– ¡Hostias, Dean! Me voy al asiento de atrás, no puedo soportar esto más, no puedo mirar.
– ¡Ji-Ji-Ji! -se burló Dean y adelantó a un coche en un puente muy estrecho y levantó una nube de polvo y siguió su marcha. Salté al asiento de atrás y me dispuse a dormir. Uno de los chicos saltó delante para divertirse. Aquella mañana se apoderaron de mí terribles horrores; estaba seguro de que íbamos a chocar y me tumbé en el suelo y cerré los ojos y traté de dormir. Cuando era marinero solía pensar en las olas que pasaban por debajo del casco y en las insondables profundidades de más abajo… ahora sentía la carretera medio metro debajo, desplegándose y volando y silbando a una velocidad increíble a través del ruidoso continente con aquel loco Ahab al volante. En cuanto cerraba los ojos lo único que veía era la carretera desplegándose en mi interior. Cuando los abría veía sombras relampagueantes de árboles vibrando en el suelo del coche. No había modo de escapar. Me resigné a lo que fuera. Y Dean seguía conduciendo sin pensar en dormir hasta que llegásemos a Chicago. Por la tarde pasamos de nuevo por el viejo Des Moines. Aquí, claro está, nos encontramos con mucho tráfico y tuvimos que aminorar la marcha y yo volví al asiento delantero. Se produjo un extraño y patético accidente. Un negro gordo iba con toda su familia en un sedán delante de nosotros; del parachoques trasero colgaba una de esa bolsas de lona para agua que venden en el desierto a los turistas. Dean iba hablando con los chicos y, sin darse cuenta, embistió contra la bolsa a unos ocho kilómetros por hora, y la bolsa estalló como una caldera y lo salpicó todo de agua. No se produjeron más daños, exceptuado el parachoques que se había abollado un poco. Dean y yo bajamos a hablar con el negro. El resultado fue un intercambio de direcciones y un poco de conversación, y Dean no quitó los ojos de la mujer del tipo cuyos hermosos pechos morenos apenas quedaban ocultos por una fina blusa de algodón.
– Claro, claro -dimos al negro la dirección de nuestro potentado de Chicago y seguimos.
Cuando salíamos de Des Moines nos persiguió un coche de la policía con la sirena sonando que nos ordenó parar.
– ¿Qué pasa ahora?
– ¿Tuvieron ustedes un accidente hace un momento? -dijo un policía apeándose.
– ¿Accidente? Rompimos una bolsa de agua a un tipo en el cruce.
– Dijo que habían chocado contra él unos individuos que iban en un coche robado.
Fue una de las pocas veces que Dean y yo vimos actuar a un negro como un loco y un miserable. Nos sorprendió tanto que nos echamos a reír. Tuvimos que seguir al coche patrulla hasta la comisaría y pasar una hora tumbados en la yerba mientras telefoneaban a Chicago y hablaban con el dueño del Cadillac y comprobaban nuestra condición de chóferes alquilados. El potentado dijo, según el policía: «Sí, es mi coche, pero no respondo de lo que esos chicos hayan hecho.» Y el policía: «Tuvieron un pequeño accidente en Des Moines.» Y el dueño del Cadillac: «Sí, ya me lo ha dicho… pero lo que yo quiero decir es que no respondo de lo que hayan hecho en el pasado.»
Todo quedó aclarado y seguimos. Newton, Iowa… era donde yo había dado aquel paseo al amanecer en 1947. Por la tarde cruzamos una vez más por el agobiante Davenport y el Mississippi con muy poca agua en su lecho de aserrín; después Rock Island, con unos minutos de mucho tráfico, un sol que enrojecía y repentinos panoramas de agradables afluentes que fluían entre los árboles mágicos y los respladores verdes de Illinois. Todo comenzaba a parecerse de nuevo al suave y dulce Este; el enorme y seco Oeste estaba liquidado. El estado de Illinois se desplegó ante mis ojos en un vasto movimiento que duró unas cuantas horas mientras Dean seguía embalado a la misma velocidad. Estaba cansado y corría más riesgos que nunca. Al cruzar un estrecho puente sobre uno de aquellos agradables riachuelos se precipitó en una situación casi irremediable. Delante de nosotros iban dos coches bastante lentos; en sentido contrario venía un enorme camión con remolque cuyo conductor estaba calculando el tiempo que les llevaría cruzar el puente a los dos coches lentos, y según sus cálculos, cuando él llegara al puente, los coches ya lo habrían cruzado. En el puente no había sitio para el camión y ningún otro coche que viniera en la otra dirección. Detrás del camión se asomaban varios coches esperando la oportunidad de adelantarle. Delante de los coches lentos había más coches que también iban despacio. La carretera estaba abarrotada y todos estaban impacientes. Dean se lanzó sobre todo esto a ciento setenta y cinco kilómetros por hora sin la menor vacilación. Adelantó a los coches lentos, hizo una ese, casi pega contra la barandilla izquierda del puente, siguió adelante a la sombra del enorme camión, dobló bruscamente a la derecha, casi tocó la rueda delantera izquierda del camión, faltó muy poco para que chocase contra el primero de los coches lentos, aceleró para adelantarlo, y después tuvo que volver a la fila porque detrás del camión había salido otro coche impaciente, todo en cuestión de un par de segundos, como un rayo y dejando tras de sí una nube de polvo en lugar de un espantoso choque múltiple con coches mirando en todas direcciones y el enorme camión volcado en la roja tarde de Illinois con sus campos de ensueño. Tampoco conseguía olvidar que un famoso clarinetista bop había muerto recientemente en un accidente de coche en Illinois, probablemente en un día como éste. Volví al asiento de atrás.
Los chicos también seguían atrás. Dean estaba decidido a llegar a Chicago antes de la noche. En un paso a nivel cogimos a un par de vagabundos que reunieron medio dólar entre los dos para gasolina. Un momento antes se encontraban sentados entre montones de traviesas del ferrocarril apurando los últimos tragos de una botella de vino, y ahora estaban en un Cadillac manchado de barro pero extraordinario de todas formas que iba a Chicago a una velocidad pasmosa. De hecho, el más viejo de los dos que iba sentado junto a Dean nunca apartaba los ojos de la carretera y, puedo asegurarlo, rezaba sus humildes oraciones de vagabundo.
– Vaya -dijeron-,nunca nos imaginamos que íbamos a llegar a Chicago tan pronto.
Cuando pasábamos por los amodorrados pueblos de Illinois, donde la gente es tan consciente de las bandas de Chicago que pasan igual que nosotros en coches grandísimos, resultábamos extraños de ver; todos sin afeitar, el conductor con el pecho al aire, dos vagabundos, yo mismo en el asiento trasero, cogido a una abrazadera y con la cabeza reclinada en un almohadón mirándolo todo con aire imperioso… justo como una nueva banda de California que venía a disputar los despojos de Chicago, una banda de desesperados que se habían escapado de las cárceles de Utah. Cuando nos detuvimos a por coca-colas y gasolina en la estación de servicio de un pequeño pueblo la gente vino a vernos pero no dijeron ni una palabra, y creo que tomaron mentalmente nota de nuestras señas personales y estatura para caso de futura necesidad. Para hacer la operación con la chica que atendía la estación, Dean se echó simplemente su camiseta por encima de los hombros y fue seco y expeditivo como de costumbre y volvió rápidamente al coche y en seguida rodábamos de nuevo a toda velocidad. Pronto empezó a volverse púrpura el rojo del cielo, el último de los encantadores ríos relampagueó, y vimos delante de nosotros los distantes humos de Chicago. Habíamos ido de Denver a Chicago, pasando por el rancho de Ed Wall, en total unos 1.300 kilómetros, en exactamente diecisiete horas, sin contar las dos horas en la zanja, las tres en el rancho y las dos en la comisaria de policía de Newton, Iowa, lo que significa una media de unos ciento treinta kilómetros por hora, con un solo conductor. Lo que constituye una especie de récord demente.
10
El gran Chicago resplandecía rojo ante nuestros ojos. De repente nos encontrábamos en la calle Madison entre grupos de vagabundos, algunos tumbados en la calle con los pies en el borde de la acera, y otros cientos bullendo a la entrada de los saloons y callejas.
– ¡Vaya! ¡Vaya! Mira bien, Sal, porque el viejo Dean Moriarty quizá esté por casualidad este año en Chicago.
Dejamos a los vagabundos en esta calle y seguimos hacia el centro de Chicago. Tranvías chirriantes, vendedores de periódicos, chicas guapas, olor a comida y a cerveza en el aire, neones haciendo guiños.
– Estamos en la gran ciudad, Sal. ¡Maravilloso!
Lo primero que teníamos que hacer era aparcar el Cadillac en un sitio oscuro y lavarnos y vestirnos para la noche. Calle adelante, frente al albergue juvenil, encontramos una calleja entre edificios de ladrillo rojo y allí dejamos el Cadillac con el morro en dirección a la calle y listo para salir, después seguimos a los chicos hasta el albergue juvenil, donde cogieron una habitación y nos dejaron utilizar los servicios durante una hora. Dean y yo nos afeitamos y nos duchamos. Me cayó al suelo la cartera en el vestíbulo, Dean la cogió y ya se la iba a guardar cuando se dio cuenta de que era nuestra y se quedó muy decepcionado. Después dijimos adiós a los chicos, que estaban muy contentos de haber llegado enteros, y salimos a comer algo a una cafetería. El viejo Chicago pardo con sus extraños tipos semi del Este, semi del Oeste yendo a trabajar y escupiendo. Dean se quedó en medio de la cafetería rascándose la barriga y mirándolo todo. Quiso hablar con una extraña negra de edad madura que entró en la cafetería con una historia de que no tenía dinero pero sí bollos y quería mantequilla para ellos. Había entrado moviendo mucho las caderas y la pusieron inmediatamente de patitas en la calle.