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– No seas tan listillo. Tú también hueles mal. Y yo tengo que montarte, lo cual significa que tú también vas a bañarte.

– Oh.

Nos quedamos en silencio de nuevo. Dios, aquello era ridículo. Después de todo, aquel centauro era mi marido. Además, ya me había visto lo suficiente como para que no hubiera azoramiento. Lo miré, y me di cuenta de que él también me estaba mirando a mí. De nuevo. Respiré profundamente y me recordé que yo nunca había sido tímida. Entonces, comencé a quitarme las botas. Acto seguido me solté el pelo, me desabroché los pantalones, me los quité y los dejé sobre una roca grande y plana mientras intentaba decidir si me quedaba con el tanga puesto o no. Opté por no hacerlo y me quité el pequeño triángulo de tela. Sin mirar a ClanFintan, intenté deshacer el mundo de las cintas que me sujetaban el peto por la espalda, y entonces oí que él se movía detrás de mí.

– Permíteme que lo haga yo.

Su voz era grave. Tenía aquel tono aterciopelado y sensual que yo deseaba oír. Sus dedos reemplazaron a los míos y sentí su calor único a través del cuero suave. Pronto, los nudos estuvieron deshechos, y yo pude sacarme el peto por la cabeza.

Cuando mis pies tocaron el agua, olvidé cualquier pensamiento de pudor.

– ¡Dios mío! ¡Está congelada!

Oí una risotada.

No me permití vacilar, porque sabía que me rendiría, así que entré en el remanso. El fondo era de guijarros pequeños y suaves, así que no me cortaban los pies. Respiré profundamente y me hundí en el agua hasta los hombros.

Aunque estaba tiritando, descubrí que bajo el agua no se estaba tan mal. Sobre todo, teniendo en cuenta que así ocultaba la vista de mi cuerpo desnudo a los ojos de ClanFintan. Me volví hacia el centauro; su rostro estaba entre las sombras, pero vi el blanco de sus dientes cuando me sonrió.

– Ojalá tuviera jabón. Me vendría bien lavarme el pelo.

Él se acercó a la orilla y se puso a rebuscar en el suelo, cerca de sus cascos. De repente elevó una pata y pisoteó varias veces una piedra negra y plana.

– ¿Te servirá esto? -me preguntó, y señaló el suelo, que estaba cubierto de unos trozos de piedra arenosa y muchas burbujas de jabón.

No me moví. Que yo supiera, en Oklahoma no había ninguna piedra que sirviera de jabón. Estaba desconcertada. Otra vez.

– Sé que no está perfumado ni procesado, pero el jabón de arena funciona muy bien, incluso en su forma natural.

Tonta de mí.

– Eh… por supuesto. Pero voy a congelarme si me pongo en pie. ¿Te importaría traerme un puñado?

ClanFintan se inclinó para tomar un puñado de aquella arena jabonosa.

– Será mejor que te quites el chaleco -dije yo, con una sonrisa burlona-. Te vas a mojar.

No creo que nunca haya visto a un hombre quitarse la camisa o el chaleco tan rápidamente. En un instante, entró en el remanso chapoteando y avanzó por el agua hacia mí, con las manos llenas de burbujas y arena. Cuando llegó a mi lado, me ofreció el jabón, y yo, con agradecimiento, tomé un puñado. Después comencé a enjabonarme los brazos, las axilas, y, bueno, otras partes. Tuve que alzarme un poco en el agua para llegar a aquellas otras partes. Intenté mantenerme de espaldas a él porque se había quedado inmóvil, observándome, frotándose suavemente el pecho con algo de arena. Pecho que era muy musculoso, muy ancho, y en aquel momento estaba muy desnudo. Era una buena cosa que el agua estuviera tan fría; de repente yo había empezado a sentir calor.

Para dejar de pensar en su pecho, me sumergí en el agua por completo y agité la cabeza hasta que tuve el pelo completamente empapado. Saqué la cabeza del agua y tomé un poco más de jabón de arena de aquella jabonera tan atractiva. Mientras me frotaba furiosamente el pelo, disfruté de aquel olor dulce y poco común del jabón de arena. Olía un poco vainilla, quizá a miel, mezclada con algún tipo de nuez.

– Yo lo haré -dijo ClanFintan. De repente, sus manos reemplazaron a las mías, y comenzó a masajearme el cuero cabelludo con sus dedos cálidos y firmes. Su cuerpo estaba a pocos centímetros del mío, y yo notaba su calor a través del agua.

– Es una sensación maravillosa -susurré.

Mi intención era hacerle un cumplido de camarada, pero salió de mi boca en forma de gemido susurrante. Sus dedos resbaladizos bajaron desde mi cabeza hasta mi cuello, deslizándose hasta mis hombros, y después hasta la base de mi cuello y hacia la cabeza nuevamente. Me incliné hacia atrás hasta que sentí que mi espalda rozaba el calor de su pecho. Sus manos se detuvieron sobre mis hombros y yo puse las mías sobre las suyas, y le acaricié los antebrazos enjabonados, deleitándome con la dureza de sus músculos tensos.

En aquella ocasión, ni siquiera intenté que mi gemido fuera de camarada. El frío del agua, combinado con su calor y con el tacto del jabón, hizo que todo se me licuara por dentro. Me volví en sus brazos y me elevé por encima del agua, lo justo para que nuestras caras estuvieran al mismo nivel. Él posó las manos en mi cintura y yo me quité el exceso de jabón del pelo y me recogí la melena sobre la cabeza. Sin apartar mis ojos de los suyos, comencé a frotar el jabón sobre su torso.

– Permíteme que lo haga yo -ronroneé.

Él sonrió al oír que yo repetía sus palabras. Le enjaboné el pecho y extendí la espuma por sus hombros y por sus maravillosos brazos. Después le froté la espalda. Las puntas de mis pechos le rozaron seductoramente la piel, moviéndose al ritmo de mis manos.

Me pareció que su respiración se aceleraba, pero no podía estar del todo segura, porque mi corazón latía con tanta intensidad que amortiguaba todos los demás sonidos, salvo el gemido profundo que escapó de sus labios mientras se inclinaba para besarme. Deslizó las manos desde mi cintura hasta mis nalgas, y mis pechos se aplastaron contra su torso cuando yo le rodeé el cuello con los brazos.

Por supuesto, el pelo tenía que caérseme por la cara en aquel preciso instante, e interponerse directamente entre nuestros ojos y nuestras narices.

Nos separamos escupiendo y quitándonos la espuma de los ojos y de la boca.

– Lo mejor será que me aclare ya.

El tono de voz sexy que yo deseaba para mi voz se estropeó, porque solté unas cuantas pompas arenosas por la boca, hacia su pecho.

– Ooh, lo siento.

Él se echó a reír y empezó a aclararse los ojos con agua para quitarse el jabón y la arena.

Yo me sumergí en el agua, y me aclaré hasta que no quedó rastro de jabón en mi pelo. Volví a agacharme bajo el agua, observando cómo él intentaba quitarse el jabón de los ojos.

De repente me estremecí, y me pregunté cómo era posible que sintiera tanto calor por dentro y tuviera tanto frío por fuera.

– Estás helada -dijo él, y me colocó un mechón de pelo húmedo detrás de la oreja.

– Es cierto. Me parece que deberíamos secarnos.

– Sí.

Ninguno de los dos se movió. Seguimos sonriéndonos el uno al otro como si tuviéramos el cerebro igual de congelado que los pies. Me levanté un poco, de modo que el agua sólo me llegaba por debajo de las costillas, y caminé lentamente hacia él, disfrutando de la manera en que sus ojos viajaban por mi cuerpo húmedo. Sabía que la luz distante se reflejaba suavemente sobre mis curvas, y que favorecía a mi cuerpo voluptuoso. Sus ojos oscuros me decían que estaba recreándose en lo que veía, y yo envié una plegaria silenciosa al cielo por ello.

Me puse de puntillas y lo besé ligeramente, y susurré contra sus labios:

– Será mejor que te aclares bien, porque ese jabón va a picarte mucho en el pelaje si se seca.

Después me di la vuelta y me dirigí hacia el lugar en el que habíamos dejado la ropa y la manta. Por detrás de mí oí chapoteos y gruñidos. Era como si un hombre caballo muy grande estuviera intentando librarse de todo el jabón.