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Oía la voz monótona del subastador, de fondo, mientras se abría la puja para el lote número uno, una reproducción de un dormitorio Victoriano de seis piezas, pero la cerámica tenía atrapada toda mi atención. Permanecí junto al objeto de mi elección, esperando a que la subasta llegara hasta mí. Volví a mirar la mano de la sacerdotisa, y miré también la mía.

La cicatriz estaba allí. Llevaba allí desde que yo tenía cuatro años y había pensado, precozmente, que podía ayudar a mi abuela a hervir el agua para los macarrones más rápido si agitaba el cazo por el mango. Por supuesto, me había caído agua hirviendo en la mano, y me había dejado una cicatriz en forma de estrella. Treinta y un años después, el tejido en relieve todavía causaba comentarios de amigos y extraños. ¿Y la señora de la cerámica tenía exactamente la misma cicatriz?

Imposible. Sobre todo, en una reproducción de una antigua ánfora celta.

Y sin embargo, allí estaba, como si quisiera provocarme un ataque de nervios.

– Necesito un trago.

El eufemismo del año. Miré al subastador, y me di cuenta de que ya iban por el lote número siete, una reproducción de un armario Luis XIV. La puja iba rápido. Tuve tiempo para acercarme al mostrador de las bebidas y recuperar la compostura antes de que ellos se acercaran a las obras de arte. Yo ya no iba a pujar por el grabado del dragón, por supuesto. Tenía que concentrar mi dinero y mis energías en el cántaro.

Por extraño que fuera, en cuanto me alejé un poco de la mesa de cerámicas comencé a sentirme mejor. No sentía ráfagas de calor, ni tenía problemas para respirar, ni me veía en momentos en los que se detuviera el tiempo. La mesa improvisada de refrescos estaba junto al equipamiento agrícola. Había bebidas frías, café y perritos calientes. Pedí un refresco light y lo bebí a sorbitos, mientras volvía lentamente hacia la cerámica.

Al instante, se me formó un nudo en el estómago. Era muy raro. Debería comprar el grabado del dragón, meterme en el coche, ir a casa y tomarme una botella medicinal de merlot. Todo aquello era lo que se me pasaba por la mente mientras volvía hacia el ánfora.

– Todavía sigue pareciéndose a mí.

– Es bastante extraño, ¿no le parece, señorita?

El tipo esquelético de la entrada estaba detrás de la mesa de la cerámica. Acarició despacio el ánfora, se detuvo brevemente en el pelo de la sacerdotisa, y después recorrió la línea del brazo con un dedo.

– Entonces, usted también lo ha notado -dije. Entorné los ojos, y él apartó la mano de mi ánfora.

– Sí, señorita. Me fijé en su pelo cuando llegó. Es un color muy bonito, y lo lleva largo, no como la mayoría de las jóvenes de hoy día, que se lo cortan. El suyo destaca.

Su tono era inofensivo, pero sus ojos tenían una intensidad que de repente me produjo incomodidad. E, incluso desde el otro lado de la mesa, yo percibía el olor desagradable de su aliento.

– Bueno, para mí ha sido una impresión muy fuerte -respondí.

– Probablemente, el destino le está diciendo que lo compre -dijo él, y fijó su mirada antinatural en mí-. Esta urna no debe irse a casa con ninguna otra persona.

Aquello me hizo reír.

– Espero que el destino sepa mantener la puja al alcance del sueldo de una profesora.

– Lo hará.

Con aquel comentario tan críptico, acarició el cántaro una vez más y se alejó.

Demonios, aquel, tipo sí que era extraño. Aunque más hablador que el padre de Los chicos del maíz.

La subasta se desarrollaba con rapidez, y había comenzado la puja por las estatuillas. Había varias personas interesadas en ellas. Me uní al grupo de alrededor de la plataforma móvil del subastador, que habían situado detrás de la mesa. La subasta comenzó en cincuenta dólares por Zeus, pero cinco personas elevaron rápidamente aquella cantidad a los ciento cincuenta. Al final, lo compró una mujer por ciento setenta y cinco dólares. No estaba mal. El sirio suscitó más interés; debía de ser por sus músculos. La puja ascendió rápidamente desde cincuenta a trescientos cincuenta. Empecé a preocuparme por los precios.

El sirio fue vendido por cuatrocientos cincuenta dólares. Una mala señal. Yo tenía un presupuesto de doscientos dólares para aquella subasta. Podía aportar cincuenta dólares más, pero no podía exceder aquella cantidad.

El guerrero etrusco se vendió por cuatrocientos dólares.

Se me encogió el estómago de nuevo cuando me acerqué, junto a la multitud, a la mesa donde estaba la cerámica, y escuché al subastador hablando de que los siguientes lotes estaban compuestos por excelentes reproducciones, dignas de un museo, de la cerámica griega, romana y celta. ¿No podía callarse un poco? Me abrí camino entre la gente, intentando no prestarle atención al extraño sentimiento que me producía estar tan cerca del ánfora. La puja por el lote número veinte se abrió con setenta dólares.

Sólo había tres personas pujando por la cerámica. Los tres tenían aspecto de anticuarios. Llevaban pequeños cuadernos, y tenían una mirada intensa de profesional. Era algo muy diferente al hecho de enamorarse de un objeto de una mansión y querer llevárselo a casa. El anticuario tenía una actitud más mercantil hacia su compra: «Oh, estoy impaciente por poner esto en mi tienda y subirlo un ciento cincuenta por ciento». Yo estaba sentenciada.

El lote número veinte fue a parar a manos de uno de los comerciantes, una mujer de pelo rubio teñido, por trescientos dólares.

El lote veintiuno fue a parar a manos de un anticuario que parecía inglés, y que pagó quinientos dólares por una vasija romana del siglo II, del estilo Mosel Keramik, que significaba, según nos explicó al resto de las gentes ignorantes, que era de la mejor y más exquisita calidad. El inglés se quedó muy orgulloso con su adquisición.

Poco después, la puja llegó al lote número veinticinco, y el subastador procedió a describir el artículo:

– Se trata de la reproducción de un ánfora celta, cuyo original estaba situado sobre las tumbas en un antiguo cementerio escocés, con una escena en color, que representa el momento de las súplicas hechas a la sacerdotisa de Epona, la diosa de los caballos. Epona fue la única deidad celta que adoptaron los invasores romanos, y ella se convirtió en su diosa personal, protectora de sus legiones míticas.

Hablaba con orgullo, como si él mismo hubiera modelado el ánfora y fuera amigo personal de Epona. Lo odié.

– Admiren el uso excepcional del color y los contrastes sobre la cerámica. ¿Abrimos la puja con setenta y cinco dólares?

– Setenta y cinco -dije yo, y levanté la mano para llamar su atención.

– Tengo setenta y cinco, ¿he oído cien?

– Cien -dijo la señora que había estado delante de mí en la fila para inscribirse, y levantó su mano regordeta.

– Ciento diez -dije yo.

– Ciento diez -dijo el subastador-. Tengo una oferta de ciento diez dólares. ¿Alguien da ciento veinticinco?

– Ciento cincuenta, por favor -dijo el inglés. Era de esperar.

– El caballero ofrece ciento cincuenta dólares -dijo el subastador-. Ciento cincuenta, ¿alguien ofrece doscientos?

– Doscientos -dije yo, con los dientes apretados.

– Ah, la dama ofrece doscientos dólares, ¿alguien da doscientos veinticinco?

Silencio. Yo contuve la respiración.

– La última puja es de doscientos dólares -dijo él, y hubo una pausa expectante. Tuve ganas de zarandearlo y obligarlo a adjudicarme la pieza, pero el subastador continuó-: ¿Alguien ofrece doscientos veinticinco?

– Doscientos cincuenta -dijo la señora de nuevo. Antes de que yo pudiera levantar la mano para gastarme más de lo que me permitía el presupuesto, el inglés, con un aleteo de sus dedos largos y blancos, elevó el precio a doscientos setenta y cinco.