Entretanto Dean y yo fuimos a pasear por las calles de la parte mexicana de San Antonio. Era un ambiente fragante y suave -el más suave que he conocido- y sombrío y misterioso y lleno de vida. De pronto de la ruidosa oscuridad surgían muchachas con pañuelos blancos. Dean se desplazaba lentamente sin decir ni palabra.
– ¡Oh, esto es demasiado maravilloso para hacer nada! -susurró-. Vamos a seguir paseando y viéndolo todo. ¡Mira! ¡Mira! Unos billares.
Entramos. Una docena de chavales estaban jugando al billar en tres mesas; todos eran mexicanos. Dean y yo compramos unas coca-colas y metimos unas monedas en la máquina de discos y oímos a Wynonie Blues Harris y a Lionel Hampton y a Lucky Millinder y nos movimos un poco. Entretanto Dean me dijo que me fijara en algo.
– Oye, mira con disimulo y mientras escuchamos a Wynonie hablar del pastel que hace su novia y respiramos este fragante aire, como tú dices, observa a ese chico, al tullido de la mesa uno, es el blanco de todas las bromas, ¿lo ves?, lo ha sido toda la vida. Los otros chicos no tienen piedad, pero lo quieren.
El tullido era una especie de enano deforme con un hermoso rostro demasiado grande en el que respaldecian unos enormes ojos castaños.
– ¿No lo ves. Sal? Es un Tom Snark mexicano de San Antonio. Es igual en todas partes. ¿Ves cómo le pegan en el culo con el taco? ¡Ja, ja, ja! Escucha cómo se rien. ¿Ves?, quiere ganar, ha apostado algo. ¡Fíjate! ¡Fíjate! -y vimos cómo el enano angélico apuntaba cuidadosamente. Falló. Los otros se rieron mucho-. Fíjate, tío -dijo Dean- ¡fíjate bien! -habían agarrado al chico por el cuello y lo estaban zarandeando en broma. Chillaba. Se alejó orgullosamente y se sumergió en la noche pero no sin antes lanzar una mirada avergonzada, dulce-. Tío, cómo me gustaría saber cosas de ese chaval, lo que piensa, con qué chicas anda… tío, este aire me pone alto. -Salimos y paseamos por varias calles oscuras y misteriosas. Muchas casas se escondían detrás de pequeños jardines que eran todo verdor, casi una jungla; vimos fugazmente a chicas en las habitaciones delanteras, chicas en los porches, chicas con chicos entre los arbustos-. Nunca había estado en este loco San Antonio. Imagínate lo que será México. ¡Vamonos! ¡Vamonos! -Corrimos de regreso al hospital. Stan estaba listo y dijo que se encontraba mucho mejor. Le echamos el brazo por encima del hombro y le contamos todo lo que habíamos hecho.
Y ahora estábamos dispuestos a recorrer los doscientos cincuenta kilómetros hasta la mágica frontera. Saltamos al coche y nos fuimos. Estaba tan cansado que me dormí todo el camino hasta Laredo y no me desperté hasta que aparcaron el coche frente a un restaurante a las dos de la madrugada.
– ¡Ah! -suspiró Dean-, el final de Texas, el final de América, nada sabemos ya.
Hacía un calor tremendo; sudábamos a mares. No había humedad ni un soplo de aire, nada excepto billones de moscas revoloteando alrededor de las bombillas y el rancio olor de un cercano río caliente en la noche: el río Grande que nace en los frescos y pequeños valles de las Montañas Rocosas y termina formando valles enormes y mezclando sus calores con los barros del Mississippi en el gran Golfo.
Laredo era un pueblo siniestro aquella mañana. Todo tipo de taxistas y ratas de la frontera andaban por allí en busca de negocio. No había mucho que hacer; era demasiado tarde. Estábamos en el culo de América donde se reúnen todos los rufianes, donde tienen que ir los desviados para estar cerca de otro sitio específico al que pueden deslizarse sin que nadie lo note. El contrabando circulaba bajo el pesado aire dulzón. Los policías, congestionados y sombríos y sudorosos, no fanfarroneaban. Las camareras estaban sucias y de mal humor. Un poco más allá se notaba la enorme presencia de todo México y casi se olía el billón de tortillas friéndose y soltando humo en la noche. No teníamos ni idea de qué sería realmente México. Estábamos de nuevo al nivel del mar y cuando intentamos comer algo nos costó trabajo tragarlo. De todos modos, lo envolvimos en servilletas para comerlo durante el viaje. Nos sentíamos mal y tristes. Pero todo cambió en cuanto cruzamos el misterioso puente sobre el río y nuestras ruedas rodaron sobre suelo oficialmente mexicano, aunque de hecho se trataba de una desviación para la inspección fronteriza. Justo al otro lado de la calle empezaba México. Miramos maravillados. Para nuestro asombro, era exactamente igual que México. Eran las tres de la madrugada y tipos con sombrero de paja y pantalones blancos dormitaban por docenas apoyados en las paredes de tiendas destartaladas.
– ¡Mirad a esos tipos! -susurró Dean-. ¡Oh! -respiró con suavidad-. Espera, espera…
Salieron unos funcionarios mexicanos, sonreían y nos rogaron que les mostrásemos nuestro equipaje. Lo hicimos. No podíamos apartar los ojos del otro lado de la calle. Deseábamos ir allí y perdernos en aquellas misteriosas calles españolas. Sólo era Nuevo Laredo pero nos parecía la Sagrada Lhasa.
– Tío, ésos están levantados toda la noche -susurró Dean.
Nos apresuramos a presentar nuestros pasaportes. Nos previnieron de que no bebiéramos agua del grifo ahora que estábamos al otro lado de la frontera. Los mexicanos registraron nuestro equipaje por puro formulismo. No parecían policías para nada. Eran perezosos y amables. Dean no dejaba de mirarlos. Se volvió hacia mí.
– Fíjate cómo es la pasma en México. ¡No puedo creerlo! -se frotó los ojos-. Debo estar soñando.
Llegó el momento de cambiar nuestro dinero. Vimos pilas de pesos encima de una mesa y nos enteremos de que ocho equivalían a un dólar americano, o algo así. Cambiamos la mayor parte de nuestro dinero y metimos en el bolsillo encantados aquel montón de billetes.
5
Entonces volvimos nuestras caras hacia México tímidos y maravillados mientras aquellas docenas de tipos mexicanos nos observaban desde debajo de las secretas alas de sus sombreros. Más allá había música y restaurantes abiertos toda la noche con humo saliendo por las puertas.
– ¡Vaya! ¡Vaya! -susurró Dean muy suavemente.
– ¡Es todo! -dijo un funcionario mexicano sonriente que hablaba en inglés-. Todo arreglado, muchachos. Podéis seguir. Bien venidos a México. Que os divertáis. Cuidado con el dinero. Conducid con cuidado. Os lo digo personalmente, soy Red, todo el mundo me llama Red. Preguntad por Red. Buen provecho. Nada de preocupaciones. Todo está bien. No es difícil divertirse en México.
-¡Sí! * -respondió Dean estremeciéndose y cruzamos la calle y entramos en México muy suavemente.
Dejamos el coche aparcado y los tres nos internamos por las calles españolas hacia aquella mezcla de luces mortecinas. Había viejos tomando el fresco sentados en sillas y parecían yonquis orientales. De hecho nadie nos miraba, pero todos estaban atentos a lo que hacíamos. Doblamos hacia la izquierda y entramos en un restaurante lleno de humo donde había música de guitarra en una máquina de discos americana de los años treinta. Taxistas mexicanos en mangas de camisa y tipos mexicanos con sombrero de paja estaban sentados en taburetes devorando masas informes de tortillas, judías, tacos y mil cosas más. Pedimos tres botellas de cerveza fría -cerveza* es el nombre de la cerveza- y nos costaron unos treinta céntimos mexicanos o diez céntimos americanos cada una. También compramos unos paquetes de pitillos mexicanos a seis centavos cada uno. Mirábamos y mirábamos asombrados aquel dinero mexicano que nos permitía tantas cosas, y jugueteábamos con él y mirábamos a todas partes y sonreíamos a todo el mundo. A nuestras espaldas quedaba América entera y todo lo que Dean y yo habíamos conocido previamente de la vida en general, y de la vida en la carretera. Al fin habíamos encontrado la tierra mágica al final de la carretera y nunca nos habíamos imaginado hasta dónde llegaba esta magia.
– Piensa en estos tipos que están levantados toda la noche -susurró Dean-. Y piensa en ese enorme continente que se abre delante de nosotros con esas enormes montañas de Sierra Madre que hemos visto en el cine, y en las selvas que hay por ahí abajo, y en esa meseta desierta tan grande como la nuestra y que llega hasta Guatemala y hasta Dios sabe dónde. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¡Movámonos!
– Nos levantamos y volvimos al coche. Una última mirada a América por encima de las potentes luces del puente sobre el río Grande. Luego le volvimos la espalda y el parachoques y nos lanzamos hacia adelante.
Un instante después estábamos en el desierto y no había ni una luz ni un coche en los ochenta kilómetros de llanuras que siguieron. Y precisamente entonces amanecía sobre el golfo de México y empezamos a ver formas fantasmales de yucas y cactos por todas partes.
– ¡Qué país tan salvaje! -grité. Dean y yo estábamos completamente despiertos. En Laredo estábamos muertos de cansancio. Stan, que ya había estado en el extranjero antes, dormía tranquilamente en el asiento de atrás. Dean y yo teníamos a México entero delante de nosotros.
– Ahora, Sal, estamos dejándolo todo atrás y entrando en una nueva y desconocida fase de las cosas. Tantos años y problemas y juergas… ¡y ahora esto! No hay que pensar en nada más, sólo hay que seguir con la cabeza bien alta, así, ya lo ves, y comprender el mundo como, hablando propiamente, tantos otros americanos lo han comprendido antes que nosotros… anduvieron por aquí… ¿no es cierto? La guerra contra México. Pasaron por aquí con cañones.
– Esta carretera -le respondí-, es también la ruta de los antiguos forajidos americanos que se escurrían a través de la frontera y bajaban hasta el viejo Monterrey, así que si miras el desierto que ya empieza a clarear puedes imaginarte a uno de aquellos pistoleros de Tombstone galopando hacia lo desconocido, comprenderás así que…
– ¡Esto es el mundo! -interrumpió Dean-. ¡Dios mío! -golpeó el volante-. ¡Esto es el mundo! Podemos seguir a Sudamérica si esta carretera lleva hasta allí. ¡Piensa en eso! ¡Hijoputa! ¡Cagoendiós! -aceleramos la marcha. Amaneció rápidamente y empezamos a ver la blanca arena del desierto y algunas chozas alejadas de la carretera. Dean aminoró un poco la marcha para contemplarlas-. ¡Auténticas chozas miserables!, tío, de esas que sólo se encuentran en el Valle de la Muerte, e incluso mucho peores. Esta gente no se preocupa de las apariencias.