– Tranquilízate, guapa -le dije. Tuve que sostenerla para que no se cayese del taburete. Perdía el equilibrio todo el tiempo. Nunca había visto a una mujer tan borracha; y sólo tenía dieciocho años. Conseguí que le sirvieran otra copa; me estaba tirando de los pantalones para que lo hiciera. Se la tragó de golpe. No tenía valor para llevármela a uno de los cubículos. La tía con quien me había acostado tenía treinta años y sabía cuidar de sí misma. Con Venezuela retorciéndose y lamentándose entre mis brazos tenía muchas ganas de desnudarla y hablar, sólo hablar con ella… o eso me decía a mí mismo. Esta chica y la mulata me hacían delirar de deseo.
El pobre Víctor, durante todo este tiempo estaba apoyado en la barra y saltaba de vez en cuando al ritmo de la música contento de ver cómo se divertían sus tres amigos americanos. Le invitamos a beber. Sus ojos brillaban de deseo ante las mujeres pero no quería irse con ninguna. Se mantuvo fiel a su mujer aunque Dean le dio un montón de billetes. En aquel loco tumulto tuve ocasión de ver cómo estaba Dean. Se hallaba tan enloquecido que no me reconoció cuando me acerqué a él.
– Sí, sí -fue todo lo que dijo. Parecía que aquello no se iba a terminar nunca. Era como un dilatado y espectral sueño árabe en el atardecer de la otra vida: Alí Baba, las callejas, las cortesanas. Fui de nuevo con la chica al cuartito. Dean y Stan se intercambiaron las suyas; desaparecimos y los espectadores tuvieron que esperar a que continuara el espectáculo. La tarde se alargaba y se hacía más fresca.
Pronto caería la noche sobre la vieja Gregoria. El mambo no dejaba un momento de descanso, era un frenesí semejante a una interminable jornada en la jungla. No podía apartar la vista de la mulata que se movía como una reina incluso cuando el siniestro propietario la obligó a hacer trabajos serviles, tales como traernos las bebidas y limpiar las mesas. De todas las chicas que había era la que más necesitaba el dinero; probablemente su madre había venido a que le diera lo que había ganado para sus hermanos y hermanas más pequeños. Los mexicanos son pobres. Sin embargo, nunca, nunca se me ocurrió acercarme a ella y darle algo de dinero. Tenía la impresión de que lo aceptaría con desprecio, y el desprecio de las que son como ella me deja acojonado. En mi locura, estuve enamorado de ella todas las horas que duró aquello; tuve los inconfundibles síntomas: la angustia, los suspiros, el dolor, y por encima de todo la resistencia a acercarme a ella. Fue extraño que tampoco Dean o Stan se acercaran; su indiscutible dignidad la hacía parecer demasiado pobre en aquella casa de putas. En un determinado momento vi que Dean se inclinaba rígido hacia ella, dispuesto a echársele encima, pero su rostro reflejó el desconcierto cuando lo miró fría e imperiosamente. Dean se quedó inmóvil, se frotó la tripa y abrió la boca. Finalmente inclinó la cabeza. Sin duda era la reina.
De pronto, Víctor nos sacudió furiosamente por los brazos y nos hizo gestos frenéticos.
– ¿Qué pasa?
Hizo de todo tratando de que le entendiéramos. Finalmente corrió a la barra y arrancó la cuenta de las manos del encargado, que lo miró enfadado, y nos la enseñó. Se elevaba a más de trescientos pesos o treinta y seis dólares americanos, lo que es un montón de dinero para cualquier casa de putas. No podíamos calmarnos, ni tampoco irnos, y aunque estábamos agotados, todavía queríamos seguir con nuestras guapísimas chicas en aquel extraño paraíso árabe que por fin habíamos encontrado al final de la dura, durísima carretera. Pero se hacía de noche y teníamos que terminar con aquello; Dean se dio cuenta y empezó a poner mala cara y a meditar y a meditar y a intentar encontrar una solución, y por fin yo lancé la idea de que debíamos de largarnos ya de una vez por todas.
– Nos esperan tantas cosas, tío, que no importará nada.
– ¡Tienes razón! -exclamó Dean con los ojos vidriosos volviéndose hacia la venezolana. Esta había perdido el sentido y estaba tumbada en un banco de madera con sus blancas piedras asomando entre la seda. El público de las ventanas disfrutaba del espectáculo; detrás de él se acentuaban unas sombras rojizas, y desde alguna parte llegó el llanto de un niño, y de pronto recordé que después de todo estaba en México y no en una fantasía pornográfica de hashish en el cielo.
Salimos tambaleándonos; habíamos olvidado a Stan; corrimos dentro y le encontramos saludando amablemente a las putas del turno de noche que acababan de llegar. Quería empezar otra vez. Cuando se emborracha se mueve pesadamente como si midiera tres metros y no hay quien lo aparte de las mujeres. Además las mujeres se pegan a él como la yedra. Insistía en quedarse y follar con algunas de aquellas nuevas, extrañas y expertas señoritas. Dean y yo lo sacamos a empujones mientras él dedicaba cordiales saludos a todos: a las chicas, a los policías, a la gente y a los niños que estaban fuera. Mandó besos en todas direcciones para responder a las ovaciones de la gente de Gregoria y anduvo orgullosamente entre los grupos tratando de hablar con todo el mundo y de comunicarles la alegría y cariño que sentía hacia todo en este agradable atardecer de la vida. Todos se reían; algunos le daban palmadas en la espalda. Dean corrió y pagó a los policías los cuatro pesos y les estrechó la mano y sonrió y se despidió con inclinaciones de cabeza. Luego saltó al coche y las chicas que habíamos conocido, incluida Venezuela que fue despertada para la despedída, se reunieron alrededor del coche apenas cubiertas por sus leves prendas y nos dijeron adiós y nos besaron y Venezuela hasta lloró… no por nosotros, eso lo sabíamos, no del todo por nosotros, pero sí en parte. Mi amor, mi mulata había desaparecido en las sombras del interior. Todo había terminado. Nos largamos y dejamos detrás alegrías y despedidas y cientos de pesos. El obsesionante mambo nos siguió todavía un largo trecho. Todo había terminado.
– ¡Adiós Gregoria! -gritó Dean mandando un beso.
Víctor estaba orgulloso de nosotros y orgulloso de sí mismo.
– Y ahora, ¿qué tal un baño? -preguntó. Sí, todos queríamos un baño maravilloso.
Y nos condujo al sitio más extraño del mundo: era una casa de baños normal y corriente parecida a las americanas, a kilómetro y medio del pueblo, junto a la carretera, llena de chicos chapoteando en una piscina y duchas en el interior de un edificio de piedra que costaban unos cuantos centavos, con jabón y toalla incluidos. Además de esto, había un triste parque infantil con columpios y un tiovivo estropeado, y a la luz rojiza del sol poniente parecía extraño y hermoso. Stan y yo cogimos las toallas y nos metimos debajo de una ducha de agua helada y salimos frescos y como nuevos. Dean no se molestó en ducharse, y lo vimos pasear por aquel triste parque con Víctor cogido del brazo y hablando animadamente y doblándose encima de él excitado para subrayar algo, y hasta golpeándose la palma con el puño. Luego volvieron a pasear cogidos del brazo. Había llegado el momento de decir adiós a Víctor, así que Dean aprovechaba la ocasión para estar a solas con él, inspeccionar aquel parque y formarse una opinión sobre las cosas como sólo él sabía hacerlo.
Ahora que teníamos que irnos Víctor estaba muy triste.
– ¿Volverán a Gregoria a visitarme?
– Claro que sí, tío -incluso le prometimos llevarle con nosotros a los Estados Unidos si quería. Víctor dijo que tendría que pensarlo.