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Fue a la cocina, mojó la colilla y la tiró a la basura. Se puso su abrigo más grueso. La temperatura exterior era de doce grados bajo cero, y a lo largo del día se esperaba más nieve de Rusia. Acercó la mano al radiador. Seguía funcionando; suerte que no estaban en el décimo piso donde probablemente no había calefacción y los fontaneros estatales en aquel lugar eran tan raros como el filete de Omaha. Repasó la situación una vez más. Tranquilidad. 2:00 a.m. Su hora de la noche. Su tipo de clima. Se encasquetó un sombrero de ala en la cabeza, recogió su uniforme, que estaba protegido con papel marrón, salió del piso y bajó las escaleras hasta el garaje.

Metió el uniforme en el maletero y entró en su Citroën negro. Condujo poco a poco por las calles cubiertas de hielo hasta llegar a la despejada Karl Marx Allee, que antes fuera la Stalin Allee hasta que los berlineses fueron jruschevificados y después brezhnevizados. Giró a la izquierda y puso rumbo al centro de la ciudad y el Muro. No había tráfico pero miraba constantemente por el retrovisor. Nadie le seguía. En la Alexanderplatz dobló a la izquierda por Grunerstrasse, cruzó el río Spree y aparcó en Reinhold-Huhnstrasse. Entró a paso ligero en un edificio sin rótulos, blandió un pase antes dos guardias que asintieron sin mirar y bajó dos tramos de escaleras hasta llegar al sótano. Atravesó una serie de túneles barridos y fregados, llegó a una puerta y la abrió con la llave. Esta puerta, que cerró de nuevo, daba a un pequeño vestíbulo, y en cuatro pasos rápidos caminaba hacia el sur por la Friedrichstrasse, en el lado occidental del Muro.

A paso rápido cruzó la calle por el U-bahn de la Kochstrasse. Cien metros más adelante le pagó diez deutschmarks al hombre moreno y bigotudo que ocupaba el cubículo de cristal de debajo del rótulo de neón que rezaba Frau Schenk Sex Kino. Atravesó una gran cortina de cuero pesado y se plantó en el fondo de la sala, incapaz de ver ni desentrañar lo que sucedía en la pantalla oscura. Sólo la banda sonora le indicaba que varias personas se aproximaban a la satisfacción definitiva con el prolongado éxtasis de costumbre mientras la cámara se centraba ineludiblemente en sus detalles biológicos. Pornografía, pensó, la profanación del sexo.

Alcanzó la pared lateral del cine y bajó paso a paso hacia delante y cruzó otra puerta, que le dio acceso a un pasillo iluminado por una sola bombilla roja. Un hombre pelirrojo, tan ancho como el pasillo, ocupaba el extremo con las manos delante de la entrepierna. Al acercarse, El Leopardo de las Nieves distinguió que tenía pestañas de cerdo. Le entregó diez marcos y se abrió el abrigo. El hombre lo palpó y le estrujó los bolsillos.

– La número tres está libre -dijo.

El Leopardo de las Nieves entró en el cubículo número tres y cerró la puerta. Había un cubo lleno de pañuelos de papel usados y unos cuantos grafitis ilusos en las paredes. Tras el panel de cristal tintado había una chica de rodillas en el suelo con la cara de lado, la mejilla contra el suelo, la lengua en los labios y el trasero tan alto como le llegaba. Se estaba masturbando. El Leopardo de las Nieves le dio la espalda a la escena, miró el reloj y dio unos golpecitos en la pared de contrachapado. No hubo respuesta. Volvió a marcar su código con los nudillos y esa vez recibió la respuesta correcta. Sacó un papel enrollado, un mensaje en clave, del puño del abrigo y lo metió a medias por un agujero horadado en la pared. Lo cogieron desde el otro lado. Esperó. No le devolvieron nada. Poco después el cubículo adyacente quedó vacío.

Esperó unos minutos de espaldas al panel de cristal hasta que se produjo una discreta llamada a la puerta. Siempre llamaban, por si acaso. Siguió a otro individuo por un pasillo que doblada a la derecha y contenía más cubículos. El hombre abrió una puerta de la izquierda y le indicó que entrara. En esa parte del edificio la luz recuperaba su normalidad de neón.

– La segunda por la izquierda -le dijo el hombre por detrás de la espalda.

Entró en el despacho. Al otro lado de un escritorio se levantó un sujeto con una barriga prominente. Se dieron la mano y el anfitrión le ofreció café, que aceptó. El Leopardo de las Nieves depositó una bolsita blanca sobre la página de deportes, que el otro había estado leyendo. El hombre sirvió el café, recogió la bolsita, cerró el periódico y extendió un tapete de terciopelo azul oscuro, en el que vació la bolsita. Primero realizó una inspección visual de los diamantes, los dividió y después los pesó en la balanza que tenía encima de la caja fuerte en una esquina de la habitación.

– Trescientos mil -dijo.

– ¿Dólares? -preguntó El Leopardo de las Nieves, y el hombre se rió. -¿Estás bien de tabaco, Kurt? -preguntó, para mostrar cuan en serio se tomaba el intento de negociación. -Me sobra.

– ¿Te has traído algunos puros cubanos esta vez? -¿Qué celebramos? -Nada, Kurt, nada. -Por eso no he traído. -Otra vez será.

– Sólo si es en dólares, y no en marcos. -Estás hecho un capitalista. -¿Quién? ¿Yo?

El hombre volvió a reírse y le pidió que se pusiera de espaldas. El Leopardo de las Nieves apuró su café, bueno, fuerte y auténtico hasta los posos y se volvió para encontrar seis paquetes de dinero sobre la mesa. Los guardó en el forro del abrigo.

– ¿Por dónde se sale? -preguntó-. No quiero volver por ahí como la última vez.

– Izquierda, derecha, sigues hasta una puerta y eso te deja en el U-bahn de la Kochstrasse.

– ¿Por qué no puedo entrar por allí?

– Porque no te sacaríamos los veinte marcos de la entrada.

– Capitalistas -dijo El Leopardo de las Nieves, y sacudió la cabeza. El hombre soltó otra carcajada.

El Leopardo de las Nieves volvió a subirse a su Citroen en el lado Este del Muro. Atravesó en dirección norte la vieja judería de Prenzlauer Berg, por la Schonhauser Allee. Dobló a la derecha pasado el cementerio judío y, cuando la calle se estrechaba, se subió a la acera y aparcó bajo el arco del portal de una enorme y decrépito caserón de pisos de alquiler de la Wórtherstrasse. Esperó con el motor en marcha y después avanzó hasta el primer patio de los viejos barracones de alquiler de finales del siglo xix, terroríficos precursores del tipo de sitio donde él mismo vivía en la actualidad. Aparcó y cruzó el patio hasta el último patio, del edificio del fondo, que nunca veía la luz del sol. Estaba en silencio. El lugar estaba despoblado, sus espacios de vivienda totalmente inhabitables, la humedad, en esa época del año, congelada en las paredes. Por las escaleras y rellanos había esparcidos trozos de yeso y cemento. Llamó a la puerta metálica de un piso de la tercera planta. Unos pasos se acercaron desde el otro lado. Se sacó un pasamontañas del bolsillo y se lo puso.

– Meine Ruh' ist hin -dijo una voz citando una frase de Fausto.

– Mein Herz ist schwer -replicó él.

La puerta se abrió. Entró en el calor.

– ¿Tenemos que seguir con esas citas deprimentes de Goethe?

– La semana que viene me pasaré a Brecht.

– Otro dechado de alegría.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Kappa?

El Leopardo de las Nieves se quitó el abrigo, lo dejó sobre la silla y sacó del forro un pasaporte estadounidense a nombre del coronel Peter Taylor. Entre sus páginas había una foto tamaño pasaporte suelta.

– El trato de siempre. Quite la vieja y ponga la nueva.

El hombre, de treinta y muchos años y rasgos anodinos y oscuros, abrió el pasaporte y lo hojeó con la familiaridad de un guardia de aduanas, que es lo que había sido quince años atrás. Los nueve años pasados en la cárcel por pertenecer a una banda de cinco hombres que pasaba gente al Oeste no habían embotado su minuciosidad, sino que más bien la habían agudizado hasta un nivel profesional.