El chico dijo que sí con la cabeza.
– Sí, cuando ustedes quieran. Vengan conmigo.
– ¡Ji, ji! ¡Vaya, vaya! -gritó Dean. Ya se había despertado del todo y andaba dando saltos por la dormida calle mexicana-. ¡Vamos! -Yo les estaba pasando cigarrillos Lucky Strike a los otros chicos. Se estaban divirtiendo mucho con nosotros, especialmente con Dean. Hablaban entre sí, y con la mano tapándose la boca hacían comentarios sobre aquel americano chiflado-. ¡Míralos, Sal! Están hablando de nosotros. ¡Oh qué mundo! -Víctor subió al coche con nosotros. Partimos. Stan Shephard que había estado profundamente dormido se despertó en medio de la agitación.
Salimos al desierto por el otro lado de la carretera y doblamos por una carretera de tierra que hizo dar botes al coche como nunca. Allí delante estaba la casa de Víctor. Apareció entre unos cactos y unos pocos árboles. Era una especie de caja cuadrada de adobe y había unos cuantos hombres sentados en el patio.
– ¿Quiénes son ésos? -dijo Dean todo excitado.
– Son mis hermanos. Mi madre está también. Mi hermana también. Es mi familia. Yo casado y vivo en el pueblo.
– ¿Y qué pasa con tu madre? -preguntó Dean-. ¿Qué dice de la marijuana?
– ¡Oh! Es ella quien me la consigue -y mientras esperábamos en el coche, Víctor se apeó y entró en la casa y dijo algo a una vieja. Esta se volvió y fue a la huerta de la parte de atrás y empezó a recoger hojas secas de marijuana. Eran hojas arrancadas de las plantas y puestas a secar al sol del desierto. Entretanto los hermanos de Víctor sonreían bajo un árbol. Vendrían a saludarnos pero necesitaban cierto tiempo para levantarse y llegar hasta donde estábamos. Víctor volvió sonriendo dulcemente.
– Tío -dijo Dean-. Este Víctor es la persona más agradable, pasada, loca y maravillosa que he conocido en mi vida. Mira cómo camina, mira cómo anda tan tranquilo. Aquí no hay que darse prisa. -Una brisa del desierto, insistente y constante, envolvía el coche. Hacía mucho calor.
– Mucho calor, ¿verdad? -dijo Víctor sentándose en el asiento delantero junto a Dean y señalando el ardiente techo del Ford-. Ahora con la marijuana no trendrán más calor. Esperen.
– Sí -dijo Dean, ajustándose las gafas de sol-. Esperaré. Claro que esperaré, Víctor.
En esto un hermano muy alto de Víctor se acercó lentamente con un montón de yerba envuelta en la página de un periódico. Dejó el paquete encima de las piernas de Víctor y se apoyó despreocupadamente en la puerta del coche, nos saludó con la cabeza y dijo:
– Hola.
Dean también le saludó con la cabeza y le sonrió. Nadie hablaba; era algo perfecto. Víctor procedió a liar el canuto más grande que yo había visto nunca. Lo lió con papel de envolver y fabricó una especie de puro de marijuana. Era enorme. Dean le observaba asombrado. Víctor lo encendió con toda naturalidad y nos lo pasó. Tirar de aquello era como tener una chimenea en la boca y aspirar. El humo pasó por nuestras gargantas como una gran explosión de calor. Contuvimos la respiración y echamos el humo casi al tiempo. El sudor se nos congeló en la frente y aquello de pronto era igual que la playa de Acapulco. Miré por la ventanilla de atrás y vi a otro de los hermanos de Víctor. Era una especie de indio peruano con un sarape sobre el hombro. Se apoyaba en un poste sonriendo, demasiado tímido para venir a estrecharnos las manos. Se diría que el coche estaba rodeado de hermanos pues apareció otro al lado de Dean. Entonces sucedió la cosa más extraña del mundo. Estábamos todos tan altos que pasamos de formalidades y nos concentramos en lo que nos interesaba justamente entonces. Americanos y mexicanos nos estábamos colocando juntos en pleno desierto y además, veíamos muy cerca los rostros y los poros y los callos de las manos y las mejillas ruborizadas del otro mundo. Los hermanos indios empezaron a hablar de nosotros en voz baja; vimos que nos miraban, y hacían comentarios y nos comparaban con ellos, y corregían o asentían a sus mutuas impresiones.
– Sí, sí -decían, mientras Dean, Stan y yo hablábamos de ellos en inglés.
– Fíjate en ese hermano tan extraño de ahí atrás, no se ha movido del poste ni ha disminuido nada la intensidad de su divertida y tímida sonrisa. Y éste de aquí, el de la izquierda, es mayor, está más seguro de sí mismo y también más triste, es como un vagabundo en la ciudad, mientras que Víctor está casado… es como una especie de rey egipcio, ¿lo ves? Son unos tipos estupendos. Nunca había visto nada igual. Y están hablando de nosotros, ¿lo ves? También nosotros hablamos de ellos, pero con una diferencia, lo más probable es que les interese cómo vamos vestidos… bueno, en esto no hay ninguna diferencia… pero les parecerá raras las cosas que tenemos en el coche y el modo en que nos reímos tan distinto al suyo, y hasta compararán nuestro olor con el suyo. Con todo, daría un ojo de la cara 9por saber lo que opinen de nosotros. -Y Dean intentó saberlo.
– Oye, Víctor, tío… ¿de qué están hablando tus hermanos?
Víctor dirigió sus melancólicos ojos oscuros hacia Dean y dijo:
– Sí, sí.
– No, no has entendido lo que te he preguntado. ¿De qué hablan tus hermanos?
– ¡Oh! -exclamó Víctor muy inquieto-, ¿no os gusta la marijuana?
– Sí, sí, claro que sí, es muy buena. Pero, ¿de qué habláis?
– ¿Hablar? Sí, estamos hablando. ¿Os gusta México?
Era difícil llegar a un lenguaje común. Y todos seguimos tranquilos y serenos y altos y disfrutando de la brisa del desierto y rumiando diferentes pensamientos nacionales y raciales y personales sobre la eternidad.
Llegó la hora de las chicas. Los hermanos volvieron a sentarse bajo el árbol, la madre miraba desde la soleada entrada de la casa, y nosotros volvimos al pueblo dando tumbos y saltando.
Pero ahora los botes y saltos ya no eran desagradables: era el viaje más agradable y divertidamente ondulante del mundo; como si navegáramos sobre un mar azul; y la cara de Dean resplandecía de un modo habitual, era como de oro cuando nos dijo que escuchásemos la canción de los amortiguadores del coche, el sonido de la suspensión. Saltábamos arriba y abajo y hasta Víctor entendió y se rió. Después señaló hacia la izquierda para indicarnos el camino que llevaba hasta las chicas, y Dean miró hacia la izquierda con indescriptible placer y giró el volante siguiendo aquel camino, y rodamos suavemente hacia la meta, mientras escuchábamos a Víctor que estaba empeñado en hablar. Dean decía con grandilocuencia:
– Sí, por supuesto. No tengo ninguna duda. Está decidido. En efecto. ¿Por qué me dices esas cosas tan amables? Claro, claro, sin ninguna duda. Sí. Por favor, sigue.
Víctor respondía a esto con la seriedad y la magnífica elocuencia española. Durante un momento de confusión pensé que Dean lo entendía todo gracias a una ciencia infusa y a una revelación súbita producto de su radiante felicidad. En aquel mismo momento, además se parecía muchísimo a Franklin Delano Roosvelt: sin duda una ilusión de mis ojos en llamas y de mi cerebro fluctante. Se parecía tanto que me incorporé en mi asiento y lo miré asombrado. Tuve que hacer grandes esfuerzos para ver la imagen de Dean entre una mirada de radicaciones celestiales. Me pareció que era Dios. Estaba tan alto que tuve que reclinar la cabeza en el asiento; los saltos del coche me producían estremecimientos de placer. La sola idea de contemplar México a través de la ventanilla -que ahora se había convertido en otra cosa en el interior de mi mente- era como retirarme de la contemplación de un tesoro resplandeciente que se teme mirar porque contiene demasiadas riquezas y tesoros como para que los ojos, vueltos hacia dentro, puedan verlo de una sola vez. Me sobresalté. Vi ríos de oro cayendo desde el cielo que atravesaban con toda facilidad el techo del pobre coche, que atravesaban con toda facilidad mis ojos y se introducían en mi interior; había oro por todas partes. Miré por la ventanilla las soleadas calles y vi una mujer a la puerta de una casa y creí que estaba oyendo todo lo que decíamos y que asentía: las visiones paranoicas habituales debidas a la tila. Pero el río de oro continuaba. Durante un largo rato perdí toda conciencia de lo que estábamos haciendo y sólo la recuperé cuando levanté la vista del fuego y el silencio como si pasara del sueño a la vigilia, o pasara del vacío al sueño. Y entonces me decían que estábamos aparcando delante de la casa de Víctor y luego éste aparecía con su hijito en los brazos y nos lo enseñaba.