– ¡Vaya! ¡Si es Sal! -exclamó Dean-. Bien… veamos… ah… sí… claro, has llegado… eres un hijoputa, sí… por fin cogiste la vieja carretera. Bien, ahora vamos a ver… tenemos que… sí, sí, ahora mismo… es necesario hacerlo, tenemos que hacerlo, claro está… Mira Camille -y se volvió hacia ella-. Sal está aquí, es un viejo amigo de Nueva York y acaba de llegar a Denver. Es su primera noche aquí, así que es absolutamente necesario que me vaya con él y le ayude a ligarse una chica.
– ¿Pero a qué hora volverás?
– Ahora son exactamente -miró su reloj- la una y catorce. Volveré exactamente a las tres y catorce, para nuestra hora de fantasías juntos, para nuestra auténtica hora de fantasías, guapa, y después, ya sabes, te he hablado de ello y estás de acuerdo, ¿no? Tengo que ir a ver a ese abogado cojo para los papeles. Sí, en plena noche, parece raro, ya lo sé, pero ya te lo he explicado todo. -Esto era la pantalla para su cita con Carlo que seguía escondido-. Así que ahora, en este mismo instante, tengo que vestirme, ponerme los pantalones, volver a la vida, es decir, a la vida de ahí fuera, a la calle y todo eso, como acordamos. Son ya la una y quince y hay que correr, correr…
– Bueno, de acuerdo, Dean, pero por favor ten cuidado y estáte de vuelta a las tres.
– Será como te he dicho, guapa, pero recuerda que no es a las tres, sino a las tres y catorce. ¿Estamos de acuerdo en las más profundas y maravillosas profundidades de nuestras almas? -y se acercó a ella y la besó varias veces. En la pared había un dibujo de Dean desnudo, con enormes cojones y todo, hecho por Camille. Yo estaba asombrado. Era todo tan loco.
Nos lanzamos a la noche; Carlo se nos unió en el callejón. Y avanzamos por la calle más estrecha, más extraña y más retorcida de una ciudad que yo hubiera visto nunca, en lo más profundo del corazón del barrio mexicano de Denver. Hablábamos a gritos en la dormida quietud.
– Sal -me dijo Dean-, tengo justamente a una chica esperando por ti en este mismo momento… si está libre -miró su reloj-. Es camarera, Rita Bettencourt, una tía muy guapa, algo colgada de ciertas dificultades sexuales que he intentado enderezar, pero creo que os entenderéis bien, eres un tipo listo. Así que vamos para allá en seguida… deberíamos llevar cerveza. No, ellas tienen ya la que queramos -y golpeándose la palma de la mano con el puño, añadió-: Tengo que hacérmelo con su hermana Mary esta misma noche.
– ¿Cómo? -dijo Carlo-. Creí que teníamos que hablar.
– Sí, sí, pero después.
– ¡Oh, este aplatanamiento de Denver! -gritó Carlo mirando al cielo.
– ¿No es el tipo más listo y amable del mundo? -me dijo Dean hundiendo su puño en mis costillas-. ¡Mírale! ¡Mírale! -y Carlo había iniciado sus andares de mono por las calles de la vida igual que le había visto hacer tantas veces en Nueva York.
– Bien, ¿pero qué coño estamos haciendo en Denver? -fue todo lo que pude decir.
– Mañana, Sal, sé dónde encontrarte un trabajo -dijo Dean recobrando su tono de hombre de negocios-. Te llamaré en cuanto Marylou me deje una hora libre. Iré directamente a tu apartamento, diré hola a Major y te llevaré en el tranvía (hostias, no tengo coche) hasta el mercado de Camargo donde podrás empezar a trabajar inmediatamente y cobrar el próximo viernes. De hecho, todos estamos sin nada de pasta. Hace semanas que no tengo tiempo para trabajar. El viernes por la noche, eso es seguro, nosotros tres (el viejo trío de Carlo, Dean y Sal), tenemos que ir a las carreras de coches, conseguiré que nos lleve hasta allí un tipo del centro al que conozco… -y así seguimos en la noche.
Llegamos a la casa donde vivían las dos hermanas camareras. La mía todavía estaba trabajando; la que Dean quería para él estaba allí. Nos sentamos en su cama. Había planeado llamar a Ray Rawlins a esta hora. Lo hice. Llegó inmediatamente. Nada más entrar se quitó la camisa y la camiseta y empezó a meter mano a la absolutamente desconocida para él, Mary Bettencourt. Botellas rodaban por el suelo. Dieron las tres. Dean salió como una bala para su hora de fantasías con Camille. Estuvo de regreso a tiempo.
Apareció la otra hermana. Ahora necesitábamos un coche, y estábamos haciendo demasiado ruido. Ray Rawlins llamó a un amigo que tenía coche. Este llegó. Todos nos amontonamos dentro; Carlo trataba de llevar a cabo la conversación planeada con Dean en el asiento trasero, pero había demasiado follón.
– ¡Vamos a mi apartamento! -grité.
Así lo hicimos; en el momento en que el coche se detuvo salté y me di un golpe en la cabeza contra la yerba. Todas mis llaves se desparramaron; no las volví a encontrar. Corrimos, gritamos que nos abrieran. Roland Major nos cerró el paso con su bata de seda puesta.
– ¡No puedo permitir esto en el apartamento de Tim Gray!
– ¿Qué? -gritamos todos. Era un lío tremendo. Rawlins rodaba por la yerba con una de las camareras. Major no quería dejarnos entrar. Juramos que llamaríamos a Tim Gray y le hablaríamos de la fiesta y le invitaríamos a ella. En lugar de eso, todos volvimos a nuestras guaridas del centro de Denver. De repente, me encontré solo en mitad de la calle sin dinero. Mi último dólar se había esfumado.
Caminé los ocho kilómetros hasta mi confortable cama en el apartamento de Colfax. Major tuvo que dejarme entrar. Me preguntaba si Dean y Carlo estarían estableciendo su comunicación de corazón a corazón. Lo sabría más tarde. Las noches en Denver son frías, y dormí como un tronco.
8
Entonces todos empezaron a planear una importante excursión a las montañas. Esto comenzó por la mañana, al tiempo que una llamada telefónica que complicó más las cosas: era Eddie mi viejo amigo de la carretera que llamaba sin demasiadas esperanzas de encontrarme; recordaba algunos de los nombres que le había mencionado. Ahora tendría ocasión de recuperar mi camisa. Eddie estaba con su novia en una casa cerca de Colfax. Quería saber si yo sabía dónde encontrar trabajo, y le dije que viniera a verme, figurándome que Dean sabría. Dean llegó a toda prisa, mientras Major y yo desayunábamos a toda velocidad. Dean ni siquiera quiso sentarse.
– Tengo miles de cosas que hacer, en realidad no tengo tiempo de llevarte hasta Camargo, pero vamos, tío.
– Espera por Eddie, mi amigo de la carretera.
Major encontraba muy divertidas nuestras prisas. Había venido a Denver para escribir con calma. Trató a Dean con extrema deferencia. Dean no le prestaba atención. Major le decía cosas así:
– Moriarty, ¿qué hay de eso que he oído de que duermes con tres chicas al mismo tiempo? -y Dean frotándose los pies en la alfombra decía:
– Sí, sí, así están las cosas -y miraba su reloj y Major fruncía la nariz. Me sentía avergonzado de salir con Dean. Major insistía en que era débil mental y ridículo. Por supuesto no lo era, y yo quería demostrárselo a todo el mundo.
Nos reunimos con Eddie. Dean tampoco le hizo caso y cruzamos Denver en tranvía bajo el ardiente sol del mediodía en busca de trabajo. Odiaba pensar en ello. Eddie hablaba y hablaba como siempre. Encontramos a un hombre del mercado que decidió contratarnos a los dos; empezaríamos a trabajar a las cuatro en punto de la madrugada y terminaríamos a las seis de la tarde.
– Me gustan los chicos a los que les gusta trabajar -dijo el hombre.
– He encontrado lo que buscaba -dijo Eddie, pero yo no estaba tan seguro.
– Bueno, no dormiré -decidí. Había demasiadas cosas interesantes que hacer.
Eddie se presentó a la mañana siguiente; yo no. Tenía cama y Major llenaba de comida el frigorífico, y a cambio de esto, yo cocinaba y lavaba los platos. Entretanto, todos nos metíamos en todo. Una noche tuvo lugar una gran fiesta en casa de los Rawlins. La madre se había ido de viaje. Ray Rawlins llamó a toda la gente que conocía diciendo que trajera whisky; después buscó chicas en su libreta de direcciones. La mayor parte de las conversaciones con ellas las mantuve yo. Apareció un montón de chicas. Telefoneé a Carlo para saber lo que estaba haciendo Dean en aquel momento. Dean iría por casa de Carlo a las tres de la madrugada. Yo fui allí después de la fiesta.
El apartamento del sótano de Carlo estaba en una vieja casa de ladrillo rojo de la calle Grant cerca de una iglesia. Se entraba por un callejón, bajabas unos escalones de piedra, abrías una vieja puerta despintada, y entrabas en una especie de bodega hasta llegar a la puerta del apartamento. Este era igual que la habitación de un santón ruso: una cama, una vela encendida, paredes de piedra que rezumaban humedad, y un improvisado icono que él mismo se había fabricado. Me leyó sus poemas. Uno se titulaba «Desaliento en Denver». Carlo se despertaba por la mañana y oía las «vulgares palomas» arrullarse en la calle junto a su celda; veía los «tristes ruiseñores» agitándose en la ramas y le recordaba a su madre. Una mortaja gris caía sobre la ciudad. Las montañas, las magníficas Rocosas que se podían ver al Oeste desde cualquier parte de la ciudad, eran «papier mâché». El universo entero estaba loco y era un disparate y extremadamente raro. Llamaba a Dean «hijo del arco iris» que soportaba su tormento con el agonizante pene. Hablaba de él como de «Edipo Eddie» que tenía que «raspar el chicle de los cristales de las ventanas». Estaba gestando en su sótano un enorme diario en el que registraba todo lo que sucedía diariamente: todo lo que Dean hacía y decía.
Dean llegó a la hora fijada.
– Todo va bien -anunció-. Voy a divorciarme de Marylou y casarme con Camille y me iré a vivir con ella a Frisco. Pero eso será después de que tú y yo, querido Carlo, vayamos a Texas, nos reunamos con el viejo Bull Lee, ese tipo tan ido al que todavía no conozco y del que ambos me habéis contado tantas cosas, y después me iré a San Francisco.