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De pronto, Víctor nos sacudió furiosamente por los brazos y nos hizo gestos frenéticos.

– ¿Qué pasa?

Hizo de todo tratando de que le entendiéramos. Finalmente corrió a la barra y arrancó la cuenta de las manos del encargado, que lo miró enfadado, y nos la enseñó. Se elevaba a más de trescientos pesos o treinta y seis dólares americanos, lo que es un montón de dinero para cualquier casa de putas. No podíamos calmarnos, ni tampoco irnos, y aunque estábamos agotados, todavía queríamos seguir con nuestras guapísimas chicas en aquel extraño paraíso árabe que por fin habíamos encontrado al final de la dura, durísima carretera. Pero se hacía de noche y teníamos que terminar con aquello; Dean se dio cuenta y empezó a poner mala cara y a meditar y a meditar y a intentar encontrar una solución, y por fin yo lancé la idea de que debíamos de largarnos ya de una vez por todas.

– Nos esperan tantas cosas, tío, que no importará nada.

– ¡Tienes razón! -exclamó Dean con los ojos vidriosos volviéndose hacia la venezolana. Esta había perdido el sentido y estaba tumbada en un banco de madera con sus blancas piedras asomando entre la seda. El público de las ventanas disfrutaba del espectáculo; detrás de él se acentuaban unas sombras rojizas, y desde alguna parte llegó el llanto de un niño, y de pronto recordé que después de todo estaba en México y no en una fantasía pornográfica de hashish en el cielo.

Salimos tambaleándonos; habíamos olvidado a Stan; corrimos dentro y le encontramos saludando amablemente a las putas del turno de noche que acababan de llegar. Quería empezar otra vez. Cuando se emborracha se mueve pesadamente como si midiera tres metros y no hay quien lo aparte de las mujeres. Además las mujeres se pegan a él como la yedra. Insistía en quedarse y follar con algunas de aquellas nuevas, extrañas y expertas señoritas. Dean y yo lo sacamos a empujones mientras él dedicaba cordiales saludos a todos: a las chicas, a los policías, a la gente y a los niños que estaban fuera. Mandó besos en todas direcciones para responder a las ovaciones de la gente de Gregoria y anduvo orgullosamente entre los grupos tratando de hablar con todo el mundo y de comunicarles la alegría y cariño que sentía hacia todo en este agradable atardecer de la vida. Todos se reían; algunos le daban palmadas en la espalda. Dean corrió y pagó a los policías los cuatro pesos y les estrechó la mano y sonrió y se despidió con inclinaciones de cabeza. Luego saltó al coche y las chicas que habíamos conocido, incluida Venezuela que fue despertada para la despedída, se reunieron alrededor del coche apenas cubiertas por sus leves prendas y nos dijeron adiós y nos besaron y Venezuela hasta lloró… no por nosotros, eso lo sabíamos, no del todo por nosotros, pero sí en parte. Mi amor, mi mulata había desaparecido en las sombras del interior. Todo había terminado. Nos largamos y dejamos detrás alegrías y despedidas y cientos de pesos. El obsesionante mambo nos siguió todavía un largo trecho. Todo había terminado.

– ¡Adiós Gregoria! -gritó Dean mandando un beso.

Víctor estaba orgulloso de nosotros y orgulloso de sí mismo.

– Y ahora, ¿qué tal un baño? -preguntó. Sí, todos queríamos un baño maravilloso.

Y nos condujo al sitio más extraño del mundo: era una casa de baños normal y corriente parecida a las americanas, a kilómetro y medio del pueblo, junto a la carretera, llena de chicos chapoteando en una piscina y duchas en el interior de un edificio de piedra que costaban unos cuantos centavos, con jabón y toalla incluidos. Además de esto, había un triste parque infantil con columpios y un tiovivo estropeado, y a la luz rojiza del sol poniente parecía extraño y hermoso. Stan y yo cogimos las toallas y nos metimos debajo de una ducha de agua helada y salimos frescos y como nuevos. Dean no se molestó en ducharse, y lo vimos pasear por aquel triste parque con Víctor cogido del brazo y hablando animadamente y doblándose encima de él excitado para subrayar algo, y hasta golpeándose la palma con el puño. Luego volvieron a pasear cogidos del brazo. Había llegado el momento de decir adiós a Víctor, así que Dean aprovechaba la ocasión para estar a solas con él, inspeccionar aquel parque y formarse una opinión sobre las cosas como sólo él sabía hacerlo.

Ahora que teníamos que irnos Víctor estaba muy triste.

– ¿Volverán a Gregoria a visitarme?

– Claro que sí, tío -incluso le prometimos llevarle con nosotros a los Estados Unidos si quería. Víctor dijo que tendría que pensarlo.

– Tengo mujer e hijo… y no tengo dinero… ¿comprenden? -Su dulce y educada sonrisa resplandeció en el rojo crepúsculo mientras nos despedíamos con la mano desde el coche. A su espalda quedaban el triste parque y los niños.

6

Nada más salir de Gregoria la carretera empezó a descender, a ambos lados se alzaban grandes árboles y, como oscurecía, oímos el ruido de billones de insectos que hacían un sonido constante.

– ¡Vaya! -dijo Dean, y encendió los faros y no funcionaban-. ¿Qué pasa? ¡Coño! ¿Qué hostias pasa? -y golpeó enfadado el salpicadero-. Tendremos que ir a través de la selva sin luces, ¡fijaos qué horror! Sólo veré cuando venga otro coche y por aquí no hay coches. Y tampoco luces, claro. ¿Qué coño podemos hacer?

– Podemos seguir. Aunque quizá fuera mejor volver…

– ¡No! ¡Nunca! ¡Nunca! Seguiremos. Casi no puedo ver la carretera. Pero seguiremos.

Y salimos disparados por aquella oscuridad entre el chirrido de los insectos, y un olor intenso, rancio, casi a podrido, y recordamos y comprobamos que en el mapa se indicaba que inmediatamente después de Gregoria empezaba el Trópico de Cáncer.

– Estamos en un trópico nuevo -gritó Dean-, No es de extrañar este olor. ¡Oledlo!

Saqué la cabeza por la ventanilla; varios bichos me chocaron contra la cara: un agudo e intenso chirrido llegó hasta mí en el momento en que levanté la cabeza. De repente los faros funcionaban de nuevo y perforaron las sombras de adelante, iluminando la solitaria carretera que discurría entre sólidos muros de frondosos y retorcidos árboles de más de treinta metros de altura.

– ¡Qué hijoputa! -gritaba Stan en el asiento de atrás-. ¡Qué cabronazo! -Todavía estaba alto. Sí, de pronto comprendimos que seguía alto y que la selva y las dificultades carecían de importancia para él. Nos echamos a reír todos.

– ¡A tomar por el culo todo! Nos lanzaremos a través de esta maldita selva. Esta noche dormiremos en ella, ¡vamos allá! -gritaba Dean-. Stan está perfectamente. A Stan no le importa nada. Está tan alto con aquellas tías y con la tila y aquel mambo increíble que sigue sonándome en los oídos, que todo se la trae floja. Está tan alto que por una vez en su vida sabe realmente lo que está haciendo -nos quitamos las camisas y avanzamos a través de la jungla desnudos de medio cuerpo para arriba. Ningún pueblo, nada, sólo selva, kilómetros y kilómetros, siempre hacia abajo. Y cada vez hacía más calor, y los insectos sonaban más alto y la vegetación se espesaba, el olor se volvía más denso y rancio hasta que nos acostumbramos a él y terminó por gustarnos.

– Me gustaría desnudarme y revolearme por esta selva -dijo Dean-. ¡Sí, tío, coño! Y lo voy a hacer en cuanto encuentre un buen sitio.

Y de pronto, Limón apareció ante nosotros. Era un pueblo de la jungla, unas cuantas luces mortecinas, densas sombras, enormes cielos por arriba y unos cuantos hombres frente a un grupo de cabañas. Un cruce de carreteras tropical.

Nos detuvimos entre una tranquilidad inimaginable. Hacía tanto calor como dentro del horno de un panadero una noche de junio en Nueva Orleans. A lo largo de la calle había familias enteras sentadas al aire libre, charlando tranquilamente; de vez en cuando pasaban chicas, pero todas eran muy jóvenes y sólo tenían curiosidad por ver qué aspecto teníamos. Iban descalzas y sucias. Nos apoyamos en el porche de madera de una tienda destartalada con sacos de harina y pinas frescas rodeadas de moscas sobre el mostrador. Había una lámpara de petróleo y fuera unas cuantas luces mortecinas más, y el resto era oscuridad, oscuridad y oscuridad. Estábamos tan cansados que teníamos que dormir fuera como fuera y llevamos el coche por un camino de tierra hasta las afueras del pueblo. Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba.