De vuelta en Londres Wallis fue a verla sólo para tomar una copa. Le llevó un pasaporte a nombre de Andrea Aspinall, un número de la seguridad social, todo lo que iba a necesitar. Hablaron de Lisboa. Wallis contempló la marca roja que le había dejado en el dedo la alianza desaparecida. Andrea llevó la conversación hacia su esposa.
– Es buena chica -dijo él-. Nos entendemos, sabes. Ella también es autosuficiente. No me necesita a su lado a todas horas. No tengo que preocuparme de ella en las fiestas.
– ¿Y eso es importante?
– No me van las lapas, Anne. Perdón, Andrea. Un poco de espacio, ya me entiendes.
– ¿Para revolotear?
– Bueno, sí, supongo que a eso voy. No es que últimamente tenga mucha suerte.
– ¿Llegaste a tener suerte con aquel pajarillo francés de Lisboa? -Con ésa tuvo suerte todo el mundo menos yo -dijo, y se frotó el pulgar y el índice-. Nada ha cambiado.
– A lo mejor es que se te ve el plumero, Jim. -¿Crees que es eso?
– Todos queremos un poco de misterio, ¿no te parece? Debería de dársete bien. Eres espía, por el amor de Dios.
– Eso de hacerse el interesante nunca ha sido mi fuerte, Andrea. Ahora lo mío es Administración. Siempre hablaba demasiado. No como tú. Eres muy parca en palabras.
– Entonces no lo era.
– ¿Y ahora?
– Estoy un poco derrumbada, eso es todo.
– Lo siento. No pretendía ser insustancial -dijo él-. Es una pena que te vayas a Cambridge.
– No me necesitas para que te dé lecciones de misterio.
– No, no. Pensaba que te animarías a trabajar para nosotros. Te conseguiría un puesto en un periquete, lo sabes.
– ¿Incluso con Richard Rose al mando?
– Dickie ya no trabaja a nivel de departamentos. Está prácticamente en el gobierno. Muy lejos de la línea del frente.
– ¿Entonces por qué no para de hablar de lo irreemplazable que es mi madre?
– La vieja escuela… Estaban juntos desde los cuarenta. Él se la llevaba a tomar el té una vez por semana incluso después de que se retirara.
– ¿El té?
– Era su eufemismo para referirse a una sesión de cuatro horas en The Wheatsheaf. Madre mía, qué tragaderas tenía Audrey. Jamás la vi siquiera tambalearse. Era algo prodigioso. Era el modo que tenía Dickie de seguir enterándose de todo. Audrey… Auders, la llamaba él. «Sigue a Auders», solía decir. Ella lo sabía todo. El que lleva el dinero siempre lo sabe todo.
– Me voy a Cambridge, Jim.
– Sí, sí, por supuesto. Lo único que te digo es que, si no sale bien… Estoy… estamos…, la Empresa está aquí.
Wallis trató de besarla en la boca al despedirse -cinco gintonics dobles en el cuerpo y otro en la camisa- y ella apartó la cara la fracción necesaria para que no se sintiera mal. Se fue dando tumbos. Andrea cerró la puerta y lo miró por uno de los rombos de cristal sin tintar. Wallis subió al coche, arrancó y la miró directamente por el parabrisas antes de partir. No entendió esa mirada. No era de decepción, vaga humillación o siquiera rabia. Era la mirada de un hombre que trabajaba en algo y estaba muy lejos de la franca campechanería que emanaba a raudales en compañía de ella.
Andrea alquiló la casa a una pareja estadounidense por un año. Al tomar el tren de Cambridge se sorprendió combatiendo el mismo acceso de pánico que la había asaltado en el vuelo de regreso de Lisboa. Louis Greig le había procurado un piso en la primera planta de una casa adosada, en una calle arbolada no muy lejos de la estación. Se puso manos a la obra de inmediato pero parecía incapaz de recordar la vieja sociabilidad necesaria para hacer amigos en el departamento. Cogió miedo a los ratos muertos. El otoño inglés era oscuro y borrascoso. La lluvia rascaba sus cristales y ella bajaba la cabeza porque, si se detenía en la contemplación de su reflejo en el cristal, quizá viera pavor en la habitación vacía a sus espaldas.
Greig estuvo en Washington las dos primeras semanas, lo cual supuso que Andrea dispusiera de dos domingos en los cuales, al atardecer, le llegaba la música religiosa del programa Songs of Praise del televisor del piso de abajo y Juliào se le aparecía en la cabeza, se le alojaba en el pecho y tenía que pasear por la habitación hasta que el dolor se guarecía de nuevo en su grieta, como una serpiente en un muro. A las siete abrían los pubs y allí siempre estaba ella, con media pinta de cerveza rubia, en órbita alrededor de algún animado grupillo de estudiantes escandalosos y vivaces.
Greig regresó a mediados de octubre y Andrea le presentó su primer trabajo, que él aplastó tan implacablemente como las colillas de sus puros. La devolvió a la lluvia con sensación de vacío, de inutilidad. Regresó a su piso y se echó en la cama, preguntándose si su cerebro entrado en años estaba demasiado rígido en sus patrones de siempre para poder pensar de nuevo con originalidad. Greig pasó a última hora, colgó el impermeable y el paraguas detrás de la puerta y se disculpó por su brutalidad. La invadió el alivio. Le había traído vino, algo bueno de las bodegas de Trinity, y una porción de brie robada de la mesa de las autoridades. Andrea le preguntó sobre Washington. Él renegó de los yanquis y lo mimados que estaban. Le preguntó a ella sobre Lisboa. Disculpas por no haberse interesado antes, acababa de tener una reunión desagradable sobre presupuestos con el decano. Hablaron de los portugueses, los Almeida, Joáo Ribeiro.
– Enseña aritmética -repitió Greig, anonadado-. Ese hombre podía acabar con las ecuaciones diofánticas para el desayuno. ¿A qué juega?
– A ser un comunista de verdad, dice él.
– Pero no hace falta que enseñe a dividir a los chicos de la calle, por los clavos de Cristo.
– Satisface la demanda local. No necesitan ecuaciones diofánticas para vender su pescado de puerta en puerta.
Las cejas de Greig parecían flotar por encima de su frente en un mar de aburrimiento.
– ¿Todavía no ha muerto Salazar? -preguntó.
– No, pero sigue hors de combat.
– Ese hombre está llevando a su país de vuelta a la Edad Media -dijo él-. A mil kilómetros de su cama del hospital ha habido disturbios estudiantiles en las calles de París. La juventud europea al completo anda revuelta. Nos encontramos en plena revolución cultural y la península Ibérica sigue en manos de fiambres eduardianos que tiran el dinero en sus imperios y exprimen a su pueblo en una especia de esclavitud preindustrial. Nunca se recuperarán. Lo siento, Anne, divago… No hay nada como una buena diatriba contra nuestros viejos amigos fascistas.
– Ahora soy Andrea… Te escribí.
– Sí, sí, es verdad. ¿A qué viene eso?
– Fui agente de campo de los Servicios Secretos de Inteligencia en Lisboa, durante la guerra. -Dios mío.
Por una serie de complicadas razones y una pizca de vergüenza política tuve que casarme bajo mi nombre falso, con el que he vivido durante veinticuatro años, hasta el mes pasado. Ahora voy a empezar de nuevo. Tabla rasa para Andrea Aspinall.
La sorprendió ver que Greig estaba impresionado. Quizás el centro de decodificación de Bletchley Park no disponía del prestigio de la acción de campo. Desentrañar el código Enigma no daba una imagen elegante. Su mirada recuperó la intensidad que Andrea había distinguido en su primer encuentro, se clavó en la cama en la que estaba sentada y le hicieron algo raro a los músculos de sus muslos.
– Tienes suerte de que no nos preocupe mucho contrastar las cualificadones.
– Sois vosotros los que tenéis suerte de tenerme aquí -replicó ella, siguiéndole el juego, tratando dubitativamente de reunir algo de confianza-. Me querían para un trabajo.
– ¿Quién?
– La Empresa, como nos llamamos entre nosotros. El SIS. Mi madre también trabajaba para ellos. Todos sus colegas del trabajo se presentaron en el funeral. A algunos los conozco de Lisboa, de los cuarenta. Buscaban personal.