La última vez que vi a Dean fue en unas circunstancias tristes y extrañas. Remi Boncoeur había llegado a Nueva York después de haber dado varias veces la vuelta al mundo en distintos barcos. Yo quería que conociese a Dean. Se conocieron pero Dean ya no podía hablar y no dijo nada, y Remi acabó yéndose a otra parte. Había sacado entradas para el concierto de Duke Ellington en el Metropolitan Opera e insistió para que Laura y yo fuéramos con él y su novia. Remi había engordado y estaba algo más triste, pero todavía conservaba sus modales de caballero y quería hacer las cosas del modo correcto, según recalcaba. Consiguió que su agente nos llevara al concierto en un cadillac. Era una fría noche de invierno. El cadillac estaba aparcado y listo para arrancar. Dean estaba junto a las ventanillas con su bolsa y dispuesto a dirigirse a la estación de Pennsylvania y atravesar el país.
– Adiós, Dean -le dije-. No sabes cuánto siento tener que ir al concierto.
– ¿No podría ir con vosotros hasta la calle Cuarenta? -me susurró-. Me gustaría estar contigo el mayor tiempo posible, y además hace un frío terrible en este Nueva York…
Hablé en voz baja con Remi. No, no quería. Le gustaba yo pero no le gustaban todos mis estúpidos amigos. No quería que volviera a estropearle la velada como había hecho en 1947 en el Alfred's de San Francisco con Roland Major.
– ¡Absolutamente imposible, Sal! -¡Pobre Remi! Llevaba una corbata especial que había preparado para ese día; tenía dibujada una copia de las entradas del concierto y los nombres de Sal, Laura, Remi y Vicki, su novia, además de una serie de chistes sin gracia y algunos de sus dichos favoritos como: «No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor».
Así que Dean no pudo venir con nosotros y lo único que pude hacer fue sentarme en la parte de atrás del cadillac y decirle adiós con la mano. El agente que conducía tampoco quería nada con Dean. Y el pobre Dean, enfundado en el apolillado abrigo que había traído especialmente para las gélidas temperaturas del Este, se alejó caminando solo, y mi última visión suya fue cuando dobló la esquina de la Séptima Avenida, mirando hacia delante, y lanzado de nuevo a la acción. Mi pequeña y queridísima Laura, a quien se lo había contado todo de Dean, casi se echó a llorar.
– ¡Oh, no podemos dejarle que se vaya así! ¿Qué podríamos hacer?
«Se ha marchado el viejo Dean», pensé y luego dije en voz alta:
– No te preocupes, sabrá arreglárselas.
Y seguimos hacia aquel triste y repugnante concierto al que no me apetecía nada ir y todo el tiempo estuve pensando en Dean y en cómo se subiría al tren y recorrería una vez más cinco mil kilómetros sobre este terrible país y nunca llegué a saber por qué se había presentado en Nueva York, excepto para verme.
Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar, y esta noche saldrán las estrellas (¿no sabéis que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicará sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty.