– ¿Qué te pasa, Epi? -le di una palmadita en el cuello, y ella agitó la cabeza con inquietud-. Vamos a mirar.
Regla número uno de la detección de problemas equinos: si hay alguna duda, inspeccionar los cascos. Desmonté y agarré su pata delantera izquierda después de que ella, obedientemente, elevara. Parecía que estaba normal. Le saqué un par de piedrecitas de la base del casco y se la limpié de tierra. Con cuidado, le presioné la ranilla con los pulgares. No parecía que le doliera, así que seguí inspeccionándole el resto de las patas hasta que llegué a la pata delantera derecha. Cuando apreté la parte blanda y flexible de su casco, Epi se estremeció y relinchó de dolor. Le di unas palmaditas en el cuello para tranquilizarla, y aparté tierra y hierba del casco. Volví a apretarle suavemente la ranilla y, en aquella ocasión, el gruñido de dolor de la yegua fue más intenso. Yo noté un calor y una blandura anormales bajo los pulgares. Después, posé su pata en el suelo con delicadeza.
– No estoy completamente segura, porque no soy veterinaria, pero creo que te has magullado la ranilla -dije.
Intentaba mantener un tono de voz ligero para no permitir que aquella yegua tan lista se diera cuenta de que estaba muy preocupada por aquel suceso. Yo le miré la pata. Era evidente que no estaba apoyando demasiado peso en ella.
– Corrígeme si me equivoco, pero me parece que te duele el casco.
Ella me empujó suavemente con el hocico.
– Eso me parecía -dije, mientras la acariciaba-. Así que no debo montarte. ¿Qué te parece si encontramos un claro agradable, un poco más adelante, donde la ribera no sea tan empinada, y descansamos un rato?
Lentamente, emprendí la marcha, parloteando sin cesar mientras Epi caminaba cojeando, con la frente apoyada contra mi espalda. Me alegraba de que no pudiera ver mis ojos observando frenéticamente todo el camino, intentando encontrar un lugar de descenso fácil hacia el río. Sabía que tenía que llevarla hacia el agua, y no sólo para que bebiera, sino para limpiarle y refrescarle el casco en la corriente. Con el frío, la hinchazón y el dolor disminuirían. Después, podríamos descansar, y yo pensar en qué íbamos a hacer.
Por suerte, no habíamos caminado demasiado cuando llegamos a un meandro del río. Allí había menos árboles, por lo cual la erosión era mayor, y la pendiente suave de bajada a la orilla estaba cubierta de hierba. Con cuidado, conduje a Epi hasta el agua.
Me apoyé contra uno de sus flancos, me quité las botas y me enrollé hacia arriba los pantalones de cuero. Epi había terminado de beber, y me acarició con el hocico mojado.
Yo le di una palmadita en el cuello y la llevé hacia el agua helada. Ella me siguió con cuidado, y yo me abrí camino entre dos rocas resbaladizas hasta que llegué a la corriente.
Oh, Dios mío, estaba helada.
Mientras le hablaba suavemente para tranquilizarla, levantó la pata derecha quejosamente, y yo apoyé mi peso contra su costado izquierdo para que tuviera que volver a sumergirla en el agua fría. Me miró dubitativamente, pero mantuvo el casco sumergido. Me dediqué a recitarle poesías y a cantarle melodramáticamente para distraerla durante un rato. Cuando yo tenía los pies al borde de la congelación, le di una palmadita en el cuello.
– Vamos, nena. Esto está muy frío.
Volví con ella hacia la orilla, lentamente. El terreno rocoso estaba mezclado con una alfombra verde de helechos que bajaban desde el bosque. Era un lugar de reposo muy agradable. Había mucha hierba al alcance de Epi, lo cual era perfecto, porque ella necesitaba descansar. Le quité la silla del lomo, mientras observaba disimuladamente cómo se comportaba.
– Ojalá tuviera algunas almohazas. Te vendría bien un cepillado -dije.
Improvisando, tomé un pedazo de corteza de árbol y le froté el cuerpo cansado, dándole un buen masaje. Ella suspiró y cerró los ojos.
– Es como un buen masaje de pies, ¿eh? -le pregunté, y le acaricié la grapa-. ¿Por qué no vas a pacer durante un rato y descansas? Después le echaré otro vistazo a ese casco.
Epi permaneció quieta, con la pata delantera derecha doblada, para no apoyar peso en ella, y se puso a comer.
Entonces, me di cuenta de que necesitaba atender la llamada de la naturaleza. Uff.
– Epi, voy a dar un paseíto.
Ella me miró brevemente y volvió a comer.
– Ahora mismo vuelvo.
Subí desde la orilla al camino, y busqué con la mirada un buen arbusto y una planta de hojas suaves. Me abrí camino entre la vegetación, palpando las hojas.
Y entonces, de repente, ¡magia! Me topé con un pedacito de cielo. ¡Uvas! Después de hacer mis necesidades, tomé todos los racimos que podía trasladar y volví junto a Epi.
– ¡Eh, Epi! Mira lo que he encontrado.
Ella no se quedó muy impresionada, pero al menos, no estaba inquieta, ni dolorida. Volvió a pacer. Yo dejé las uvas junto a la silla de montar, y fui a la orilla del río a ponerme las botas y a lavarme las manos. Entonces, por fin, pude tumbarme, apoyando la cabeza en la silla, y me puse a comer uvas.
Eran deliciosas, y no creo que fuera sólo porque me estuviera muriendo de hambre. Me sentí muy bien con el estómago lleno, y al poco tiempo, me pesaban los párpados.
Miré a la yegua, que se había quedado dormida.
– Deja que te mire el casco.
Ella se despertó sólo lo suficiente como para permitirme que le inspeccionara la ranilla. No parecía que estuviera peor, y no estaba tan caliente como antes, lo cual debía de ser buena señal. Le acaricié el cuello y la abracé con cansancio.
– Vamos a echar una siestecita. Despiértame si me quedo dormida para ir a clase.
Volví a la silla y dejé que mi cuerpo entrara en contacto, despacio, con la tierra. No sé cómo era posible que la orilla rocosa de un río y la manta de la silla de montar me hicieran sentir tan bien, pero estaba muy agradecida de lo que tenía. No tanto como para reconsiderar mi natural aversión por las acampadas, pero agradecida. Mientras se me cerraban los ojos, puse la alarma mental para «dentro de un rato».
Capítulo 7
La primera vez que me desperté estaba anocheciendo. El calor del día había dejado paso a una brisa agradable y fresca, perfumada con la fragancia acuosa y clara del río. Me estiré y me moví un poco, y me quité una piedra particularmente incómoda que tenía bajo la nalga izquierda. Después, suspiré de resignación. Tenía que hacer pis. Ponerme en pie no fue nada divertido; estaba entumecida, atontada y somnolienta.
Epi estaba durmiendo a pocos metros de mi cama improvisada, al estilo equino, sobre las cuatro patas. Aquélla era una habilidad que yo siempre había envidiado. Tenía la pata derecha delantera levantada, pero no se quejaba, así que decidí que no necesitaba comprobar obsesivamente si tenía bien el casco. Cuando se despertara, intentaría llevarla al río para volver a enjuagárselo, pero en aquel momento estaba demasiado deprimida como para recitar más poesía o baladas deprimentes.
Sólo quería hacer mis necesidades y volver a dormir.
El siguiente despertar fue repentino y desagradable. Me di la vuelta e intenté encontrar el botón del despertador. Pese a la oscuridad, tenía la sensación de que me había quedado dormida e iba a llegar tarde al instituto. Me incorporé y parpadeé, intentando ver algo en la absoluta oscuridad.
El sonido del agua del río me devolvió al presente.
– ¿Epi?
Sentí alivio al notar su hocico acariciándome un lado de la cara. Poco a poco, comencé a distinguir a la yegua que estaba a mi izquierda. Su aliento adormecido olía a hierba dulce, mientras ella exploraba mi pelo y mi cara.
– ¿Te encuentras mejor, guapa?
Estiré el brazo y le pasé la mano por el cuello y la espalda. Ella tenía las piernas metidas bajo el cuerpo, así que no pude mirarle el casco herido, pero no tenía fiebre, y no se comportaba como si tuviera dolores.