De repente, aquello ya no era un sueño para mí. En aquel momento, el horror se había convertido en mi realidad.
Como si fuera una respuesta a mis sentimientos, mi cuerpo flotante se acercó a aquella línea oscura. Tenía miedo, pero también sentía curiosidad y ganas de saber qué estaba ocurriendo. Me acerqué flotando.
Al principio pensé que eran hombres altos protegidos por capas oscuras que aleteaban. Parecía que corrían a zancadas asombrosamente largas, y que saltaban y volvían a caer sobre unos pies que seguían corriendo. Aquella forma extraña de movimiento comía la tierra que había bajo ellos, y transmitía la idea de que estaban deslizándose más que corriendo.
A medida que se acercaban, me fijé en sus capas, largas y sueltas. Observé cómo se movían al viento, hasta que con horror, me di cuenta de que el movimiento era voluntario. Del bosque salían más y más de aquellos seres, y yo entendí lo que eran sus capas en realidad: alas, unas alas enormes y negras que extendían y atrapaban el viento para ayudar su carrera de saltos y posibilitar el deslizamiento.
Sentí un estremecimiento de repulsión. Debían de ser cientos. Eran como murciélagos depredadores, o como cucarachas humanoides gigantes. Empecé a distinguir a los individuos y sus rasgos. Lo único oscuro que tenían eran las alas, porque bajo ellas, su cuerpo era tan blanco que casi parecía traslúcido. Iban desnudos, salvo por unos taparrabos, y su torso era esquelético. Tenían el pelo muy claro, desde rubio a plateado y blanco. Las piernas y los brazos eran anormalmente largos, como si fueran resultado del emparejamiento de una araña y un humano. Tenían caras de hombre, de hombre cruel y decidido.
Me vino a la cabeza un poema de Bobby Burns:
Muchas y agudas son las enfermedades
que se entretejen en nuestro armazón.
Y hay algo incluso más hiriente:
nosotros mismos lo causamos,
tristeza, arrepentimiento y vergüenza.
Y el hombre, cuya cara fue modelada en el Cielo
y se adorna con las sonrisas del amor.
La falta de humanidad del hombre con el hombre
sólo consigue que miles de ellos lloren.
Fui incapaz de apartar la vista de ellos mientras conquistaban terreno hacia las puertas de la muralla, como una corriente violenta. En pocos segundos estaban allí, y entraron al castillo silenciosamente, letalmente. Los guardias, que seguían jugando a los dados, no se dieron cuenta. No se cerró ninguna puerta, ni se abrió ninguna ventana. Silencio. Silencio. Silencio.
Sin embargo, yo los sentía. Percibía lo que llevaban. No veía lo que estaba sucediendo en muchas habitaciones, por debajo de mí, pero sentía el terror y el dolor extendiéndose por el castillo como un cáncer sigiloso que devoraba un cuerpo enfermo.
Frenéticamente, intenté avisarlos, dar con un modo de ayudarlos. Mi cuerpo errante comenzó a flotar en otra dirección. En aquella ocasión me llevaba hacia el hombre solitario que seguía observando el océano. Al acercarme, su forma adoptó líneas familiares.
Oh, Dios mío. Todo mi aliento salió de mí en una sola palabra.
– ¡Papá!
Él se volvió al oír el sonido de mi voz, y miró a su alrededor, seguramente, buscándome, y yo lo vi claramente a la luz de la luna. Era mi padre. Al demonio las imágenes de espejo; al demonio todas aquellas estupideces de un mundo alternativo. Aquel hombre era mi padre.
Estaba en la mitad de la cincuentena, y su cuerpo de jugador de fútbol americano todavía conservaba la fuerza. No es que sea un hombre grande; no lo es. Seguramente sólo mide un metro setenta y cinco centímetros. Se graduó en un pequeño instituto de pueblo, y le dijeron que no era lo suficientemente alto como para jugar al fútbol en una universidad importante, como la Universidad de Illinois. Sin embargo, nadie conocía su tenacidad. Era demasiado duro como para que lo dejaran en el banquillo. Después de una exitosa carrera deportiva y universitaria, comenzó a transmitirles su fuerza a los jugadores a los que entrenaba, y llevaba trabajando tres décadas como entrenador y profesor en el mismo instituto en el que yo era profesora. Él llevó al equipo a ganar la copa del campeonato del Estado durante siete años consecutivos.
Siempre he adorado a mi padre. Crecí confiando en su fuerza. De niña, no había ningún dragón que él no matara, ni ningún demonio que no pudiera ahuyentar.
Vi todo eso reflejado en aquel hombre.
– ¡Papá!
Elevó la cabeza al sentir mi voz, pero frunció el ceño con confusión. ¿Hasta qué punto podía oírme?
– ¿Rhiannon? ¿Estás aquí, hija?
Quizá sólo percibiera el eco de mi voz. Me concentré en una sola palabra, y grité:
– ¡Peligro! -dije, y mi voz se quebró en un susurro.
– ¡Sí, hija, he notado el peligro en la oscuridad de la noche!
De repente, comenzó a caminar decididamente hacia una pasarela de madera que recorría el muro interior del castillo, y echó a correr. Mi cuerpo flotante estaba justo detrás de él, mientras se dirigía hacia la atalaya, bramando con una voz igual a la de mi padre, sólo que teñida de un fuerte acento escocés.
– ¡Armaos y despertad al castillo! ¡Epona me ha advertido de un peligro! ¡Deprisa, muchachos, tengo un escalofrío en la piel, que me dice que no nos queda mucho tiempo!
A través de la ventana, observé el asombro y el horror de las caras de los guardias, mientras seguían a aquel hombre que tanto se parecía a mi padre. Se armaron, y corrieron hacia el interior de la torre, y oí que despertaban a los demás hombres. La noche se llenó de gritos y del tintineo de las armas. Y de chillidos de pánico, que provenían de las habitaciones interiores del castillo.
Conducidos por mi padre, los hombres se dirigieron hacia el corazón de aquella morada, y se encontraron al enemigo allí. Sin poder hacer nada, yo observé a las criaturas mientras se enfrentaban a los hombres. La sangre de sus víctimas anteriores había manchado la blancura de su piel. No eran criaturas de pesadilla; ellas eran la pesadilla. No tenían armas, y sin embargo, cuando los hombres empezaron a luchar, sus espadas y sus escudos no sirvieron de nada contra los dientes y las garras de aquellos seres. Su gran número y su ferocidad abrumaron a los guardias del castillo. Muchas de las criaturas habían tenido tiempo de detenerse y de alimentarse de los cuellos y de las entrañas de algunos hombres que todavía vivían, mientras otras continuaban la matanza. La rotura y la rasgadura de la piel y la carne eran sonidos como ningún otro, y mientras los observaba, noté que mi alma comenzaba a temblar.
Había perdido a mi padre, e intenté que mi cuerpo se acercara a la batalla. No me obedeció. Y después, ya no hubo necesidad; de repente, lo vi. Estaba rodeado por aquellas criaturas, sangrando por heridas abiertas que tenía en el pecho y en los brazos. Sin embargo, todavía blandía su enorme espada. A sus pies había dos criaturas sin cabeza, víctimas de su fuerza. Los demás seres formaban un círculo a su alrededor, manteniéndose fuera del alcance de su espada.
– ¡Venid a mí, cobardes!
Entonces me llegó su voz y el eco de su desafío. Con él, llamó la atención de muchos más de aquellos seres. Unos veinte se unieron al círculo que lo rodeaba, con las bocas ensangrentadas y torcidas en un gesto de desprecio y expectación.
Nunca olvidaré su forma de mantenerse en pie. No sucumbió al pánico. Permaneció seguro, calmado. Como un solo ser, los seres comenzaron a acercársele. Vi cómo él atravesaba al primero, el segundo y el tercero, hasta que no pudo más. Entonces, sus colmillos y sus dientes lo alcanzaron. Él luchó con los puños, que estaban resbaladizos por su propia sangre. Ni siquiera gritó al caer de rodillas.