– Me pregunto si saldrá la luna pronto.
Me apoyé contra su cuerpo, muy consciente de que el frescor de la noche no había relajado mis músculos doloridos.
– Vaya, me vendría bien un buen baño caliente.
Mi estómago emitió un rugido.
– Bueno, supongo que no podemos hacer nada hasta que amanezca.
El relincho ligero de sueño de Epi me respondió.
Y de todos modos, ¿qué creía yo que podíamos hacer? No tenía ni idea de lo grave que era la herida de Epi, pero de todos modos no podía montarla, eso era evidente. Debíamos de haber viajado durante diez o doce horas, así que con suerte, estaba a mitad de camino. Y hambrienta. Y agotada. Y dolorida.
Cerré los ojos e intenté relajarme, pensar, olvidarme del estómago y conservar el calor.
La única solución razonable era volver con Epi al templo. Deberíamos avanzar con lentitud. Emprenderíamos la vuelta al amanecer, después de lavarle la pata a Epi de nuevo en el río.
Una vez decidido el curso de acción, me acurruqué contra la yegua para compartir el calor de su cuerpo. Al sentirme caliente y somnolienta de nuevo, la imaginé como un radiador enorme, plateado…
Al principio no noté el sonido. Casi. Fue como el crujido. No como el que provocaba el viento en las hojas. No como el sonido del agua pasando sobre las rocas. Diferente.
Oí el chasquido de una rama. Me quedé helada, e intenté no moverme para no llamar la atención. Oí partirse otra ramita, y noté que Epi se agitaba. Sentí que levantaba la cabeza y la volvía hacia el bosque.
Y recordé esas cosas. A las criaturas de aspecto humano, y cómo conseguían que pareciera que el bosque latía y respiraba con sus movimientos. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Aquél no era mi mundo. Allí había fuerzas que yo no comprendía. En mi reacción de Escarlata O’Hara, había pasado por alto el motivo por el que yo tenía que ir al Castillo de MacCallan: aquellas criaturas habían matado a todos sus habitantes. Unos hombres fuertes y valientes no habían sido capaces de detenerlas, y allí estaba yo, recorriendo el campo con mi estúpida mentalidad de mujer moderna.
Enterrar a mi padre era buena idea. Asegurarme de que estaba muerto también. Sin embargo, hacer que aquella yegua y yo fuéramos asesinadas jugando a ser una buena hija era algo demasiado absurdo. Mi padre sería el primero en decírmelo.
Los arbustos volvieron a crujir. Había algo pesado que se dirigía hacia nosotras. Epi se estremeció y se puso en pie. Yo me levanté también, y permanecí a su lado, acariciándole el cuello y murmurándole palabras tranquilizadoras para que se mantuviera en silencio. Me estrujé el cerebro para dar con un plan. Ninguna de mis experiencias pasadas me había preparado para aquel miedo paralizador. Así que, mientras Epi y yo observábamos unas formas oscuras que salían del bosque y descendían hacia nosotras, me quedé petrificada. Al mismo tiempo, me sentí orgullosa del valor de Epi: se encaró con los intrusos con las orejas erguidas, respirando suavemente. No demostró miedo. Los caballos son unos animales valientes. Me sentía honrada de tenerla a mi lado a medida que la muerte se aproximaba a nosotras…
– ¿Lady Rhiannon?
La voz era grave y conocida. Durante un instante, me sentí tan sorprendida que no pude responder. ¿Aquellas criaturas espantosas tenían la voz de ClanFintan?
El suave relincho de reconocimiento de Epi me sacó de mi estupidez. Al menos, por aquel momento.
– ¿ClanFintan?
– ¡Está aquí! -exclamó él, y de repente, la orilla rocosa del río estaba llena de sombras oscuras que parecían caballos-. Encended un fuego. Esta noche es muy oscura.
Oí que movían maleza y piedras. Todas las imágenes estaban bloqueadas por la forma enorme que había ante Epi y yo. Hablaba. Y su tono traslucía enfado.
– ¿Estáis herida, lady Rhiannon?
– No, estoy bien. Es Epi quien se ha hecho daño en un casco.
– ¿Epi?
– Oh… eh… me refiero a la yegua de Epona.
Al menos, esperaba que fuera eso a lo que me refería.
El fuego se encendió a pocos metros de mí, y a medida que los centauros lo alimentaban, mi visión regresó. ClanFintan estaba frente a nosotros con los brazos en jarras y el ceño fruncido.
– ¿Qué casco? -preguntó.
– El derecho delantero.
Yo pasé por debajo del cuello de Epi, me agaché y le pasé las manos por la pata.
– No la tiene hinchada ni caliente, así que creo que sólo es la ranilla. Echa un vistazo.
Obedientemente, Epi levantó la pata, y ClanFintan se inclinó para inspeccionarla. Sus manos fuertes palparon los mismos puntos que yo había examinado horas antes. Epi emitió un suave gruñido cuando él topó con el punto dolorido, e inmediatamente, ClanFintan dejó de presionarlo y le acarició el cuello, diciéndole palabras suaves que yo no comprendía, musicales y dulces, parecidas al gaélico. Epi se relajó y suspiró cuando yo le dejé la pata en el suelo.
– Una magulladura dolorosa -dijo él en tono de acusación-. ¿Cómo sucedió?
Yo me erguí y me acerqué un paso más a Epi. Odiaba aquel sentimiento de culpabilidad.
– Nos resbalamos al intentar subir por la cuesta de la ribera hacia el camino. Ella debió de clavarse una piedra puntiaguda en el casco.
– Podía haberse roto la pata.
– ¡Ya lo sé! Me siento fatal. No necesito que tú también me eches la culpa.
Me sentía tan tonta que tenía ganas de llorar. Epi me empujó suavemente con el hocico, y yo escondí la cara en su cuello.
– Se recuperará -dijo él. Su tono de voz se había suavizado.
– ¡Lo sé!
Bueno, al menos ahora lo sabía.
– Acercaos al fuego. Estáis helada.
Me tomó del codo, y habló suavemente con Epi. Las dos nos acercamos hacia la hoguera como niñas que se hubieran escapado de casa. Después de dejarme junto a una roca cómoda, comenzó a dar órdenes a sus hombres. De algún sitio, salió una manta que alguien me puso sobre los hombros. Un par de centauros comenzaron a cepillar a Epi, y ella se mantuvo quieta, evidentemente, disfrutando de tantas atenciones. Otro de los centauros se ocupó de encender otra hoguera a unos metros de la primera, y yo me alegré al ver que después descargaba unas alforjas llenas de… comida. ClanFintan me entregó una cosa parecida a un saco, y cuando me quedé mirándolo atontada, él la destapó.
– Bebed, mi señora. Os devolverá las fuerzas.
Era una bota llena de vino tinto, riquísimo.
Miré a Epi, y vi que uno de los centauros le había puesto una bolsa de comida al cuello, y que ella estaba masticando alegremente. Percibí el olor de algo friéndose, que me hizo la boca agua, y al tomar otro trago de vino, mi estómago emitió un rugido que no podía haber sido más embarazoso.
– ¿No se os ocurrió traer provisiones? -me preguntó ClanFintan con una expresión de incredulidad.
– No. Yo… bueno… eh… No. No se me ocurrió.
Mis palabras sonaban tan estúpidas como yo.
Él se dio la vuelta y se alejó de mí. Comenzó a ocuparse del fuego.
Yo me sentía tonta e inepta. Me acurruqué bajo la manta, agarrada al odre.
Él volvió al poco tiempo con un pedazo de pan partido en dos, que contenía carne y un queso fragante y amarillo. Nunca había olido nada tan delicioso en mi vida.
– Tomad. Debéis de tener hambre.
– Gracias.
Mordí con entusiasmo el bocadillo y observé cómo él se acomodaba al otro lado del fuego. Me di cuenta de que los demás centauros, diez en total, se habían agrupado alrededor de la otra hoguera, y su animada conversación era un sonido reconfortante.