempo visto el estado caótico del interior del Kessel. Evitó a Weber y empezó a jugar a ajedrez consigo mismo sin, curiosamente, ser capaz nunca de ganar.
Una semana después se celebró una conferencia en la sala de operaciones que contó con la presencia de todos los oficiales superiores de la Wolfsschanze. Fue una reunión que iba a cambiar a Karl Voss. Había llegado un capitán del frente y Voss había oído que estaba previsto que expusiera la situación real sobre el terreno. Entró en la reunión a tiempo de oír cómo el capitán ofrecía su visión del horror. Hombres comidos de piojos que vivían de agua y hebras de carne de caballo, otros ictéricos con las extremidades hinchadas hasta el doble de su tamaño, centenares de hombres que morían cada día de hambre bajo un frío brutal, los heridos abandonados al raso en la pista de aviación, con la sangre congelada, los muertos apilados sobre el suelo impenetrable. El Führer lo recibió con los hombros hundidos y los párpados bajos.
Y entonces, el momento.
El capitán dio paso a una enumeración completa de la diezmada fuerza de combate de todas las unidades dentro y fuera del Kessel. Hitler asintió. Poco a poco se volvió hacia el mapa y se apretó la barbilla. A medida que la mano ligeramente temblorosa del Führer se apartaba de su costado, el capitán vaciló. Hitler enderezó una bandera que se había caído y empezó a hablar de una división Panzer, que estaba a tres semanas de la acción. Las palabras del capitán seguían surgiendo tal y como sin duda las había ensayado una y otra, vez, pero carecían de sentido. Era como si las hubieran despojado de todas las conjunciones y preposiciones, como si todos los verbos se hubieran convertido en su contrario y todos los sustantivos resultaran incomprensibles.