Mientras los sirvientes llenaban nuestros platos, Alanna aprovechó la oportunidad para ponerse en pie y hacerme una reverencia.
– Me ocuparé de lo que hemos hablado, mi señora -dijo. Después se volvió para inclinarse hacia ClanFintan-. Os deseo una buena noche, mi señor.
– Gracias, Alanna.
– Sí, gracias, amiga. Como siempre tienes mi amor, además de mi agradecimiento por tu lealtad.
Alanna no se ruborizó ni se quedó sorprendida por aquella frase que todo el mundo debía de considerar poco corriente por mi parte. Se limitó a lanzarme una mirada de gratitud y salió elegantemente, con la cabeza alta. Hubo un momento de silencio, y después los sirvientes, confusos y silenciosos, la siguieron.
Rhiannon debía de haber sido una bruja horrible.
La puerta se cerró.
Yo me estaba muriendo de hambre, en todos los sentidos de la palabra.
Y ahora que estábamos solos, me sentía increíblemente nerviosa. Me puse a mirar con gran interés la comida que tenía en el plato.
– Vaya, esto tiene un aspecto maravilloso.
Con entusiasmo, pinché un pedazo de algo que parecía pollo y me lo metí en la boca.
– Sí, maravilloso.
La voz de ClanFintan había recuperado el tono susurrante. Eso me provocó escalofríos desde los dientes hasta los dedos de los pies. Y por todas partes entre medias.
Sus ojos se clavaron en los míos. Tenía un codo apoyado en el brazo del diván. En la otra mano tenía la copa de vino. Ni siquiera estaba fingiendo que tuviera interés en la comida.
Yo tragué rápidamente.
– ¿No tienes hambre?
Su sonrisa lenta atrajo mi mirada hacia sus labios carnosos.
– No. He cenado antes de venir a tu habitación.
– ¡Ya has cenado!
¿Por qué no me lo había dicho? Yo también habría cenado.
– Disfruto viendote comer -dijo-. Verdaderamente, te encanta la comida.
Bueno, en eso tenía razón.
Yo todavía me sentía incómoda.
– Pero yo no quiero cenar sola.
Él se quedó sorprendido.
– No estás cenando sola. Yo estoy aquí.
– Sí, eso es cierto -murmuré, a través de aquello que sabía a pollo.
ClanFintan se echó a reír.
– Eres muy graciosa. No sabía eso de ti.
– Bueno, nunca te acostarás sin saber algo nuevo.
– Eso es cierto.
Parecía que le había gustado el dicho. Supongo que los clichés funcionaban bien en este mundo.
Yo mastiqué la comida y lo observé atentamente.
– No parece que hayas hecho un viaje tan duro, llevando una pasajera, y prescindiendo de dormir durante varios días.
En realidad, parecía fuerte y fresco, guapísimo, para ser más exactos.
– Me ha gustado llevar tu carga -su voz ronca era muy sugerente-. Y mi resistencia es mayor que la de un hombre humano.
Yo tomé un pedazo de langosta de una cola abierta. Goteó mantequilla y yo la succioné con la boca.
Oí que se le cortaba el aliento.
Lentamente, me lamí el líquido de los labios.
– Ya lo habías mencionado antes.
– Sí, lo había hecho.
Me complació darme cuenta de que su respuesta sonaba tensa.
– No creo que te haya dado las gracias por seguirme. Nunca lo habría conseguido sin ti. Gracias.
– No tienes nada que agradecerme. La próxima vez que necesites emprender una búsqueda, por favor permíteme que te acompañe desde el principio.
Antes de succionar otro pedazo de langosta, dije con un ronroneo:
– No se me ocurriría salir de casa sin ti.
Con la lengua, atrapé otra gota de mantequilla de mis labios, y después saboreé la carne blanca y la mastiqué lenta y deliberadamente. Tragué y volví a lamerme los labios.
– Te llamaré señor American Express.
Él estaba hipnotizado y vagamente confuso.
– ¿American Express? ¿Quién es?
La langosta se había terminado, así que tomé una fresa azucarada y la mordí delicadamente, mientras observaba como él me observaba a mí.
– Es alguien que me permite tener exactamente lo que deseo -expliqué, y lamí el jugo de la fresa de mis dedos-. Mmm, esto es buenísimo.
– Sí, buenísimo.
Vaya, vaya, vaya. No creía que estuviera hablando de la fresa.
Tomamos un poco de vino. Yo intenté comportarme recatadamente mientras nos estudiábamos el uno al otro. Se me había subido el vino a la cabeza, y estaba empezando a perder inhibiciones. En realidad, nunca había tenido un problema de inhibición. Sin embargo, el asunto del hombre caballo había sido un poco sobrecogedor al principio.
¡Y de eso se trataba! ClanFintan había dejado de ser un hombre caballo para mí. Noté que mis labios se curvaban en una sonrisa seductora. De repente, entendía lo que debía de haber sentido la Bella al enamorarse de su Bestia. Él era mi marido, y yo lo deseaba. Lo único que tenía que hacer era estirar el brazo y podría acariciarlo.
Dejé la copa de vino en la mesa y me incliné hacia adelante. Su brazo derecho todavía descansaba en la curva del diván. Lentamente, posé los dedos en su bíceps y se lo acaricié, hacia abajo, hasta que terminé en su palma. Él cerró los dedos cálidos alrededor de mi mano. No tiró de mí, como habría hecho un hombre humano. En vez de eso, me acarició la muñeca y esperó, permitiendo que fuera yo quien decidiera cuándo quería acercarme a él, o si quería acercarme a él.
Y aquélla fue una decisión muy fácil.
Me puse en pie y caminé hasta el otro lado de su diván. Él movió el cuerpo para quedar frente a mí. Como ya he mencionado, es un tipo muy grande. Aun estando yo de pie, y él reclinado, nuestras cabezas seguían sin estar al mismo nivel, pero al menos no era como una torre sobre mí. Me acerqué a él y, de inmediato, el calor que irradiaba me envolvió. Sin ser consciente de lo que hacía, elevé los brazos y posé las manos en sus hombros. Después, cuidadosamente, deslicé las manos, deleitándome al principio con el tacto de su chaleco, y después con la suavidad del vello de su pecho. Elevé los ojos para encontrarme con los suyos. Él me estaba mirando con intensidad.
– Me encanta acariciarte -susurré.
– Me alegro.
Aquella voz… no creo que haya oído nunca un sonido tan seductor. Era una caricia verbal. Encendió llamas por todo mi cuerpo.
Deslicé las manos hacia el interior del chaleco y viajé por su pecho amplio. Descendí para acariciar las líneas de su estómago musculoso, deteniéndome en los bordes firmes y disfrutando del modo en que él temblaba bajo mis caricias.
Bajé hasta el lugar en que su cuerpo humano se volvía caballo. Entonces mis manos se detuvieron.
Se negaban a explorar más allá. Inesperadamente, me sentí paralizada por el miedo a lo desconocido. Volví a mirarlo a los ojos.
– Hay una cosa que debes creer -me dijo entonces-: Yo nunca te haría daño. No debes tenerme miedo.
– Todo esto es muy nuevo para mí.
– Te prometo que nunca haré nada que te resulte incómodo.
– ¿Me deseas?
Mi voz tembló, y me pregunté con impaciencia si quería escuchar un «sí» o un «no» como respuesta.
– Te deseo más de lo que tú podrías entender.
El tono erótico había desaparecido de su voz, sustituido por una triste resignación. Con la mano, sin tocarme la piel, siguió la silueta de mi hombro y mi brazo, hasta el lugar en el que mi mano se había detenido, en su cintura, y entonces suspiró y posó su mano sobre la mía. El calor de aquella caricia me provocó un escalofrío por todo el cuerpo.
La resignación callada de su respuesta acabó con los últimos vestigios de mi temor. Me sentía como un nadador que se estaba preparando para saltar desde un acantilado.