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– ¡Maldición! -grité al viento, y tomé otro trago, y me sentía muy bien. Cada trago era bañado por el viento en aquel camión abierto, desaparecían sus malos efectos, y los buenos penetraban en mi estómago-, ¡Cheyenne, allá voy! -canté-. Denver espera a tu chico.

Slim Montana se volvió hacia mí, señaló mis zapatos y comentó:

– Se supone que si pones esas cosas en el suelo crecerá algo, ¿no? -sin soltar ni una sonrisa, claro, y los demás al oírle se echaron a reír.

Y es que eran los zapatos más absurdos de toda América; los llevaba concretamente porque no quería que me sudaran los pies en la ardiente carretera, y excepto cuando la lluvia del Monte del Oso demostraron ser los mejores zapatos posibles para un viaje como el mío. Así que me uní a sus risas. Y los zapatos ya estaban por entonces muy gastados, las tiras de cuero de colores levantadas como rodajas de pina y mis dedos asomando a través de ellas. Bueno, tomé otro trago y me reí. Como en sueños pasamos zumbando por pequeños pueblos y cruces de carreteras que brotaban de la oscuridad y junto a largas hileras de braceros y vaqueros en la noche. Nos veían pasar con un movimiento de cabeza y nosotros les veíamos golpearse los muslos desde la renovada oscuridad del otro lado del pueblo: éramos un grupo extraño de ver.

Había un montón de hombres en el campo durante esta época del año. Los chicos de Dakota estaban inquietos.

– Creo que nos bajaremos en la próxima parada para mear; parece que por aquí hay montones de trabajo -dijo uno de ellos.

– Lo único que tenéis que hacer es dirigiros al Norte cuando se termine por aquí

– les aconsejó Montana Slim-, y seguir la cosecha hasta llegar a Canadá. -Los chicos asintieron vagamente; no parecía que les interesara demasiado aquel consejo.

Entretanto, el chico rubio fugitivo seguía sentado igual que siempre; de vez en cuando Gene abandonaba su trance budista sobre las sombrías praderas y decía algo cariñoso al oído del chico. El chico asentía. Gene cuidaba de él, de su estado de ánimo y de sus temores. Yo me preguntaba adónde coño irían y qué coño harían. No tenían pitillos. Derroché mi paquete con ellos. Me gustaban. Eran agradecidos y amables. Nunca pedían y yo seguía ofreciéndoles. Montana Slim también tenía un paquete pero nunca ofrecía. Pasamos zumbando por otro pueblo; pasamos junto a otra hilera de hombres altos y flacos con pantalones vaqueros arracimados en la penumbra como mariposas alrededor de la luz, y regresamos a la tremenda oscuridad, y las estrellas se mostraban encima puras y brillantes porque el aire se hacia gradualmente más y más tenue a medida que ascendíamos la empinada pendiente de la meseta occidental, alrededor de veinte centímetros cada kilómetro, o eso decían, y sin árboles en parte alguna que ocultaran las estrellas. Y una vez vi una vaca melancólica de cabeza blanca entre la salvia del borde de la carretera cuando pasábamos a toda prisa. Era como ir en tren, justo con la misma regularidad, justo con idéntica seguridad.

Al rato llegamos a un pueblo, aminoramos la marcha, y Montana Slim dijo:

– Hora de mear -pero los de Minnesota no pararon y siguieron a toda marcha-. ¡Joder! Tengo que hacerlo -gritaba Slim.

– Hazlo por un lado -dijo alguien.

– Bueno, lo haré -respondió él, y lentamente, observado por todos, se fue arrastrando hasta la parte de atrás de la caja agarrándose a lo que podía, hasta que las piernas le quedaron colgando fuera. Alguien golpeó la ventanilla de la cabina para llamar la atención de los hermanos. Se desplegaron sus enormes sonrisas en cuanto se volvieron. Y justo cuando Slim estaba preparado para empezar, en la posición precaria en la que se encontraba, empezaron a hacer zigzags con el camión a más de cien kilómetros por hora. Se cayó de espaldas y durante un momento vimos un surtidor de ballena en el aire; trabajosamente consiguió sentarse de nuevo. Hicieron oscilar el camión otra vez. ¡Whaam! Montana Slim cayó de costado y se puso todo perdido. Entre el ruido del motor le oíamos soltar maldiciones como gemidos de un hombre llegando desde lejanas montañas.

– ¡Cojones! ¡Me cago en la puta! -y no se daba cuenta de que lo estaban haciendo a posta mientras se esforzaba por superar la prueba, ceñudo como el mismo Job. Cuando terminó estaba empapado, y ahora tuvo que hacer el camino de vuelta, y con expresión compungida nos miraba reír a todos, excepto el melancólico chico rubio, y a los de Minnesota que se desternillaban en la cabina. Le tendí la botella para que se animara un poco.

– Conque lo estaban haciendo a propósito -dijo.

– Claro que sí.

– Bien, maldita sea, no me daba cuenta. Lo único que sabía es que también lo había hecho en Nebraska y no había tenido ni la mitad de problemas.

De repente habíamos llegado a Ogalalla, y aquí los tipos de la cabina gritaron:

– ¡A mear tocan! -con gran deleite.

Slim se quedó enfadado en el camión lamentando la oportunidad perdida. Los dos chicos de Dakota nos dijeron adiós a todos y pensaban empezar su trabajo de braceros aquí. Les vimos desaparecer en la noche en dirección a las casuchas del final del pueblo donde había luz encendida y donde, según un vigilante nocturno de pantalones vaqueros les dijo, estaban los que podían darles trabajo. Yo tenía que comprar tabaco. Gene y el chico rubio me acompañaron para estirar un poco las piernas. Llegué al lugar más perdido del mundo, una especie de solitaria discoteca de las llanuras para los quinceañeros locales. Bailaban, algunos de ellos, a la música de una máquina. Hubo un momento de silencio cuando entramos. Gene y el rubito se quedaron quietos sin mirar a nadie; lo único que querían era tabaco. Había unas cuantas chicas bastantes guapas también. Y una de ellas le puso ojos de carnero degollado al rubio y él no se dio cuenta, y si se hubiera dado cuenta no habría hecho caso; así era de triste y desamparado.

Les compré un paquete a cada uno; me dieron las gracias. El camión estaba listo para seguir. Era casi medianoche y hacía frío. Gene, que había recorrido el país más veces de las que podía contar con los dedos de manos y pies, dijo que lo mejor que podíamos hacer era meternos apretujados bajo la enorme lona o nos congelaríamos. De este modo, y con el resto de la botella, nos mantuvimos calientes mientras el aire se helaba y nos silbaba en los oídos. Las estrellas parecían volverse más y más brillantes a medida que subíamos a las grandes praderas. Ya estábamos en Wyoming. Tumbado de espaldas, contemplaba el magnífico firmamento que se congratulaba de lo bien que me iban las cosas, de lo lejos que me encontraba por fin de aquel triste Monte del Oso, y sentí un agradable cosquilleo al pensar en lo que me esperaba allá en Denver: fuera lo que fuese. Y Mississippi Gene empezó a cantar. Cantó con una voz melodiosa y tranquila, acento del delta, y era algo muy sencillo, sólo: «Tengo una chica preciosa, una dulce quinceañera, la más bonita del mundo», y lo repetía intercalando otros versos, todos hablando de lo lejos que se encontraba de ella y de cómo deseaba volver de nuevo a su lado aunque la había perdido.

– Gene, es preciosa esa canción -dije.

– Es la más bonita que sé -me respondió sonriendo.

– Espero que llegues a donde quieres ir y seas feliz allí.

– Siempre me lo hago bien y voy de un sitio a otro.

Montana Slim estaba dormido. Se despertó y me dijo:

– Oye moreno, ¿qué te parece si tú y yo exploramos juntos Cheyenne esta misma noche antes de que sigas hacia Denver?

– Me parece muy bien -respondí, pues estaba bastante borracho como para hacer lo que fuera.

Cuando el camión llegó a las afueras de Cheyenne, vimos arriba las luces rojas de la emisora de radio local, y de repente estábamos abriéndonos paso en medio de una gran multitud que llenaba las dos aceras.

– Cojonudo, es la Semana del Salvaje Oeste -dijo Slim.

Grupos de negociantes, hombres de negocios gordos con botas altas y sombrero de alas anchas, con pesadas mujeres vestidas de vaqueras, se abrían paso a codazos y daban gritos por las aceras de madera del viejo Cheyenne; más abajo estaban las hileras de luces de los bulevares del nuevo centro de Cheyenne, pero la fiesta se centraba en la parte vieja de la ciudad. Disparaban salvas. Los salones estaban llenos hasta la puerta. Estaba asombrado y al tiempo sentía que aquello era ridículo: en mi primer viaje al Oeste estaba viendo a qué absurdos medios recurrían para mantener su orgullosa tradición. Tuvimos que saltar del camión y decir adiós; los de Minnesota no tenían ningún interés en dar una vuelta por allí. Fue triste verlos partir, y comprendí que nunca volvería a ver a ninguno de ellos, pero así eran las cosas.

– Esta noche se os va a helar el culo -les avisé-. Y mañana por la tarde vais a arder con el sol del desierto.

– Eso no me importa. Lo que quiero es salir de esta noche tan fría -dijo Gene.

Y el camión se alejó abriéndose paso entre la multitud, y nadie prestaba atención a aquellos tipos tan raros envueltos en la lona que miraban a la gente como niños pequeños desde la cuna. Vi cómo desaparecían en la noche.

5

Estaba con Montana Slim y empezamos a recorrer los bares. Tenía unos siete dólares, cinco de los cuales derroché estúpidamente aquella misma noche. Primero nos mezclamos con los turistas disfrazados de vaqueros y con los petroleros y los rancheros, en bares, en soportales, en aceras; después tuve que sacudir un rato a Slim que andaba dando tumbos por la calle a causa del whisky y la cerveza: era un bebedor así; se le pusieron los ojos vidriosos, y a cada momento se ponía a hablar de sus cosas con cualquier desconocido. Fui a un puesto de chiles y la camarera era mexicana y guapa. Comí y luego le escribí unas líneas en la parte de atrás de la cuenta. El puesto de chiles estaba desierto; todo el mundo estaba en otros sitios, bebiendo. Dije a la chica que mirara la parte de atrás de la cuenta. Ella la leyó y se rió. Era un poemita sobre lo mucho que deseaba que me acompañase a disfrutar de la noche.

– Me gustaría, chiquito *, pero tengo una cita con mi novio.

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* Así en el original. (N. del T.)