– ¿Puedo sacaros ya de aquí?
– Sí -dije. Y, de repente, supe lo que había que hacer-. Quemadlos.
ClanFintan me miró por encima de su hombro.
– Construid una pira gigante en el patio y quemadlos a todos. Limpiad este lugar con fuego.
Sonreí tristemente, miré al hombre, al reflejo de mi padre, y susurré:
– Liberadlos.
– Haremos lo que deseéis, lady Rhiannon.
ClanFintan hizo una reverencia respetuosa hacia el cuerpo inmóvil de mi padre. Después se dio la vuelta y se dirigió rápidamente hacia la parte delantera del castillo. Yo seguí mirando a El MacCallan. Apenas oí las órdenes que ClanFintan les daba a los centauros. Estaba observando por última vez a aquellos hombres muertos, intentando recordar su valentía…
Entonces, me di cuenta de algo, y sentí que me faltaba el aliento. ClanFintan se volvió hacia mí rápidamente, pensando que me iba a caer. Yo me aferré a su brazo y lo miré con fijeza.
– ¡Las mujeres! ¿Dónde están los cadáveres de las mujeres?
Él se quedó paralizado.
– ¡Dougal!
El centauro apareció al instante, con la cara pálida y los ojos ensombrecidos.
– ¿Habéis encontrado los cadáveres de las mujeres?
Dougal se quedó desconcertado, pero respondió al darse cuenta de lo que implicaba la respuesta.
– No. No he visto a ninguna mujer ni a ninguna niña. Sólo hombres y niños.
– Avisa a los demás. Buscadlas. Yo voy a sacar de aquí a lady Rhiannon. Venid a informarme al lugar donde comienza el pinar.
Dougal se dio la vuelta y comenzó a llamar a los demás centauros.
– Agarraos fuerte a mí.
Apoyé la cara en su hombro y respiré profundamente para que su olor cálido y embriagador bloqueara el olor asfixiante de la muerte. Cerré los ojos y sentí como sus músculos se contraían y se relajaban, se contraían y se relajaban. El viento pasaba silbando a nuestro alrededor y yo noté que a cada zancada nos alejábamos más y más de la muerte. Cuando alcanzamos los límites del bosque, ClanFintan se detuvo suavemente y puso sus brazos sobre los míos. Ninguno de los dos habló.
Finalmente, conseguí relajarme, y él apartó los brazos. Se giró y me levantó de su lomo con delicadeza. En aquella ocasión no me soltó cuando mis pies tocaron el suelo, lo cual estuvo muy bien, porque yo no podía prescindir del consuelo de su abrazo. Apoyé la mejilla en su pecho y dejé que su calor me protegiera. Me di cuenta de que estaba temblando y de que me castañeteaban los dientes, y me pregunté de repente si alguna vez volvería a sentir calor.
– Habéis sido valiente. El MacCallan se habría sentido orgulloso de vos.
– Estaba muy asustada. Casi me desmayo.
– Pero no os habéis desmayado.
– No, pero juro que he estado a punto de caerme al suelo.
– Yo os habría sujetado.
– Gracias.
Lo abracé por la cintura y sentí como él se apoyaba lentamente en mí, hasta que sus labios se posaron, sólo durante un momento, en mi cabeza.
Yo incliné la cara hacia atrás y lo miré a los ojos. No sabía qué pensar de aquel hombre caballo con quien debía permanecer casada durante un año. Era obvio que me interesaba. Después de todo, no había conocido nunca a nadie como él. Admitamos que no hay muchos centauros corriendo por Oklahoma, al menos por Tulsa. Una no podía saber lo que pasaba en el interior del Estado. No obstante, tenía que reconocer una cosa, y era que me sentía mejor cuando estaba en contacto con él. Eso era algo que nunca me había sucedido con ningún hombre.
Sin pararme a pensar en las consecuencias, ni en mis motivaciones, alcé una mano y la apoyé en la pechera de su peto. Entonces enganché los dedos en el borde y tiré hacia abajo una sola vez. Él no era tonto y no necesitó más ánimos. Me sorprendí al notar sus labios en los míos. Eran más cálidos que los labios de un hombre. Y demonios, era grande. Cuando me abrazó, lo olvidé todo por un momento, salvo su contacto y sus labios, y el calor de su boca cuando su lengua encontró la mía.
Y entonces el sonido de los cascos de los centauros que se aproximaban rápidamente interrumpió nuestro trance. ClanFintan me soltó, creo que de mala gana, mientras nos volvíamos para escuchar el informe de Dougal.
– No hemos encontrado los restos de ninguna mujer, mi señor, pero hemos encontrado huellas que se dirigían hacia el bosque por el noroeste. Entre las huellas de las criaturas había unas huellas más pequeñas, como las de las sandalias que llevan las…
Entonces, se le quebró la voz.
– Las mujeres y las niñas -dijo ClanFintan.
– Sí, mi señor. No se han tomado el trabajo de borrar su rastro. Es como si quisieran que supiéramos lo que han hecho y en qué lugar podemos encontrarlos.
– Han dejado de esconderse.
ClanFintan habló con tanta seguridad que yo lo miré sorprendida.
– ¿Cómo lo sabes?
Él se disculpó con una sonrisa.
– Te lo explicaré más tarde.
Se volvió hacia Dougal y continuó:
– Quédate aquí con lady Rhiannon mientras nosotros volvemos al castillo para terminar lo que hay que hacer.
Yo iba a protestar, pero él me puso en un dedo sobre los labios para acallar mis protestas.
– Avanzaremos más rápidamente si esperas aquí. No quiero estar en el castillo después del anochecer.
Yo tuve que darle la razón en aquello.
– Cuida de ella -le ordenó a Dougal. Después me dio un beso rápido en el dorso de la mano y se marchó hacia el castillo. Yo no envidiaba la tarea que lo estaba esperando.
– Mi señora -dijo Dougal con timidez-, ¿puedo ofreceros un poco de vino? -me preguntó, y me ofreció un odre que llevaba colgado de la espalda.
– Sí, gracias.
Un buen sorbo y volví a mirar hacia el castillo. Veía cómo los centauros arrastraban los cuerpos hacia el interior de las murallas. Habían interrumpido la comida de los pájaros, que ahora volaban sobre el castillo en círculos, emitiendo graznidos de protesta. Aparté la mirada de aquella escena truculenta y fijé los ojos en el mar salpicado de espuma blanca. Cerca del borde del acantilado había unas rocas escarpadas, y yo tuve el deseo repentino de subir a ellas y dejar que la brisa salada se llevara el olor a muerte de mi ropa.
Sólo había dado un par de pasos cuando me di cuenta de que Dougal me seguía. Le hablé sin darme la vuelta.
– Sólo voy a sentarme en una de aquellas rocas.
Lo miré, y por su expresión, me pareció que dudaba de mis intenciones.
– Te prometo que no me voy a tirar al mar. Me quedaré donde puedas verme.
Las rocas eran mucho más lisas de lo que parecían desde la distancia y me costó encontrar salientes a los que agarrarme. Conseguí subir a uno de los peñascos más pequeños. Frente al mar me solté el pelo y agité la cabeza. Después cerré los ojos. La brisa del océano sacudió mi cabello y me lo levantó de los hombros. Me pasé los dedos entre los mechones intentando deshacerme de aquel olor. Tomé otro trago de vino y recé a Dios, o a Epona, o a quien fuera, en agradecimiento por haber llenado el mundo de uvas.
Abrí los ojos lentamente, y tuve que entornarlos contra la brisa insistente. La costa que había a los pies del acantilado era salvaje y peligrosa. Las olas rompían violentamente contra las rocas afiladas. No había playa. El sol había comenzado a descender por el cielo y, mientras yo lo miraba besó la superficie del agua, volviéndola violeta y rosa. La suave belleza de la puesta del sol fue algo inesperado, y contuve el aliento de placer.