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Una vez vestida, comencé a pensar en mi visión para ver el templo desde arriba. Si mi horrible sentido de la orientación no erraba, el templo daba al este. La cadena montañosa estaba al norte, y el mar estaba al oeste. El castillo de mi padre estaba en la costa, y había un río que rodeaba el templo y se dirigía hacia el oeste. Así pues, sólo tenía que seguir el curso de aquel río desde el templo al mar, y finalmente, llegaría al castillo.

Al menos, ésa era la teoría.

Sabía que las caballerizas estaban al norte del templo, y que allí era donde encontraría a la yegua.

Tomé aire y me dirigí hacia la puerta, a la que estaba segura de que conducía al pasillo, la opuesta a las habitaciones de Alanna y de ClanFintan. La abrí rápidamente y sorprendí a los chicos.

Sí, Dios mío, eran muy guapos.

Se golpearon el pecho musculoso para hacerme algún tipo de saludo adorable. Yo adopté una actitud altiva, tanto como pude mientras intentaba no babear, y miré al más alto de los dos a los ojos.

– Me gustaría montar a caballo.

Él pestañeó.

– Ahora.

Volvió a pestañear.

– Bien… informa al establo de que tienen que ensillar a mi yegua -insistí.

– Señora, ¿pido que despierten a vuestra escolta? -preguntó el señor Músculos, desconcertado.

– ¡No! Quiero privacidad. No despiertes a ninguno de mis guardias. Sólo ordena que ensillen mi yegua.

– Como ordenéis, mi señora.

Yo lo seguí de cerca mientras él se dirigía hacia lo que debía de ser la salida a las caballerizas. Vi que volvía una vez la cabeza, y me di cuenta de que se sorprendía al notar mi presencia, pero me imaginé que debía de estar acostumbrado a que Rhiannon se comportara como una bruja, así que aquello no era nada.

El monísimo guardia me llevó hasta una puerta de dos hojas de madera tallada. Él habló con los guardias que vigilaban aquellas puertas. Entonces, los guardias abrieron las puertas y despertaron apresuradamente al personal de las caballerizas. Cuando yo entré al establo, mi corazoncito de chica de Oklahoma enamorada de los caballos dio un repiqueteo.

Las caballerizas eran dignas de una reina. O mejores. Los boxes estaban hechos del mismo mármol blanco que el resto del templo. Probablemente, había unos veinte espaciosos compartimentos a cada lado del establo, y a medida que caminaba por el pasillo central, no podía evitar pararme en cada uno de ellos y arrullar a los maravillosos caballos que los ocupaban. Eran de linaje real. Todas eran yeguas, desde delicadas zainas a yeguas árabes, pasando por purasangres de largas patas. Y todas me reconocían. En todos los boxes, las yeguas levantaban los hocicos suaves y resoplaban en dirección a mí, pidiéndome caricias y halagos.

– Hola, preciosa.

– Hola, cariño.

– Mira qué señora más guapa.

Por la reacción de los animales, estaba claro que Rhiannon adoraba a sus yeguas. Y, claramente, ellas correspondían aquel sentimiento. Había que añadir otro parecido entre ella y yo. Tendría que procurar que la lista no creciera mucho.

Cuando llegué al final de la fila de boxes, encontré uno a mi izquierda, enorme, con una puerta que daba a un gran corral fuera del establo. Se trataba del corral que yo había visitado en espíritu un poco antes. Dentro de aquel espacioso box había tres ninfas arreglando a la yegua plateada. Entré en el compartimento y ellas, con aspecto somnoliento, se detuvieron para hacerme una reverencia. Después continuaron con su tarea.

Yo me detuve y exhalé un suspiro de felicidad al ver un caballo tan exquisito. Era un animal magnífico, incluso más de lo que yo había percibido en mi sueño. Ella notó mi presencia, y giró su cabeza perfecta para poder verme. Me lanzó un saludo con un relincho estupendo que me hizo reír de alegría.

– ¡Vaya, hola a ti también, preciosa!

Me acerqué a la yegua, tomé el cepillo de manos de una de las sirvientas y disfruté de la sensación de peinar su pelaje suave y brillante.

La yegua plateada me acarició la cara con el hocico y me lamió el hombro mientras yo le cepillaba el cuello.

– Eres muy bonita, preciosa -le dije, inhalé su olor, y sentí la calidez de su respiración.

Ella giró la cabeza hacia delante, obedientemente, cuando una de las sirvientas se acercó con una refinada brida sin bocado. Era de esperar que aquel animal no lo necesitara. Yo me aparté para que las ninfas le pusieran los arreos a la yegua y la ensillaran. Cuando, por fin, estuvo lista, les pedí que me ayudaran a montarla. Agarré un puñado de crin plateada y elevé un pie. Una de las sirvientas me dio un suave empujón y yo subí a la silla y metí los pies en los estribos. Después erguí los hombres y, como no sabía por dónde debía salir, les ordené:

– Bien, ahora, ¡abridme la puerta!

Una de las ninfas salió corriendo hacia una puerta que había al otro extremo del box de la yegua, y la otra corrió a una salida que había en el muro exterior del templo. Yo chasqueé dos veces con la lengua y la maravillosa yegua comenzó a caminar. Justo antes de salir por la última de las puertas, hice que frenara y hablé hacia atrás, por encima del hombro, a las sirvientas.

– Gracias. Ahora, volved a la cama. Podéis dormir hasta tarde mañana, yo me ocuparé de la yegua cuando vuelva.

Después, apreté los muslos contra los costados de la yegua, me incliné hacia delante, y el animal emprendió un medio galope.

Salimos del castillo y nos pusimos en camino. La luna estaba muy alta y brillante, así que se veía muy bien. Detuve a la yegua para poder mirar a mi alrededor e intentar averiguar dónde estaba y hacia dónde debía dirigirme. Lo primero que vi fue que el templo había sido erigido, estratégicamente, en la cima de una colina, y que el terreno que lo rodeaba, aunque era verde y exuberante, estaba despejado de árboles. Claramente, las murallas y la situación del templo lo hacían fácil de defender.

El reflejo de la luna en el agua atrajo mi atención hacía el río, que rodeaba la colina del templo lo suficientemente cerca de él como para tener barcazas de transporte amarradas en un muelle cercano. Era muy conveniente. Si no fuera por aquellas horribles criaturas comedoras de hombres, aquellas tierras serían un lugar muy agradable para vivir.

Dirigí la yegua hacia el curso del río, contenta por el hecho de que la noche fuera tan clara y tranquila. Me incliné hacia delante y apreté las rodillas para que la yegua comenzara a galopar suavemente. Pronto llegamos a la ribera del río y me encaminé hacia el oeste. Era un río impresionante, ancho, de corriente rápida. Olía bien, no a pescado y a barro como el Mississippi, sino claro y rocoso, como el río Colorado. Las orillas estaban flanqueadas de árboles y yo me sentí aliviada al ver que la yegua había comenzado a recorrer un pequeño sendero, seguramente, un camino de ciervos, que corría paralelo a la corriente. Poco después, hablándole con suavidad, hice que la yegua aminorara la velocidad. Estaba en muy buena forma, pero nos quedaban todavía dos días de marcha, y ningún caballo podía mantener aquel ritmo durante dos jornadas. Le di unos golpecitos en el cuello sedoso y me relajé en la montura mientras ella trotaba.

– Eh, bonita, ¿cómo te llama Rhiannon? -ella irguió sus delicadas orejas al oír mi voz-. No puedo seguir llamándote «la yegua», es de mala educación. Imagino que todo el mundo te llamará Epona, pero eso me suena demasiado formal y estirado. ¿Qué te parecería que te llamara Epi? Puede que no sea tan digno, pero en mi mundo, sólo los políticos quieren parecer tan dignos.

Su relincho desvergonzado y una pequeña cabriola fueron suficiente respuesta para mí.

– Entonces, Epi.