Él me tapó con la otra manta.
– Buenas noches. Que duermas bien, Rhiannon -dijo.
Sin embargo, no hizo ademán de marcharse.
– ¿Cuándo es tu turno de vigilancia? -pregunté. Qué demonios, era mi marido.
– Un poco después de que salga la luna.
– Entonces, ¿puedes quedarte conmigo hasta que me duerma?
– Si tú quieres, sí.
– Sí quiero.
Me incorporé y me hice a un lado para dejarle sitio. Él se reclinó sobre el nido. Era como si estuviera sentado detrás de mí. La parte humana de su torso era alta, pero no tan grande como para que resultara embarazoso. Yo dejé que se acomodara, y después me incliné hacia atrás, de modo que mi cabeza y mis hombros descansaron cómodamente contra su pecho, entre sus brazos. Cambié de posición para mirarlo, todavía entre sus brazos.
Mi pelo se estaba comportando de una manera enloquecida, como de costumbre. Al dejar que se me secara junto al fuego, se me había rizado como el de una gorgona. Él me lo apartó de la cara.
– Lo siento. Molesta demasiado. Debería cortármelo -dije, y soplé para quitarme uno de los rizos de la boca.
Me miró con un pestañeo de sorpresa.
– Las mujeres no se cortan el pelo.
Oh, oh.
– Sería más fácil si lo hiciéramos -dije. Demonios. ¿Habría notado él que yo tenía el pelo más corto que Rhiannon? Añadí apresuradamente-: Cuando Alanna me cortó las puntas el otro día, debería haberle pedido que cortara un poco más.
– Quizá el pelo corto sea más cómodo, pero es menos atractivo.
– Puede que tengas razón.
– Sí.
Entonces él comenzó a acariciarme el pelo y enredó sus dedos en él. Alzó la mano, todavía atrapada entre mis rizos, se inclinó hacia abajo y enterró la cara en mitad del cabello. Aquel movimiento me atrapó contra su pecho y sentí, más que oí, su suave gemido.
Después sacó la cara de mi pelo y me miró a los ojos. Estábamos muy cerca el uno del otro.
– Entonces, ¿te gusta mi pelo? -mientras yo susurraba la pregunta, sus ojos viajaron hasta mi boca.
– Me estoy dando cuenta de que me gustan muchas cosas de ti.
Yo sonreí.
– Parece que eso te sorprende.
Él volvió a mirarme a los ojos.
– Es cierto, me sorprende.
– No tiene por qué. Lo que ves es lo que soy realmente.
Antes de que él pudiera iniciar una conversación que Alanna no habría aprobado, yo lo atraje hacia mí y lo besé.
Me pregunté si alguna vez me acostumbraría a su contacto. Era como de calor líquido. A medida que él exploraba mi boca, mi mente se trasladó a otros lugares de mi cuerpo, lugares que también me gustaría que explorara. Se me puso la carne de gallina y gemí contra sus labios.
Entonces, él se apartó de mí. Sólo un poco, pero yo sentí la ausencia de su calor como un viento frío.
– ¿Por qué has parado?
– Tienes que dormir -respondió él, y me dio un golpecito en la nariz con el dedo-. Además, yo tengo que parar esto antes de que se me olvide que no puedo permitirme cambiar de forma esta noche.
Bajó el dedo desde mi nariz, y comenzó a dibujar la forma de mis labios. Aquello también me produjo un escalofrío.
Atrapé su dedo entre los dientes y se lo mordí con delicadeza. Me sentí gratificada al notar que él tomaba aire bruscamente. Liberé su dedo con un beso.
– Es un rollo.
– ¿Qué es un rollo?
– Un rollo es que no puedas cambiar de forma esta noche.
– Un rollo es algo malo.
Nos sonreímos el uno al otro, como adolescentes.
Yo me acurruqué contra él, y su calor me envolvió.
– Intenta dormir -susurró contra mi pelo.
– Se me ocurren otras cosas que preferiría estar haciendo.
– Relájate y piensa en el sueño.
Su voz sonó tirante, lo cual hizo que yo sonriera contra su pecho.
De repente, una de sus manos comenzó a masajearme los músculos tensos de la espalda. Yo suspiré de placer.
– Eso está muy bien.
Él soltó un gruñido como respuesta, que sonó como una orden ahogada de que me callara. Siguió masajeándome los músculos de la espalda y comenzó a moverse hacia abajo, hacia mis nalgas doloridas y desnudas.
– Ayyy, me duele.
– Lo sé. Estate quieta.
Ahora parecía mi abuela.
Sin embargo, yo me callé. Entre mi agotamiento y aquel masaje cálido e insistente sentí que se me relajaban los músculos. El sueño llegó de repente, y me apoderó de mí.
Al principio mis sueños fueron retazos incoherentes, pero pronto me encontré flotando sobre las dos hogueras y los centauros dormidos. La luna se había elevado por el cielo y era como una rendija de luz en el firmamento lleno de estrellas. En aquella ocasión intenté dominar la sensación de vértigo mientras, contra mi voluntad, mi cuerpo se elevaba más alto y más alto y comenzaba a flotar hacia el noroeste.
Miré hacia la izquierda y vi el brillo del castillo abrasado. Cerré los ojos y le rogué a quien tuviera el control que no me obligara a bajar allí. Al instante tuve una sensación reconfortante de seguridad. Me relajé un poco y abrí los ojos.
No estaba viajando hacia el castillo. Me dirigía hacia unas montañas lejanas. Intenté virar hacia el este para poder ver a Epi y flotar sobre el templo, e investigar lo que estaba sucediendo allí. Sin embargo, como ya sabía, no tenía control real sobre aquel tipo de experiencia onírica.
Mi cuerpo siguió flotando rápidamente hasta que alcanzó el límite del bosque; entonces mi velocidad aumentó tanto que los árboles se convirtieron en un borrón oscuro. Mi cuerpo avanzaba como si hubiera salido disparado de una honda.
Me detuve de repente, ante una estructura erguida junto a la boca de un paso de montaña. Era un castillo grande, casi tan grande como el de mi padre, pero a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me di cuenta de que aquél no era como el Castillo de MacCallan. El castillo de mi padre era pintoresco y bello, y aquel otro edificio era imponente y severo.
Y entonces lo sentí. Si hubiera estado de pie, me habría doblado por la cintura. Era la misma sensación que había experimentado la noche en que fui testigo de la destrucción del Castillo de MacCallan. Desde aquella otra fortaleza emanaba la maldad, espesa y asfixiante. El eco del horror de aquella noche reverberaba a través de los muros que había debajo de mí, no en forma de sonido, sino de sensaciones. Intenté concentrarme en el castillo y verlo de una manera objetiva, pero las sombras de MacCallan estaban conmigo; la muerte se había apropiado de mi percepción. No podía apartar los fantasmas de aquellos hombres de la cabeza ni del alma.
Parecía que aquel castillo hubiera sido tallado en las montañas. Era un cubo perfecto de muros gruesos y puertas suntuosas. Sus muros eran de una piedra gris y áspera. Mi cuerpo se acercó flotando hasta que estuve exactamente sobre el centro del edificio. El castillo no dormía. Vi muchas hogueras ardiendo en el patio central. Aunque mi cuerpo no podía sentir la temperatura, me di cuenta de que debía de hacer mucho frío, porque las formas que avivaban las hogueras estaban cubiertas con mantas pesadas, y con capas. Me estremecí, y por un momento, tuve miedo de haber tomado por mantas y capas las alas que había visto antes. Sin embargo, cuando una de aquellas figuras se quitó la manta de los hombros vi que era una mujer humana. Mi espíritu se acercó. Todas aquellas figuras eran mujeres, pero se movían metódicamente y no hablaban entre ellas, como si fueran autómatas.
– Las mujeres del Castillo de MacCallan.
Hablé en voz alta y vi que una de ellas volvía la cabeza en dirección a mí. Era joven, seguramente sólo tendría trece o catorce años. Tenía los pómulos altos y los rasgos bellos, los ojos grandes y las pestañas espesas. Miró en dirección a mí, intentando ver algo que no tenía sustancia real. Su cabello era una masa de rizos que atrapaba la luz del fuego y brillaba como una gema.