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– Gracias, pero Richard Rose y yo, en fin… Creo que voy a encargarme de ese proyecto de investigación de Cambridge.

– Siempre que necesites ayuda, Anne, aquí estaremos.

Entonces sí recordó algo con nitidez. El motivo por el que había vacilado al rellenar los formularios de la universidad.

– Hay algo que puedes hacer por mí y ahora -dijo-. Podrías conseguir que me devolvieran mi nombre, mi identidad. No me importaría volver a ser Andrea Aspinall.

31

1968-70, Cambridge y Londres.

Su último acto como Anne Ashworth fue acudir a Lisboa al entierro de Juliào y Luís. Los cuerpos ya habían sido incinerados en Guinea debido al calor africano, pero iba a celebrarse una misa en la basílica da Estrela y una ceremonia en el mausoleo familiar de Estremoz.

Anne se alojó en la York House de la Rua das Janelas Verdes de Lapa. La noche previa al funeral recorrió el familiar trayecto que la llevaba por delante de la Embajada Británica por la Rua de Sao Domingos, doblaba a la derecha por Rua Buenos Aires, a la izquierda por la Rua dos Navegantes y luego cuesta abajo por los raíles de la Rua de Joào de Deus. No había pasado por aquel vecindario en veinticuatro años y, al divisar los Jacarandas que se mecían al viento por debajo de la cúpula blanca de la basílica, los recuerdos que había esperado que la asaltaran como niños emocionados se escaparon furtivos.

Hizo una parada frente al viejo edificio de pisos: la fachada estaba igual, con los azulejos verdes y azules, los diamantes negros y la placa conmemorativa de la muerte del poeta Joào de Deus seguía encima de la puerta.

Se unió al grupo formado por la familia Almeida en los escalones de entrada a la basílica y, aunque nunca habían apreciado a la extranjera, la aceptaron, la incorporaron a su mutuo pesar. Entraron juntas en la basílica, Anne del brazo de la madre de Luís, y eso le confirmó lo que sabía de los portugueses: comprendían la tragedia, era su territorio y estaban unidos con quienquiera que lo ocupara junto a ellos. Velaron toda la noche frente a las urnas.

El oficio se celebró por la mañana. Acudió poca gente que no fuera de la familia. Todos los amigos de Luís y Juliào estaban en África, librando guerras. Los Almeida se llevaron las urnas a Estremoz, donde las depositaron en el mausoleo familiar, al lado de otros ataúdes, superpuestos como literas de barracón. Encerraron a los difuntos tras las puertas de hierro forjado y colocaron sus fotos enmarcadas en el exterior: Luís, como siempre se había mostrado frente a la cámara, solemne, casi como si asistiera a su funeral, y Juliáo, listo aún para la vida, con la sonrisa intacta.

Se quedó una noche con los Almeida y al día siguiente partió hacia Lisboa en tren. Por la tarde fue a ver a Joáo Ribeiro, el último cabo por atar antes de tomar el avión a la mañana siguiente. Joáo vivía en un cuarto diferente, pero todavía en pleno Bairro Alto. Le dio la bienvenida, la besó efusivamente en las dos mejillas y la abrazó con fuerza contra su cuerpo delgado. Anne se apartó y vio que lloraba y se llevaba el pañuelo a los ojos por debajo de las gafas, hasta que descubrió que era más fácil quitárselas.

– Hala, mira lo que ha sido de mí. Eso es lo que le haces a un anciano. ¿Cómo puedes estar fuera tan poco tiempo y que aun así me alegre de verte? Y me entristezca. Siento mucho todas tus pérdidas. Es más de lo que nadie tendría que soportar en una vida, por no hablar de un mes. A veces la vida puede ser un animal brutal, Anne.

– Tú lo sabes mejor que nadie, Joáo -dijo ella mientras paseaba la mirada por su espartana habitación, sus penosas circunstancias.

– Esto… -replicó él, abarcando el estudio con un gesto del brazo-, esto no es nada comparado con lo que has pasado tú.

– Tú perdiste a tu mujer, tu puesto, el trabajo que tanto amabas…

– Mi mujer siempre estaba enferma. Para ella fue una bendición. ¿La universidad? Bajo este régimen no hay quien le enseñe nada a nadie. ¿Cómo se va a aprender si cada día los periódicos imprimen sus mentiras? ¿Y mi trabajo? Tengo trabajo. Esta habitación es mejor que la otra, ¿o no?

– ¿Qué haces?

– Enseño aritmética a los niños, y a sus madres a leer y a escribir. Soy un comunista de verdad, mejor que antes ahora que vivo entre el pueblo. Me dan de comer, me visten y me cuidan. Pero tú… Tienes que contarme qué piensas hacer después de todas estas tragedias.

– Sólo puedo hacer una cosa -dijo Anne-. Se diría que he llegado a una especie de punto muerto, pero sigo aquí. Debo continuar. Tengo que empezar de nuevo.

Le habló de Louis Greig y del proyecto de investigación y charlaron de matemáticas hasta que una mujer les llevó una bandeja con platos y sardinas asadas y se sentaron a cenar.

– No es mala vida para un viejo -dijo Joáo-. Me hacen las comidas, me lavan los platos, me limpian la habitación y hay fado por las noches. Quizá todos debiéramos vivir así. Me resulta armonioso.

La mujer regresó, despejó la mesa y les sirvió café y coñac.

– Saben que eres importante para mí -dijo Joào-, y por eso están haciendo esta exhibición. Querían cocinar algo especial pero les dije que las sardinas te gustaban, que eras una de los nuestros… lo mismo que Louis Greig, por rico que sea.

– ¿Uno de los nuestros?

– Matemático y comunista.

– Me sorprende. Me dijo que trabajó en el RAND después de Princeton. -Pero también después de la caza de brujas de McCarthy y él de todas formas siempre ha estado… a salvo. -Te refieres a su riqueza.

– Su padre tiene unos cuantos miles de hectáreas en Escocia y es parlamentario conservador, me parece que llegó a estar en el gabinete de la oposición durante un tiempo. Louis fue a Eton y como estudiante nunca se metió en política. Se conservó limpio con las miras puestas en cosas más grandes.

– ¿Qué hay de esas conferencias que dio aquí? -preguntó Anne-. Debiste de ser tú, Joào Ribeiro, comunista de pro, Director del Departamento de Matemáticas, quien le invitó.

– ¿Yo? No. Eso es lo más bonito. Lo invitó el doctor Salazar. El padre de Louis tenía intereses comerciales en Oporto. Vino, me parece. Se establecieron contactos y se cursó la invitación. Louis estaba encantado. En su curriculum quedaba intachable.

– Y hablasteis.

– Yo cuidaba de él.

– ¿De modo que ya te conocía?

– A su nivel el Partido Comunista es global.

Por la mañana Anne se sentó en la terraza del Café Suiça, en la plaza del Rossio, para tomarse un café y el último pastel de nata en lo que le parecía iba a ser mucho tiempo. Los mendigos asediaban su mesa: un hombre sin manos y el bolsillo abierto con un palito, una mujer con un lado de la cara quemado, niños descalzos desperdigados por los camareros. Pagó y se dirigió a una calle de joyeros de las cercanías a que le serraran la alianza. El joyero la pesó y le pagó en metálico. Anne volvió al Rossio, distribuyó el dinero entre los mendigos, subió a un taxi y partió con una bandada de palomas hacia el aeropuerto.

El avión avanzó hasta el extremo de la pista. Mientras los motores acumulaban energía esperó la llegada de su momento favorito pero, a medida que cobraban velocidad, lo que sintió fue un acceso creciente de pánico. La aterrorizaba el temblequeo de la estructura del avión al recorrer la pista y tuvo que cerrar los ojos para liberar la garganta del pánico en cuanto las ruedas se apartaron del suelo. Antes jamás le había sobrevenido la sensación de no tener nada bajo los pies pero en esa ocasión, mientras el avión buscaba potencia en su abrupta escalada, se sintió impotente, rígida de temor ante el momento que se aproximaba, cuando Dios quizá se dejara de farsas, los hiciera caer del cielo y ella muriera en compañía de extraños, conocida y querida por nadie. Se estabilizaron. Pasó una azafata por el pasillo. Se apagó la señal de No Fumar y Anne rebuscó en el bolso a sus incondicionales.