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– Pero no inexistentes. Tienen gente.

– Su madre, por ejemplo. Su jubilación fue un duro golpe. En el espionaje, como en los negocios, el dinero lo es todo. Con él se paga. Si se sigue el rastro del dinero se descubre quién paga.

– Parece sencillo.

– Lo malo es que su madre rastreó hasta el último penique y llegó a la conclusión de que el traidor de nuestro bando o bien no recibía fondos o bien los recibía de una fuente diferente dentro del Servicio de Inteligencia Británico. Después hemos descubierto que no existe una fuente separada de financiación para las operaciones en el extranjero.

– De modo que tienen un traidor cuya motivación no es el dinero.

– Es más extraño incluso, señorita Aspinall -dijo él, lo cual la molestó de modo irracional por segunda vez-. Tenemos un traidor que opera sin gastos. Nosotros no tenemos muchos oficiales, de la KGB o la Stasi, que estén en disposición de financiar operaciones peligrosas de su propio bolsillo. Esos oficiales tienen privilegios, pero cobran en ostmarks y rublos, que no llegan muy lejos al otro lado del Muro.

– De modo que él consigue dinero de otra parte.

– Probablemente se trata de una mujer. Ni siquiera estamos seguros de eso.

– Pero por lo que dice parece que, quienquiera que sea, se encuentra en Berlín. -Sí.

– ¿Y han revisado a todos sus agentes con acceso a Berlín Oeste, han comprobado sus antecedentes y no han hallado nada?

– Es un proceso largo.

– Pero lo han llevado a cabo.

Gromov desplazó un pie, su primer movimiento perceptible.

– Está en marcha.

– ¿Pero será más rápido y fácil a través de mí?

– Se la compensará.

– Mi compensación será que Joào Ribeiro recupere su cargo en el comité central… si lo desea. -Así será -dijo Gromov.

– La otra condición es, señor Gromov, que ésta será la única operación que realizaré para ustedes. Tengo fe ideológica pero no estoy tan enfrentada con mi país como mi madre. Sospecho también que esto es el fin de mi proyecto de investigación en Cambridge. Me imagino que tendré que decirle a Jim Wallis que la cosa no salió bien. Quemaré las naves. Voy a necesitar trabajo. Puede que la Administración, dentro de la Empresa, no sea un mal puesto, pero no quiero ejercer de espía a perpetuidad allí.

Gromov asintió. Trabajaría en ella. Al final pasaría por el aro.

– La única pista que tenemos de la identidad del traidor fue algo que le oyó su madre a Jim Wallis en 1966. Se trataba de un nombre en clave que no había oído antes y para el que no pudo encontrar registro financiero. El nombre era «El Leopardo de las Nieves».

– Bueno, ésos son raros, ¿verdad, señor Gromov?

– Se les ve muy raramente, desde luego -replicó él-. Yo soy de Krasnogorsk, en Siberia, no muy lejos de la frontera mongola. En ese punto la frontera la forman las montañas Sayan, que son el hábitat natural de El Leopardo de las Nieves. Mi padre me llevó a cazar a los dieciséis años y mientras Wall Street atravesaba su espectacular caída yo abatí al primer y último leopardo de las nieves que he visto en mi vida. En la actualidad mi esposa lo lleva como abrigo cuando vamos al ballet.

Andrea se sentó en un banco de las alturas de Brockwell Park con vistas a Dulwich Road. Se había levantado viento y tenía un lado de la cara congelado, el ojo lloroso y la nariz roja. Tenía la esperanza de que esa incomodidad le suscitara alguna idea razonable de por qué acababa de comprometerse a espiar para la Unión Soviética. Le había dado a Gromov buenos motivos. Quería que rehabilitaran a Joáo Ribeiro. Había dado a entender que en parte la motivaba la muerte de su hijo y su marido. Gromov había sacado a relucir la cuestión del pedigrí. Daba la impresión de que aquello era su tradición familiar. El ruso también había metido a Louis Greig en el juego. Su amante. ¿Lo había tenido ella en cuenta? ¿Era importante no decepcionar a Louis? Ahora Gromov lo vería con mejores ojos. ¿Y Louis a ella? ¿Era eso lo que quería? ¿Era alguna de ésas su auténtica razón?

Entonces vio la luz. La idea que casi había captado al final del trayecto en tren. El control. Todos, dentro o fuera de ese negocio, buscaban el control. Louis la había convertido en su amante porque el secreto le otorgaba control sobre Martha. Andrea le siguió el juego y se plegó a sus exigencias porque quería controlar a Louis. En cuanto Louis sintió que vacilaba su control sobre Andrea, la arrastró de nuevo a un estado vulnerable. Ella lo permitió, lo quiso, porque interpretó perversamente que eso era recuperar el control sobre Louis dándole lo que quería. Quería volver a la Empresa porque, la fantasía del espía, obtendría el control definitivo. A lo mejor era eso, al fin y al cabo.

Aquello se había convertido en su naturaleza. Gromov le había hablado de pedigrí, y estaba en lo cierto. Era hija de su madre. La venganza de su madre por la injusticia de Longmartin había consistido en veinticinco años de traición contra su país. Se preguntaba si le habría confesado eso al padre Harpur.

Incapaz de soportar el frío por más tiempo, se fue del parque. Gromov le había dicho que debía encontrarse con Louis Greig en el hotel Durrant's de George Street, en el West End, que, se le ocurrió, no estaba lejos de Edgware Road. Miró en el bolso para asegurarse de que llevaba todavía la llave de la caja de seguridad 718 del Arab Bank. Tomó un autobús a Clapham Common y luego el metro. Salió a Oxford Street por la estación de metro de Marble Arch y caminó hasta Edgware Road, preguntándose qué instinto le había impedido mirar en la caja hasta entonces.

Al cabo de media hora estaba a solas en un cubículo con la caja alargada de acero inoxidable en las manos sudorosas, inexplicablemente nerviosa. Dentro de la caja había fajos de billetes de diez libras. No tuvo que con

tarlos porque una nota escrita con la letra de su madre señalaba un total de 30.500 libras.

Salió al viento otoñal, paró un taxi y, apoyada en la puerta, recapacitó por unos instantes y se decidió. Le pidió al taxista que la llevara a la estación de King's Cross. Tomó el tren de la tarde a Cambridge y se pasó la noche haciendo las maletas. Fue al pub, pidió un gintonic doble y llamó a Jim Wallis.

33

11 de enero de 1971, Berlín Este.

El Leopardo de las Nieves, a un metro de la ventana de su salón, miraba desde su piso de la cuarta planta la extensión despoblada de nieve prensada y hielo que separaba los cinco bloques de hormigón que constituían su parte del no tan nuevo complejo de la Karl Marx Allee. Fumaba un Marlboro con la mano doblada como un cuenco y miraba, miraba y pensaba que la vida se había convertido en una sucesión de números: un metro, cuatro plantas, cinco bloques, todo rodeado de nada, blanco, nieve blanca como un cero. Sin coches. Sin gente. Sin movimiento.

Los dos bloques de pisos de delante estaban completamente a oscuras, sin un cuadrado de luz a la vista, ni siquiera el atisbo de alguien que se estirara en una habitación en semipenumbra, preparándose para otra noche entera de vigilancia de nadie. Por encima el cielo presentaba un gris apagado. El nivel de ruido se acercaba a lo que la gente de la ciudad tenía por silencio. La esposa de El Leopardo de las Nieves roncaba apaciblemente en el dormitorio, con la puerta abierta, siempre abierta. Ladeó la cabeza cuando una de sus dos hijas chilló en sueños, pero después su cara regresó a la ventana, su mano a su boca y ahí estaba el inconfundible sabor a exportación estadounidense.