Me dirigí hacia aquella zona. No pude evitar mirar codiciosamente hacia los muebles, pero estaba segura de que el sueldo de una profesora de instituto no me permitiría hacer adquisiciones en aquella zona.
Los gustos del propietario de la casa eran coherentes. Todas las pinturas expuestas en los caballetes eran de tema mitológico. Había acuarelas y óleos. Todo, desde el nacimiento de Venus hasta una gran litografía del adiós entre Wotan y Brunilda.
– ¡Oh, madre mía, esto es muy gracioso!
Sin poder evitarlo, le di un suave codazo a la reina de las subastas de garaje, que estaba a mi lado, y señalé un fiero y enorme dragón que lanzaba llamas hacia una guerrera rubia montada en un corcel blanco. Ella se defendía del fuego con un escudo y blandía una espada. No pude distinguir el nombre del artista, pero el título, que estaba escrito en la parte de abajo, era Apagar el incendio del bosque.
– Tengo que hacerme con éste -dije, riéndome.
– Bueno, es un poco extraño -respondió la señora, con una voz nasal, e interrumpió mi sonrisa.
– Sí. Pero a mí me gusta pensar que es algo no normal, en vez de extraño.
Me dedicó una de aquellas miradas insípidas y comenzó a inspeccionar la sección de artículos domésticos. Yo suspiré, abrí mi pequeño cuaderno y escribí:
Lote 12, grabado del dragón.
Algunas de las otras pinturas eran interesantes, pero decidí concentrar mi energía financiera en aquel único grabado, y quizá en alguna ánfora o escultura. Detrás de los cuadros había lotes de objetos artísticos. En cada mesa había una pieza, junto a cajas con cosas variadas. Y otra vez, parecía que había un hilo conductor: las esculturas eran reproducciones en miniatura de obras griegas y romanas, y todas estaban muy desnudas.
En una de las mesas había tres estatuillas masculinas, de unos sesenta centímetros de altura. Me detuve y observé las tres. Eran Zeus, con su rayo preparado; un monarca heleno, posiblemente Demetrio I de Siria, según decía su etiqueta, y el tercero era un guerrero etrusco.
– Lo siento, chicos. Es muy duro dejaros aquí -dije, con una risita, y seguí hacia la mesa siguiente, que estaba llena de jarrones. Miré unas urnas de formas elegantes y…
El mundo se detuvo. De repente, y totalmente, el día se paralizó. La brisa cesó. Los sonidos se apagaron. No sentía el calor. Se me cortó la respiración. Mi visión se concentró en un solo punto: uno de los jarrones.
Mis pies comenzaron a moverse hacia él antes de que yo pudiera ordenárselo. Tomé la etiqueta de identificación con la mano temblorosa. Era el lote veinticinco, reproducción de un ánfora celta, cuyo original está situado sobre las tumbas de un cementerio escocés. Escena en color que representa súplicas a la sacerdotisa de Epona, la diosa celta de los caballos, de la fertilidad y de la naturaleza, asociada con el agua, la curación y la muerte indistintamente.
Se me nubló la vista y sentí un calor extraño en los ojos mientras observaba aquel cántaro. Parpadeé y lo estudié, intentando no hacer caso omiso de las cosas tan extrañas que estaba sintiendo.
El ánfora tenía unos sesenta centímetros de altura, y era como la base de una lámpara. Tenía un asa curva a cada lado. La parte superior tenía una abertura en forma de circunferencia. Sin embargo, no fue la forma ni el tamaño lo que me llamó la atención. Fue la escena que había pintada sobre la cerámica. El color de fondo era el negro, lo cual hacía que la escena destacara con todos los demás colores realzados con dorados y cremas. Era una mujer reclinada en un diván. Estaba de espaldas al observador, así que lo único que se veía de ella era la curva de su cintura, un brazo estirado hacia los suplicantes arrodillados ante ella y su cascada de cabello.
– Es como mi pelo.
No me había dado cuenta de que había hablado en voz alta hasta que oí las palabras. Su pelo era como el mío, en efecto, pero más largo. El mismo pelirrojo dorado, las mismas ondulaciones. Mi dedo se adelantó como si tuviera voluntad propia y me vi tocando el ánfora.
– ¡Oh!
¡Estaba ardiendo! Aparté rápidamente el dedo.
– No sabía que estaba interesada en la cerámica -me dijo el hombre de las entradas pronunciadas, bizqueando hacia mí-. Yo conozco bastante bien las categorías de cerámica americana antigua -dijo, y se humedeció los labios.
– Bueno, en realidad no estoy muy interesada en la cerámica americana -respondí. Su nueva invasión de mi espacio personal había sido como un jarro de agua fría sobre las cosas extrañas que yo había sentido-. Está demasiado al suroeste para mí. Me gustan las cosas griegas y romanas.
– Oh, entiendo. Qué pieza más fascinante la que estaba admirando -dijo él. Extendió las manos sudorosas y levantó el cántaro, volviéndolo del revés sobre su cabeza para observar el fondo.
– Eh… no nota nada raro en el ánfora, ¿verdad?
– No. Es una reproducción muy bien hecha, pero no detecto nada extraño sobre Epona ni sobre la urna. ¿A qué se refiere?
Dejó el ánfora en su sitio y se secó el labio superior con un pañuelo húmedo.
– Bueno, me ha parecido que quemaba cuando lo he tocado.
– Quizá… -se inclinó todavía más hacia mi espacio personal, prácticamente, metiendo su nariz respingona en mi escote- el calor haya sido generado por su generoso calor corporal.
Estaba casi salivando. Argg.
– Puede que tenga razón -ronroneé. Él dejó de respirar y se humedeció de nuevo los labios. Yo susurré-: Creo que he tenido fiebre. No consigo librarme de una desagradable candidiasis. Y desde luego, es peliaguda con este calor.
– Dios santo. Vaya. Dios santo -el hombre retrocedió rápidamente y salió de mi espacio personal. Yo sonreí y lo seguí. Él continuó retrocediendo-. Creo que será mejor que siga con mis lotes de cristalería de la Era de la Depresión, porque quiero estar allí cuando se abra la puja. Buena suerte -dijo. Después, se alejó rápidamente.
Los tipos como aquél eran una pesadez, pero también resultaba fácil librarse de ellos. Volví hacia la mesa de la urna y la miré de nuevo.
– Pero bueno, ¿qué pasa con este cántaro endemoniado?
Vista borrosa, dificultad para respirar… la cerámica estaba caliente, y el pelo de la diosa era igual que el mío. Decidí enfrentarme al ánfora.
Estaba justamente donde la había dejado el hombrecillo, y yo respiré profundamente al acercarme. Verdaderamente, tenía un aspecto misterioso. Entorné los ojos y me incliné hacia ella, con cuidado de no tocarla. La sacerdotisa tenía el pelo igual que el mío, y su brazo derecho estaba cubierto con una tela clara y vaporosa, y su forma de estirarlo era elegante, bella, con la palma de la mano hacia arriba y ligeramente inclinada. Parecía que aceptaba graciosamente las ofrendas de los suplicantes. Tenía un brazalete de oro alrededor del bíceps, y varias pulseras de oro en la muñeca. No llevaba anillos, pero el dorso de la mano estaba adornado con…
– ¡Oh, Dios mío!
Me llevé la mano a la boca para ahogar mi grito. Noté un nudo en el estómago, y de repente, no conseguía respirar. Porque en el dorso de su mano no había una joya, ni un tatuaje, sino una cicatriz. La cicatriz de una quemadura de tercer grado. Yo lo sabía porque mi mano derecha estaba decorada con la misma marca, exactamente.
Capítulo 3
– Señoras y señores, da comienzo la subasta. Por favor, acérquense al lote número uno, situado a la derecha de la fuente. Empezaremos por el mobiliario del dormitorio y el salón…