– No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
– Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior… -y siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos. En aquellos días de hecho jamás sabía de lo que estaba hablando; es decir, era un joven taleguero colgado de las maravillosas posibilidades de convertirse en un intelectual de verdad, y le gustaba hablar con el tono y usar las palabras, aunque lo liara todo, que suponía propias de los «intelectuales de verdad». No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar completamente in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nos entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún día. Esto era en el invierno de 1947.
Una noche que cenaba en mi casa -ya había conseguido trabajo en el aparcamiento de Nueva York- se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a máquina a toda velocidad y dijo:
– Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.
– Es sólo un minuto -dije-. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo -y es que era uno de los mejores capítulos del libro.
Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas. Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a Dean. Era simplemente un chaval al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía (alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como unos nuevos amigos entrañables. Empecé a aprender de él tanto como él probablemente aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:
– Sigue, todo lo que haces es bueno.
Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando:
– ¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! -y secándose la cara con el pañuelo añadía-: ¡Muy bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita, incluso para empezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales…
– Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente -y vi algo así como un resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al histérico aquel». En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares, otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública. Había sido visto corriendo por la calle en invierno, sin sombrero, llevando libros a los billares, o subiéndose a los árboles para llegar hasta las buhardillas de amigos donde se pasaba los días leyendo o escondiéndose de la policía.
Fuimos a Nueva York -olvidé lo que pasó, excepto que eran dos chicas de color- pero las chicas no estaban; se suponía que íbamos a encontrarnos con ellas para cenar y no aparecieron. Fuimos hasta el aparcamiento donde Dean tenía unas cuantas cosas que hacer -cambiarse de ropa en un cobertizo trasero y peinarse un poco ante un espejo roto, y cosas así- y a continuación nos las piramos. Y ésa fue la noche en que Dean conoció a Carlo Marx. Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran dos mentes agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente resplandeciente, y el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo Marx. Desde ese momento vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus energías se habían encontrado; comparado con ellos yo era un retrasado mental, no conseguía seguirles. Todo el loco torbellino de todo lo que iba a pasar empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a todos mis amigos y a todo lo que me quedaba de familia en una gran nube de polvo sobre la Noche Americana. Carlo le habló del viejo Bull Lee, de Elmer Hassel de Jane: Lee estaba en Texas cultivando yerba, Hassel, en la cárcel de isla de Riker, Jane perdida por Times Square en una alucinación de benzedrina, con su hijita en los brazos y terminando en Bellevue. Y Dean le habló a Carlo de gente desconocida del Oeste como Tommy Snark, el tiburón de pata de palo de los billares, tahúr y maricón sagrado. Le habló de Roy Johnson, del gran Ed Dunkel, de sus troncos de la niñez, sus amigos de la calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las películas pornográficas, de sus héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle abajo juntos, entendiéndolo todo del modo en que lo hacían aquellos primeros días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y tenue. Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!». ¿Cómo se llamaban estos jóvenes en la Alemania de Goethe? Se dedicaban exclusivamente a aprender a escribir, como le pasaba a Carlo, y lo primero que pasó era que Dean le atacaba con su enorme alma rebosando amor como únicamente es capaz de tener un convicto y diciendo:
– Ahora, Carlo, déjame hablar… Te estoy diciendo que… -Y no les vi durante un par de semanas, y en ese tiempo cimentaron su relación y se hicieron amigos y se pasaban noche y día sin parar de hablar.
Entonces llegó la primavera, la gran época para viajar, y todos los miembros del disperso grupo se preparaban para tal viaje o tal otro. Yo estaba muy ocupado trabajando en mi novela y cuando llegué a la mitad, tras un viaje al Sur con mi tía para visitar a mi hermano Rocco, estaba dispuesto a viajar hacia el Oeste por primera vez en mi vida.
Dean ya se había marchado. Carlo y yo le despedímos en la estación de los Greyhound de la calle 34. En la parte de arriba había un sitio donde te hacían fotos por 25 centavos. Carlo se quitó las gafas y tenía un aspecto siniestro. Dean se hizo una foto de perfil y miró tímidamente a su alrededor. Yo me hice una foto de frente y salí con pinta de italiano de treinta años dispuesto a matar al que se atreviera a decir algo de mi madre. Carlo y Dean cortaron cuidadosamente esta fotografía por la mitad y se guardaron una mitad cada uno en la cartera. Dean llevaba un auténtico traje de hombre de negocios del Oeste para su gran viaje de regreso a Denver; había terminado su primer salto hasta Nueva York. Digo salto, pero había trabajado como una mula en los aparcamientos. El empleado de aparcamiento más fantástico del mundo; es capaz de ir marcha atrás en un coche a sesenta kilómetros por hora siguiendo un paso muy estrecho y pararse junto a la pared, saltar, correr entre los parachoques, saltar dentro de otro coche, girar a ochenta kilómetros por hora en un espacio muy pequeño, llevarlo marcha atrás hasta dejarlo en un lugar pequeñísimo, ¡plash!, cerrar el coche que vibra todo entero mientras él salta afuera; entonces vuela a la taquilla de los tickets, esprintando como un velocista por su calle, coger otro ticket, saltar dentro de otro coche que acaba de llegar antes de que su propietario se haya apeado del todo, seguir a toda velocidad con la puerta abierta, y lanzarse al sitio libre más cercano, girar, acelerar, entrar, frenar, salir; trabajando así sin pausa ocho horas cada noche, en las horas punta y a la salida de los teatros, con unos grasientos pantalones de borrachuzo y una chaqueta deshilachada y unos viejos zapatos. Ahora lleva un traje nuevo a causa de su regreso; azul con rayas, chaleco y todo -once dólares en la Tercera Avenida -, con reloj de bolsillo y cadena, y una máquina de escribir portátil con la que va a empezar a escribir en una pensión de Denver en cuanto encuentre trabajo. Hubo una comida de despedída con salchichas y judías en un Riker de la Séptima Avenida, y después Dean subió a un autobús que decía Chicago y se perdió en la noche. Allí se iba nuestro amigo pendenciero. Me prometí seguirle en cuanto la primavera floreciese de verdad y abriera el país.