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Y así fue como realmente se inició toda mi experiencia en la carretera, y las cosas que pasaron son demasiado fantásticas para no contarlas.

Sí, y no se trataba sólo de que yo fuera escritor y necesitara nuevas experiencias por lo que quería conocer a Dean más a fondo, ni de que mi vida alrededor del campus de la universidad hubiera llegado al final de su ciclo y estaba embotada, sino de que, en cierto modo, y a pesar de la diferencia de nuestros caracteres, me recordaba algo a un hermano perdido hace tiempo; la visión de su anguloso rostro sufriente con las largas patillas y el estirado cuello musculoso me recordaba mi niñez en los descampados y charcas y orillas del río de Paterson y el Passaic. La sucia ropa de trabajo le sentaba tan bien, que uno pensaba que algo así no se podía adquirir en el mejor sastre a medida, sino en el Sastre Natural de la Alegría Natural, como la que Dean tenía en pleno esfuerzo. Y en su animado modo de hablar yo volvía a oír las voces de viejos compañeros y hermanos debajo del puente, entre las motocicletas, junto a la ropa tendida del vecindario y los adormilados porches donde por la tarde los chicos tocaban la guitarra mientras sus hermanos mayores trabajaban en el aserradero. Todos mis demás amigos actuales eran «intelectuales»: Chad, el antropólogo nietzscheano; Carlo Marx y su constante conversación seria en voz baja de surrealista chalado; el viejo Bull Lee y su constante hablar criticándolo todo… o aquellos escurridizos criminales como Elmer Hassel, con su expresión de burla tan hip; Jane Lee, lo mismo, desparramada sobre la colcha oriental de su cama, husmeando en el New Yorker. Pero la inteligencia de Dean era tan auténtica y brillante y completa, y además carecía del tedioso intelectualismo de la de todos los demás. Y su «criminalidad» no era nada arisca ni despreciativa; era una afirmación salvaje de explosiva alegría Americana; era el Oeste, el viento del Oeste, una oda procedente de las Praderas, algo nuevo, profetizado hace mucho, venido de muy lejos (sólo robaba coches para divertirse paseando). Además, todos mis amigos neoyorquinos estaban en la posición negativa de pesadilla de combatir la sociedad y exponer sus aburridos motivos librescos o políticos o psicoanalíticos, y Dean se limitaba a desplazarse por la sociedad, ávido de pan y de amor; no le importaba que fuera de un modo o de otro:

– Mientras pueda ligarme una chica guapa con un agujerito entre las piernas… mientras podamos comer, tío. ¿Me oyes? Tengo hambre. Me muero de hambre, ¡vamos a comer ahora mismo!- y, pasara lo que pasara, había que salir corriendo a comer, como dice en el Eclesiastés, «donde está tu lugar bajo el sol».

Un pariente occidental del sol, ése era Dean. Aunque mi tía me avisó de que podía meterme en líos, escuché una nueva llamada y vi un nuevo horizonte, y en mi juventud lo creí; y aunque tuviera unos pocos problemas e incluso Dean pudiera rechazarme como amigo, dejándome tirado, como haría más tarde, en cunetas y lechos de enfermo, ¿qué importaba eso? Yo era un joven escritor y quería viajar.

Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla.

2

El mes de julio de 1947, tras haber ahorrado unos cincuenta dólares de mi pensión de veterano, estaba preparado para irme a la Costa Oeste. Mi amigo Remi Boncoeur me había escrito una carta desde San Francisco diciéndome que fuera y me embarcara con él en un barco que iba a dar la vuelta al mundo. Juraba que me conseguiría un trabajo en la sala de máquinas. Le contesté y le dije que me contentaba con un viejo carguero siempre que me permitiera realizar largos viajes por el Pacífico y regresar con dinero suficiente para mantenerme en casa de mi tía mientras terminaba mi libro. Me dijo que tenía una cabaña en Mili City y que yo tendría todo el tiempo del mundo para escribir mientras preparábamos todo el lío de papeles que necesitábamos para embarcar. Él vivía con una chica que se llamaba Lee Ann; decía que era una cocinera maravillosa y que todo funcionaría. Remi era un viejo amigo del colegio, un francés que se había criado en París y un tipo auténticamente loco… no sabía lo loco que estaba todavía. Esperaba mi llegada en diez días. Mi tía estaba totalmente de acuerdo con mi viaje al Oeste; decía que me sentaría bien; había trabajado intensamente todo el invierno sin salir de casa casi nada; ni siquiera se quejó cuando le dije que tendría que hacer algo de autostop. Lo único que quería era que volviera entero. Así que, dejando la gruesa mitad de mi manuscrito encima de la mesa de trabajo, y plegando por última vez mis cómodas sábanas caseras, una mañana partí con mi saco de lona en el que había metido unas cuantas cosas fundamentales y me dirigí hacia el Océano Pacífico con cincuenta dólares en el bolsillo.

Había estado estudiando mapas de los Estados Unidos en Paterson durante meses, incluso leyendo libros sobre los pioneros y saboreando nombres como Platte y Cimarrón y otros, y en el mapa de carreteras había una línea larga que se llamaba Ruta 6 y llevaba desde la misma punta del Cabo Cod directamente a Ely, Nevada, y allí caía bajando hasta Los Angeles. Sólo tenía que mantenerme en la 6 todo el camino hasta Ely, me dije, y me puse en marcha tranquilamente. Para llegar a la 6 tenía que subir hasta el Monte del Oso. Lleno de sueños de lo que iba a hacer en Chicago, en Denver, y por fin en San Francisco, cogí el metro en la Séptima Avenida hasta final de línea en la Calle 243, y allí cogí un tranvía hasta Yonkers; en el centro de Yonkers cambié a otro tranvía que se dirigía a las afueras y llegué a los límites de la ciudad en la orilla oriental del Río Hudson. Si tiras una rosa al Río Hudson en sus misteriosas fuentes de los Adirondacks, podemos pensar en todos los sitios por los que pasará en su camino hasta el mar… imagínese ese maravilloso valle del Hudson. Empecé a hacer autostop. En cinco veces dispersas llegué hasta el deseado puente del Monte del Oso, donde la Ruta 6 traza un arco desde Nueva Inglaterra. Empezó a llover a mares en cuanto me dejaron allí. Era un sitio montañoso. La Ruta 6 cruzaba el río, torcía y trazaba un círculo, y desaparecía en la espesura. Además de no haber tráfico, la lluvia caía a cántaros y no había ningún sitio donde protegerme. Tuve que correr bajo unos pinos para taparme; no sirvió de nada; me puse a gritar y maldecir y golpearme la cabeza por haber sido tan idiota. Estaba a sesenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York; todo el camino había estado preocupado por eso: el gran día de estreno sólo me había desplazado hacia el Norte en lugar de hacia el ansiado Oeste. Ahora estaba colgado en mi extremo Norte. Corrí medio kilómetro hasta una estación de servicio de hermoso estilo inglés que estaba abandonada y me metí bajo los aleros que chorreaban. Allí arriba, sobre mi cabeza, el enorme y peludo Monte del Oso soltaba rayos y truenos que me hacían temer a Dios. Todo lo que veía era árboles a través de la niebla y una lúgubre espesura que se alzaba hasta los cielos.