– ¡Oye! -dijo Dean-. Vamos a seguirla; la llevaremos hasta el Cadillac. ¡Menudo baile que armaremos! -pero la olvidamos y seguimos por la calle North Clark, después de una vuelta por el Loop, para ver los bares de ligue y oír bop. Y fue una noche increíble-. Tío -me dijo Dean cuando nos encontrábamos delante de un bar-, mira esta calle de la vida, a los chinos que andan por Chicago. ¡Vaya ciudad tan rara! ¡Y fíjate en esa mujer de la ventana!, fíjate, fíjate cómo se le ven los pechos saliéndose por el escote del camisón, y vaya ojos tan grandes. Sal, tenemos que movernos y no pararnos hasta que lo consigamos.
– ¿Y adónde vamos, tío?
– No lo sé, pero tenemos que movernos.
En esto llegó un grupo de jóvenes músicos bop que sacaron sus instrumentos de unos coches. Entraron en un saloon y les seguimos. Se instalaron y empezaron a tocar. ¡Ya empezábamos! El líder era un tipo alto, algo encorvado, de pelo rizado, un saxo tenor de boca apretada, estrecho de hombros, con una camisa sport, fresco en la calurosa noche, con el desenfreno escrito en sus ojos, que cogió su instrumento y lo miraba frunciendo el ceño y tocaba fría y complicadamente y marcaba el ritmo con el pie como para captar ideas y se agachaba para evitar otras.
– ¡Toca! -decía con toda tranquilidad cuando les correspondía hacer solos a los otros muchachos. También estaba Prez, un fornido y guapo rubio que parecía un boxeador pecoso, vestido minuciosamente con un traje de sarga y el cuello de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata deshecho como indicando despreocupación, mientras sudaba y levantaba su instrumento y tocaba en un tono muy parecido al del propio Lester Young.
– Ves, tío, Prez tiene las preocupaciones técnicas de un músico que quiere hacer dinero, es el único que va bien vestido, fíjate cómo le preocupa no salirse de tono, aunque el líder, ese tipo tan frío, le diga que no se preocupe y se limite a tocar… de lo único que debe preocuparse es del sonido y la exuberancia de la música. Es un artista. Está enseñando al joven Prez, el boxeador. ¡Mira ahora a los otros!
El otro saxo era un alto, tenía unos dieciocho años, era un negro frío y contemplativo, un joven a lo Charlie Parker con aspecto de estudiante, la boca muy grande, más alto que los demás, serio. Levantaba su saxo y tocaba tranquila y pensativamente y obtenía frases de pájaro y una arquitectura lógica musical a lo Miles Davis. Eran los hijos de los grandes innovadores del bop.
Una vez hubo un Louis Amstrong que tocaba sus hermosas frases en el barro de Nueva Ordenas; antes que él, estaban los músicos locos que habían desfilado en las fiestas oficiales y convertido las marchas de Sousa en ragtime. Después estaba el swing, y Roy Eldridge, vigoroso y viril, que tocaba la trompeta y sacaba de ella todas las ondas imaginables de potencia y lógica y sutileza… miraba su instrumento con ojos resplandecientes y amorosa sonrisa y transmitía con él al mundo del jazz. Después había llegado Charlie Parker, un niño en la cabaña de su madre en Kansas City, que tocaba su agudo alto entre los troncos, que practicaba los días lluviosos, que salía para escuchar el viejo swing de Basie y Benny Molten, en cuya banda estaban Hot Lips Page y los demás… Charlie Parker dejó su casa y fue a Harlen y conoció al loco de Thelonius Monk y al más loco aún de Gillespie… Charlie Parker en sus primeros tiempos cuando flipeaba y daba vueltas mientras tocaba. Era algo más joven que Lester Young, también de Kansas City, ese lúgubre y santo mentecato en quien queda envuelta toda la historia del jazz; mientras mantuvo el saxo tenor en alto y horizontal era el más grande tocándolo, pero a medida que le fue creciendo el pelo y se volvió perezoso y despreocupado, el instrumento cayó cuarenta y cinco grados, hasta que finalmente cayó del todo y hoy lleva zapatos de suelas muy gruesas y no puede sentir las aceras de la vida y apoya el saxo contra el pecho y toca fríamente y con frases muy fáciles. Esos eran los hijos de la noche bop americana.
Extrañas flores, sin embargo… porque mientras el negro del alto meditaba por encima de la cabeza de todos con gran dignidad, el joven alto, delgado y rubio de la calle Curtis, de Denver, con pantalones vaqueros y cinturón con tachuelas, chupaba la boquilla del instrumento mientras esperaba a que los demás terminaran; y cuando lo hacían, empezaba y tenías que mirar a todas partes para descubrir de donde venía el solo, porque salía de una boca que sonreía angelicalmente junto a la boquilla y era un solo dulce, suave, de cuento de hadas. Solitario como América, un sonido desgarrador en la noche.
¿Qué decir de los otros y de todo aquel ruido? Estaba el bajista, un tipo pelirrojo y nervioso de ojos fulgurantes, que golpeaba las caderas contra el instrumento a cada impulso y que, en los momentos más calientes, tenía la boca abierta y como en trance.
– Tío, ahí tienes a uno capaz de dominar a una mujer.
El baterista triste, igual que nuestro hipster de la calle Folsom de Frisco, estaba completamente pasado; mirada perdida; mascaba chicle, ojos abiertos de par en par, moviendo el cuello en una especie de éxtasis. El pianista, era un fornido camionero italiano con manos gruesas, de potente y taciturna alegría. Tocaron una hora. Nadie escuchaba. Los vagabundos de la vieja North Clark dormitaban en el bar, las putas gritaban enfadadas. Chinos misteriosos se escurrían en silencio. Los ruidos de quienes buscaban plan o ligue se interferían. Siguieron tocando. Afuera en la acera se produjo una aparición: un chaval de unos dieciséis años, con perilla y la maleta de un trombón. Delgado como una paja y con cara de loco, quería unirse al grupo y tocar con ellos. Lo conocían y no lo admitieron. Se metió en el bar sin que nadie se diera cuenta y sacó el trombón y se lo llevó a los labios. No le dieron oportunidad. Terminaron, recogieron sus cosas, y se fueron a otro bar. Aquel delgadísimo chaval de Chicago quería tocar. Se ajustó las gafas oscuras, se llevó el trombón a los labios y soltó un "¡Booou!", Después corrió detrás de los otros músicos. No querían que tocara con ellos.
– Todos estos chicos viven con su abuela lo mismo que Tom Snark y que aquel que tocaba el saxo alto y se parecía a Carlo Marx -dijo Dean. Corrimos detrás de la banda. Fueron al club de Anita O'Day y sacaron los instrumentos y tocaron hasta las nueve de la mañana. Dean y yo estuvimos allí todo el rato bebiendo cerveza.
En los descansos corríamos al Cadillac y andábamos arriba y abajo por todo Chicago intentando ligarnos unas chavalas. Pero se asustaban ante nuestro enorme coche, marcado, profético. En su loco frenesí, Dean bajaba a besuquear las bocas de riego y se reía como un maniático. Hacia las nueve el coche era un auténtico desastre; los frenos ya no funcionaban; los guardabarros estaban abollados; los pistones rateaban. Dean no conseguía detenerlo ante los semáforos rojos; se agitaba convulsivamente sobre la calzada. Era el precio de la noche. Era un trasto cubierto de barro y no un maravilloso coche resplandeciente.
– ¡Vamos! Los chicos esos siguen tocando en el Neets.
De pronto, Dean miró en la oscuridad de un rincón más allá del estrado de la orquesta y dijo:
– Sal, Dios ha llegado.
Miré. Era el mismísimo George Shearing. Y como siempre inclinaba su rostro ciego sobre su pálida mano; sus orejas se abrieron como las de un elefante para escuchar los sonidos americanos y adaptarlos a su propio sonido de noche de verano inglesa. Después le invitaron a subir y le insistieron para que tocara. Lo hizo. Tocó innumerables temas con asombrosos acordes que subían más y más hasta que el sudor salpicó todo el piano y todos escucharon con respeto y asustados. Le retiraron de la plataforma al cabo de una hora. Volvió a su rincón oscuro, aquel viejo dios de Shearing, y los chicos dijeron:
– No queda nada que hacer después de esto, -pero el líder frunció el entrecejo y añadió:
– En cualquier caso, vamos a tocar.
Algo saldría aún. Siempre hay algo más, un poco más, la cosa nunca se termina. Intentaron encontrar frases nuevas después de las exploraciones de Shearing; hacían grandes esfuerzos. Se retorcieron y angustiaron y soplaron. De vez en cuando un grito armónico limpio proporcionaba nuevas sugerencias a un tema que quería ser el único tema del mundo y que haría que las almas de los hombres saltaran de alegría. Lo encontraban, lo perdían, hacían esfuerzos buscándolo, volvían a encontrarlo, se reían, gemían… y Dean sudando en la mesa y diciéndoles que siguieran, que siguieran, que siguieran. A las nueve de la mañana todo el mundo: músicos, chicas, camareros, y el pequeño y delgado trombonista tan desgraciado, salió del club al gran estrépito diurno de Chicago para dormir hasta que comenzara de nuevo la salvaje noche bop.
Dean y yo nos estremecimos. Había llegado la hora de devolver el Cadillac a su dueño que vivía en un ostentoso apartamento de Lake Shore Drive con un enorme garaje atendido por negros manchados de grasa. Fuimos allí y dejamos aquel montón de barro en su sitio. El mecánico no reconoció el Cadillac. Le dimos la documentación. Se quedó rascándose la cabeza al ver el coche. Teníamos que largarnos en seguida. Y eso hicimos. Cogimos un autobús de vuelta al centro de Chicago y eso fue todo. Y nunca volvimos a saber nada de nuestro potentado de Chicago acerca del estado de su coche, y eso que tenían nuestras direcciones y podía haberse quejado.
11
Era hora de que nos moviéramos. Cogimos un autobús a Detroit. Nuestro dinero bajaba. Cargamos con nuestro miserable equipaje por la estación. Por entonces el vendaje del dedo de Dean estaba negro como el carbón y todo deshecho. Teníamos el aspecto miserable que tendría cualquiera que hubiera hecho las cosas que habíamos hecho. Dean se quedó dormido en el autobús que recorrió el estado de Michigan. Entablé conversación con una apetecible campesina que llevaba una blusa muy escotada y exhibía parte de sus hermosos pechos tostados por el sol. Era medio idiota. Me habló de los atardeceres en el campo haciendo palomitas de maíz en el porche. En otra ocasión eso me hubiera alegrado pero como ella no estaba nada alegre cuando me lo contó, me di cuenta que era algo que hacía porque debía hacerlo, y nada más.