Una mentira tan bien traída que ella misma se la creyó. A él lo paró en seco. El perro siguió adelante, tiró de la correa, retrocedió de mal humor y agachó la cabeza.
– ¿Y cómo querías que yo lo supiese? -preguntó Greig-. No me cuentas nada sobre ti. Y por mi parte, bueno, algo noté. Me atraías. Hice lo que hubiera hecho cualquier hombre. Fui a por ti. No tiene nada que ver con mi pasado, mi matrimonio, tu pasado o tu anterior matrimonio. Fue sólo el momento.
– ¿Y lo de esta tarde?
– No he podido evitarlo. Te encuentro irresistible.
– Tu mujer -dijo ella, una palabra que se le atravesaba en la pared de la garganta-, parece… es muy…
– Si lo que quiero es fuerza, pragmatismo y eficacia, ella es mi chica. Tienes que entenderlo, Andrea, Martha dirige nuestras vidas, la suya y la mía, como un experimento controlado. Mi carrera, mi trabajo… ¿para qué está pensado? Para alcanzar cimas de la lógica, cúspides de la racionalidad. Es lo que se espera de un matemático. En algún punto del camino necesito pasión, misterio, humor, por todos los santos.
Reemprendieron la marcha. El perro los conducía, brioso ahora que volvían a estar en camino. Llegaron a un espacio abierto, un campo de fútbol, y Greig soltó al animal.
– Pensaba que te metías en esto con los ojos abiertos -dijo.
– En efecto, pero me faltaba información.
El viento los zarandeaba. A él se le abrió el impermeable. El pelo de Andrea le tapaba la boca y la nariz como si llevara velo. El se lo apartó, le puso la mano en la nuca y la atrajo hacia su cara. Se besaron como habían hecho la noche anterior. Andrea le metió la mano por debajo de la chaqueta y se la subió por la espalda de la camisa. El perro reapareció, dio una vuelta, resopló y volvió a alejarse.
Establecidas las reglas del juego, dieron inicio a su romance. Ese primer trimestre, lo más que pasaban juntos era el momento después de la cena de los domingos cuando Martha, a quien aburría la sala de profesores, se acostaba temprano y Louis, en vez de compartir el oporto, se acercaba al piso de Andrea y se quedaba hasta las dos de la madrugada. También tenía una cama en sus habitaciones de Trinity y de vez en cuando montaban en ella un seminario. Las tardes de primavera iban a su huerto alquilado; él hacía de jardinero (los callos de las manos eran de cavar y plantar) y ella le leía el periódico mientras trabajaba. Después se tumbaban en el áspero suelo del cobertizo entre horcas y palas. Algunas noches, si le entraba el desasosiego, esperaba a que sacara a pasear al perro y se le unía en noches negras y tempestuosas. El chucho se iba a dar vueltas y ellos se las apañaban como podían en un banco del parque, mientras Louis miraba a su alrededor como un loco cada vez que pasaba un coche.
El trimestre siguiente, cuando hacía demasiado frío para acometer nada en el aire endurecido por la helada, se metían a hurtadillas en el asiento de atrás del coche, que él se acostumbró a aparcar calle abajo de su casa. Pillaban la correa del perro con la puerta y Andrea terminaba con la cara aplastada contra la ventanilla triangular, empañando el cristal con el aliento mientras el perro la miraba desde fuera, inquisitivo.
No podía creerse lo que pasaba, lo que estaba haciendo. Él le pedía que hiciera cosas. Cosas como juegos de improvisación, que al principio parecían absurdas y, en la práctica, vagamente asquerosas, pero se descubrió haciéndolas y cuanto más las hacía menos la repelían, hasta que ya no le parecían repugnantes sino estimulantes y después casi normales.
Cuando él la dejaba, como hizo el verano entero para ir a los Estados Unidos a vaguear en la playa de Cape Cod con Martha y su familia, Andrea se quedaba en Cambridge e investigaba para olvidarlo. Se quedaba despierta en la cama por las noches y en un primer momento trataba de dilucidar lo que estaba pasando, sin ser jamás capaz de definir la nebulosa necesidad que tenía de él, para después descubrir que lo había sabido en todo momento. Desde la desaparición de su madre, su hijo y su marido se sentía a la deriva, vacía. Louis, su mentor y maestro, la amarraba, la llenaba. Pero ese descubrimiento no le supuso ninguna diferencia de estado y vio que, aunque eso era lo que esperaba de Louis, no había llegado a pasar del todo y aun así era posible… era posible.
Al principio había pensado que Martha era el único obstáculo que la separaba de su felicidad futura, hasta que se le ocurrió que la presencia de Martha formaba parte de la intensidad. Tanto ella como Louis estaban enganchados al subterfugio: los encuentros secretos, las citas a última hora, la sensación de lo prohibido.
Recuerdos de otra época, de otro amor secreto se infiltraban en su cabeza para confundir el presente.
A lo largo del siguiente año lectivo Louis apreció un cambio en ella, un cambio que no le gustaba. Parecía confiada. Su reacción fue volverse descuidado con sus otras relaciones. Andrea llegaba en el mismo momento en que partía otra chica, repasándose el carmín. En su habitación encontró un pendiente, unas bragas minúsculas, un preservativo usado. Andrea no llegó a sacar a colación nada de eso. Greig ya se mostraba hostil y no quería ponerlo aún más en su contra. Ese verano partió hacia Cape Cod sin despedirse.
Andrea se volvió propensa a espontáneos accesos de llanto que terminaban con la misma brusquedad con la que habían empezado. Cuando cerró la biblioteca ese verano se le hizo insoportable irse sola de vacaciones cerca de familias y amantes. Ni siquiera cuando Jim Wallis la invitó a su casita del sur de Francia se vio capaz de estar con él y su no tan nueva esposa.
Se quedó en Cambridge y contó los días que faltaban para el principio del curso como una niña con un calendario de Adviento. A medida que la soledad iba apoderándose de su primer piso y los garitos frecuentados por los estudiantes sucumbían al silencio, buscó otros pubs con ruido y animación, locales cuyos parroquianos eran peones y obreros, gente que de verdad pedía huevos en vinagre de los tarros de detrás de la barra y se los comía. Por las mañanas se despertaba como si se lo hubiera bebido todo, incluidos los posavasos empapados. Se estremecía y se apretaba la almohada contra la cara en un intento patético de bloquear a la criatura en que se había convertido.
Louis apareció tarde, cuando ya habían transcurrido tres semanas de curso. Andrea se alegró aun cuando destrozó su trabajo de verano, aun cuando en él olía a otra mujer.
A medida que se acercaban las vacaciones de Navidad de 1970, no sabía qué hacer con su vida. No veía salida. Le asqueaba su propia debilidad, su anuncio de cada mañana de que aquélla iba a ser la última vez, que iba a abandonar el proyecto y volver a Londres. Después se vestía metódicamente con sus mejores prendas e iba a ver al hombre que la había convertido en aquello.
Caminando a las cuatro de la mañana se obligaba a pensar en las cosas buenas de su vida. No podía tocar a Juliáo porque ese fracaso era todavía demasiado doloroso, pero rememoraba esos últimos días con su madre y encontraba apoyo. La nobleza de su padre. La honestidad de su madre. Sus propios sentimientos de amor por la mujer a la que tanto había despreciado. Reproducía conversaciones, pensaba en Rawly y su vino. Su mujer. Y en Audrey que le decía que sólo se merecía los tres cuartos de hombre que era Rawly. ¿Le había pasado a ella lo mismo? ¿Era Louis todo lo que se merecía, todo lo que quería?
A finales de noviembre fue a sus habitaciones de Trinity, como de costumbre, como el juguete programado en que se había convertido. Desde la puerta él le ladró que fuera directamente al dormitorio. Le había cogido el gusto a dar órdenes. Se acababa de desnudar mientras Louis la miraba desde el umbral cuando oyeron los dos la voz de Martha al pie de las escaleras. Martha no iba nunca a las habitaciones de su marido en el campus. Se trataba de un acuerdo tácito. Greig encerró a Andrea en el dormitorio. Martha entró sin llamar. Su voz de Nueva Inglaterra restallaba como un látigo. Era la prolongación de una bronca que habían tenido la noche antes sobre ir a Estados Unidos por Navidad, en vez de a Escocia a ver al padre de Greig. Andrea, paralizada, se quedó sentada desnuda en la cama con la vista clavada en la puerta. Pensaba que rezaba por que no se abriera, pero se dio cuenta de que era sólo un horror superficial que le inspiraba la situación embarazosa, de que en realidad lo que quería era que Martha abriera la puerta. Provocaría algo. Decantaría su situación en un sentido o el otro.