Por encima del bombardeo sordo que me golpeaba los oídos, pude oír que la guerra por el ánfora continuaba entre el inglés y la señora. Terminó en trescientos cincuenta dólares, muy por encima de mis posibilidades. Me retiré lentamente mientras la gente se acercaba hacia el lote siguiente, y me senté al borde de la fuente. El inglés y la rubia teñida estaban charlando. Era evidente que habían terminado de pujar. Seguramente, eran propietarios de tiendas de antigüedades y obras de arte. Estaban riéndose, hablando, con la camaradería propia de dos colegas de profesión.
No iba a llevarme el ánfora a casa. Se parecía a mí. Hacía que me pusiera neurótica, pero se la llevaba el inglés. Suspiré con toda mi alma. No sabía lo que me ocurría pero me sentía fatal.
Quizá debiera pedirle al inglés su tarjeta y ahorrar lo suficiente como para… Tal vez pudiera dar clases en verano y…
Me di cuenta de que el inglés levantaba su ánfora y la examinaba con una sonrisa de propietario mientras esperaba que el ayudante la empaquetara. De repente, le cambió la cara. Su sonrisa se convirtió en una expresión de enfado. Mmm… Me levanté y me acerqué.
– ¡Dios santo! ¿Qué es esto? -tenía el cántaro por encima de la cabeza, y miraba insistentemente hacia el interior.
– Señor, ¿hay algún problema? -le preguntó el ayudante, que estaba tan desconcertado como yo.
– ¡Eso parece! ¡El ánfora está agrietada! Para mí no tiene ningún valor -declaró, y la dejó descuidadamente sobre la mesa.
El ayudante agarró la cerámica y la miró a la luz. Entonces se quedó pálido.
– Señor, tiene razón. Por favor, acepte mis disculpas. Este objeto está dañado. Se corregirá inmediatamente su factura.
Mientras hablaba, otro ayudante salió corriendo hacia el tenderete de las cuentas.
– Disculpe -pregunté, en un tono de despreocupación totalmente fingido-: ¿Qué va a pasar ahora con el ánfora?
Los tres se volvieron a mirarme.
– Será subastada de nuevo, teniendo en cuenta su estado, por supuesto -me dijo el ayudante.
Le entregó el ánfora a otro ayudante diferente, que se apresuró a llevársela al subastador. Yo lo seguí con las piernas temblorosas.
– Oh, vaya. Parece que ha habido un error que debemos corregir -dijo el subastador, molesto-. Antes de que continuemos con el lote número treinta y uno, tenemos que volver a subastar el lote veinticinco. La reproducción de la cerámica tiene una pequeña grieta en la base. Es una lástima.
Yo me abrí paso entre la gente hasta él, y oí que decía:
– ¿Alguien ofrece veinticinco dólares?
Silencio.
No podía creerlo. Quería gritar, pero contuve mi euforia mientras él miraba a todo el mundo.
– ¿Quince dólares? ¿Alguien ha dicho quince?
Silencio.
Sólo diez minutos antes había una guerra de pujas por aquella cerámica, y había alcanzado la cantidad de trescientos cincuenta dólares. Y ahora que ya no era perfecta, el tipo no conseguía ni quince pavos. El destino me susurró al oído.
– Tres dólares y cincuenta centavos -dije, sin poder contenerme.
– ¡Vendido! Por tres dólares y cincuenta centavos. Señora, por favor, facilítele su número a mi ayudante. Puede recoger su ánfora inmediatamente.
Capítulo 4
– Mi número es el cero-siete-cuatro. He venido a pagar mi cuenta -dije.
Parecía que la cajera era una empleada por horas… se movía con mucha lentitud. Yo intenté no moverme con nerviosismo. «Quiero mi cántaro, quiero mi cántaro, quiero mi cántaro». Me estaba volviendo una psicópata.
– El total es de tres dólares con setenta y ocho centavos… impuestos incluidos.
– Aquí tiene. Quédese el cambio -dije, mientras le entregaba un billete de cinco dólares. Ella sonrió como si yo fuera Santa Claus.
– Gracias, señora. Pediré que le traigan sus cosas rápidamente -respondió, y después dijo hacia atrás, por encima de su hombro-: Zack, trae las cosas del número cero-siete-cuatro.
Zack salió desde detrás del edificio con una caja. La tapa estaba abierta, para que yo pudiera comprobar que se trataba de lo que había comprado, de mi ánfora. Sin embargo, no tuve que mirarla, porque enseguida tuve aquella sensación horrible en el estómago.
– Gracias -dije, y antes de salir corriendo, tomé la caja, cerré la tapa y me dirigí hacia mi coche-. Voy a marcharme de Dodge.
Hablar sola me calmaba los nervios. Bueno, casi.
Abrí la puerta y deposité la caja sobre el asiento delantero. Después le puse el cinturón de seguridad. No quería que se cayera hacia delante mientras yo iba conduciendo.
El aire acondicionado comenzó su magia en cuanto el motor se encendió. Intenté no mirar a mi compañero de asiento, arranqué el Mustang y di marcha atrás.
– ¡Y ahora qué!
El padre de Los chicos del maíz había vuelto a su puesto, agitando una señal naranja en mi dirección. Me detuve y bajé la ventanilla, hasta la mitad.
– Veo que el destino ha sido leal -dijo, y miró la caja cerrada, y después, hacia mí. Dios, su aliento era espantoso.
– Sí, el ánfora tenía una grieta en el fondo, así que la he comprado por muy poco dinero.
Solté el freno de mano y avancé un poco, con la esperanza de que se diera por aludido.
– Sí, señorita, no tiene idea de lo mucho que ha comprado por tan poco -dijo, y me atravesó con la mirada. Después miró hacia el cielo-. El tiempo está cambiado. Conduzca con cuidado -dijo, en un tono inquietante-. No me gustaría pensar que va a tener… un accidente.
– No se preocupe. Soy muy buena conductora.
Subí la ventanilla y me marché. Miré por el espejo retrovisor y vi al padre del maíz dar unos cuantos pasos detrás de mí.
– Bicho raro -murmuré.
Cuando entré en el camino de gravilla me sentí bien, y aceleré, disfrutando de la ráfaga de placer juvenil que me proporcionó derrapar. Volví a mirar hacia atrás, y vi que el padre del maíz estaba en mitad de la carretera, mirando obsesivamente en mi dirección. La advertencia del bicho raro sobre el tiempo se me pasó por la cabeza, y miré hacia el cielo.
– Oh, estupendo, es precisamente lo que necesitaba.
Había unas nubes grises e hinchadas en el horizonte. Yo me dirigía hacia el suroeste, hacia Tulsa, y parecía que me dirigía hacia un encantador ejemplo de la tormenta de verano de Oklahoma.
– Bueno, amigos y deportistas, vamos a ver cuál es el pronóstico del tiempo de las emisoras de radio locales.
Buscando por el dial de la radio, sintonicé una emisora de música country, otra en la que tenían un debate sobre lo malas que son las garrapatas en junio, y otra en la que un predicador gospel se desgañitaba en contra del adulterio. Nada sobre el tiempo, ni jazz, ni pop rock.
– ¿Y si fingimos que somos Meatloaf y nos vamos a casa como alma que lleva el diablo?
Estaba hablando con la radio. Magnífico. Estaba en medio de ninguna parte, conduciendo directamente hacia un muro de nubes, y hablaba con la radio.
– Cuando llegue a la próxima gasolinera, voy a parar a comprar chocolate y a averiguar qué pasa con el tiempo -dije-. Y a tomar un poco el aire.
La tormenta, que tenía posibilidades de convertirse en un tornado, me estaba poniendo un poco nerviosa. Observé el cielo mientras seguía avanzando a toda velocidad por la carretera. Las tormentas de Oklahoma tienen personalidad, gran personalidad. Siempre me ha asombrado el hecho de que el cielo de verano pueda cambiar tan rápida y completamente. Las nubes grises e hinchadas se transformaban en nubes negras y verdes. El viento podía doblar y derribar árboles. Y, de repente, el cielo se abría y comenzaban a caer cortinas de agua.