– Buenas tardes, señorita -dijo.
Se inclinó ligeramente y me miró a través de la ventanilla. Una ráfaga de aire fétido me trajo sus palabras al interior del coche, refrescado anteriormente por el aire acondicionado, y apagó mi alegría inicial ante el hecho de que me hubieran llamado «señorita», que sonaba mucho más joven que «señora». Era más alto de lo que me había parecido en un principio, y tenía muchas arrugas, como si hubiera trabajado a la intemperie la mayor parte de su vida, pero su tez era enfermiza, tenía un color macilento.
¡Dios santo! Era el padre de Los chicos del maíz. Ciertamente, estaba siendo una experiencia muy cinematográfica.
– Buenas tardes. Hace mucho calor hoy -dije, para ser agradable.
– Sí, señorita -arg. Aquel olor de nuevo-. Por favor, siga hacia el aparcamiento. La subasta comenzará puntualmente, a las dos.
– Eh, gracias.
Intenté sonreír mientras subía la ventanilla y seguía sus indicaciones. ¿Qué era aquel olor? Como el de algo muerto. Bueno, él estaba tremendamente pálido. Quizá no estuviera bien. Eso explicaría el olor, y el hecho de que llevara manga larga en junio. Decididamente, era una mala persona por haber pensado que era el padre de Los chicos del maíz.
Antes de apagar el motor del coche, me pinté los labios y me tomé un minuto para observar la casa. Más bien, la mansión.
Mi primera impresión se vio confirmada. Aquel lugar conjuraba imágenes de Poe y Hawthorne. Era de estilo Victoriano y muy grande. Normalmente, me atraen las casas antiguas, pero aquélla no. Me parecía extraña. Tardé un momento en darme cuenta del motivo, pero por fin lo entendí: era como si estuviera construida por partes. El edificio fundamental era un enorme cubo, y tenía dos porches, uno de ellos rectangular, con escaleras que conducían hacia la entrada de una manera grandiosa. A unos seis metros del primer porche estaba el segundo, que tenía forma de quiosco, adosado a la fachada principal del edificio, con un enrejado y una enredadera de rosas. En uno de los laterales había una torreta, y al lado contrario del cubo había un ala con el tejado inclinado. Toda la construcción estaba pintada de un gris muy feo, y el enfoscado estaba agrietado y arrugado, como la piel de un viejo fumador.
– Tiene que haber objetos únicos aquí -murmuré, y estaba a punto de apartar la vista de la morada de los Usher cuando sentí un escalofrío. Una nube pasó por delante del sol, y tuve un mal presentimiento. «¿Es tarde? Me parece que la luz se oscurece». Mi mente de profesora de literatura y lengua inglesa extrajo la cita de Medea, una tragedia griega, repleta de venganza, traición y muerte. Y parecía, de un modo muy inoportuno, apropiada.
Capítulo 2
– Bueno, contrólate, Parker.
Era ridículo. Tenía que quitarme de la cabeza aquellos pensamientos truculentos y adoptar la actitud de compradora.
El calor de Oklahoma estaba esperando para abrazarme con sus brazos húmedos cuando salí del coche. A un lado de la casa había una mesa muy larga, y ante ella, una fila de asistentes a la subasta. Supuse que era la mesa para apuntarse, y me dirigí hacia allí.
– ¡Vaya! ¡Debería haberme hecho una coleta con toda esta melena! -dije, para entablar una charla amable con la señora que me precedía en la fila.
– Sí -dijo ella.
Después, se abanicó con uno de los folletos de la subasta, y miró desde mi pelo, que ya estaba húmedo de sudor, hacia mi camisa de seda blanca, que me llegaba a la cadera, hacia mis pantalones cortos de color marrón y mis largas y desnudas piernas.
– Ufff -murmuró, y pensé que aquél era el final de mi intento por entablar una conversación amable.
– Da la impresión de que en este sitio va a haber cosas interesantes a la venta -dije, haciendo un segundo intento con el hombre de calva incipiente que iba detrás de mí.
– Sí, estoy totalmente de acuerdo. Cuando me enteré de que iban a subastar varias piezas de cristal de la Era de la Depresión, supe que tenía que darme un paseo hasta aquí. La cristalería norteamericana me parece fascinante, ¿a usted no?
Para entonces, sus pequeños ojos, con ligera tendencia al estrabismo, habían encontrado mi escote, y era evidente que la cristalería no era lo único que encontraba fascinante.
– Mmm… eh… sí, la cristalería es muy interesante -dije.
Di un paso hacia delante. Había llegado el momento de que la señora se inscribiera en la mesa, pero también estaba muy ocupada observando cómo el señor de entradas pronunciadas observaba mi escote, así que no podía darle al recepcionista su información.
– En realidad -dijo él, adentrándose en mi espacio personal-, estoy en mitad del proceso de edición de un estupendo libro de fotografías sobre los orígenes del arte de la Era de la Depresión, y sobre cómo distinguir adecuadamente las piezas auténticas de los facsímiles.
– Oh, eso es… eh… estupendo.
Él todavía estaba dentro de mi espacio personal, y yo intenté dar un paso hacia delante, obviamente, acosando a la señora, que todavía estaba en la cola, prendiéndose el número de la subasta a su pecho de la Era de la Depresión.
– Estaré encantado de ayudarla con mis conocimientos si encuentra alguna pieza por la que quiera pujar. No quisiera que nadie se aprovechara de una señorita tan encantadora…
La voz se le quebró, y nerviosamente, se enjugó el sudor del labio superior con un pañuelo doblado. Me di cuenta de que tenía manchas amarillas en las axilas; supuse que su camisa, abotonada hasta el cuello, era demasiado abrigada para su paseo.
– Si necesito su ayuda, no dudaré en avisarlo -le dije.
Por fin llegó mi turno, gracias a Dios.
– Nombre, por favor.
Noté cómo los oídos del hombre crecían para captar la respuesta.
– Shannon Parker.
– Señorita Parker, su número es el cero-siete-cuatro. Por favor, ponga su dirección junto al número, y tenga su número visible todo el tiempo, porque el subastador lo anotará si usted compra alguna pieza. Cuando haya hecho todas sus compras, sólo tendrá que darle su número al cajero, y él le presentará la factura.
Típicas indicaciones de subasta. Tomé el número y salí huyendo, antes de que el hombre de las entradas pronunciadas se convirtiera en mi sombra. Nunca entenderé por qué los hombres bajitos se sienten atraídos por mí. No es que yo sea una amazona, pero mido un metro setenta centímetros, y además me encanta llevar tacones. Aparte de mi estatura, no soy una mujer pequeña. Me encanta hacer ejercicio, pero siempre peso cinco kilos más de lo que me gustaría. No soy delgada y desgarbada, sino voluptuosa, pechugona, de caderas marcadas y piernas largas. Y me siento ridícula con los hombres bajitos. Dame un hombre de la estatura de John Wayne, y me derrito como un caramelo en una boca cálida. Por desgracia, mi vida amorosa está tan muerta como él.
La subasta iba a llevarse a cabo en la parte trasera de la casa, en lo que una vez debieron de ser unos jardines de paisajismo glorioso. En el centro había una fuente ruinosa con una ninfa desnuda. Los lotes de la subasta estaban colocados en círculo alrededor de aquella fuente, y al otro extremo había maquinaria y equipo agrícola. Los Billy Joe Bobs y Bubba Bo Bobs se arremolinaban en grupos para observar el equipamiento, en evidente frenesí. Con el viento me llegaban las expresiones típicas de la gente de campo de Oklahoma, y uno de ellos tenía una pajita insertada entre los dos incisivos centrales. De veras, no me lo estoy inventando.
Entre los lotes había dormitorios, juegos de comedor, sillas, etcétera. Había mesas llenas de lámparas, elementos de la instalación de los baños y la cocina, apliques, y cristalería. Vi al señor de las entradas pronunciadas encaminarse directamente hacia aquella mesa en particular. También había adornos metidos en cajas, marcados con los números de los lotes, y espaciados, de modo que los posibles compradores pudieran verlos y tocarlos sin estropear los demás. También había obras de arte, dispuestas con gusto, en mesitas plegables y caballetes.