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– Viruela -dije yo.

– ¿Qué es la viruela? -preguntó Carolan.

– No sé mucho de ella. En mi mundo, o al menos en la parte civilizada de mi mundo, está prácticamente erradicada. Pero por lo que recuerdo, esto puede ser una enfermedad similar.

– Me será útil cualquier cosa que puedas decirme.

– En circunstancias normales, es decir, que una raza de personas haya estado expuesta a la viruela periódicamente, la enfermedad puede acabar con los más pequeños, con los viejos y los enfermos. Sin embargo, si en un país nunca ha habido viruela, la enfermedad podría devastar a la población. Mataría al noventa y cinco por ciento de los infectados. Es como una plaga. ¿Partholon nunca ha sufrido esta enfermedad?

Carolan se frotó la barbilla mientras pensaba.

– Me parece que tengo algunos escritos sobre una enfermedad como ésta que se ha producido periódicamente en la gente que vive cerca de Ufasach Marsh, y que se contagia de vez en cuando a la población general. Pero ellos son gente extraña, reservada, que nunca pide ayuda a los de fuera, así que tengo pocas referencias.

De repente, se me ocurrió algo.

– Alanna, me has dicho que las doncellas se quejaron de que estaban enfermas cuando volvieron de un retiro, ¿no?

– Sí.

– ¿Y dónde fue ese retiro?

– En el Templo de la Musa.

– ¿Y eso no está cerca de Ufasach Marsh?

– Sí -respondió Carolan.

– Estoy segura de que, si investigamos esto, averiguaremos que el brote de la enfermedad se originó en el retiro. Eso significa que seguramente las Encarnaciones de las Musas también están padeciendo la viruela. Lo peor de todo esto es que es una enfermedad muy contagiosa. Se transmite por los fluidos corporales y por el contacto. Por ejemplo, si duermes en la misma cama de un enfermo, te contagias. O si bebes de la misma taza que ellos. La gente que está cuidando a los enfermos se arriesga a contraer la enfermedad.

– Entonces, Alanna y tú debéis alejaros de aquí.

– Tienes razón -dije yo, y miré a Alanna-. Tienes que salir de la habitación… Ya te has expuesto demasiado.

– Y tú también -dijo ella.

– No, yo no puedo contagiarme -respondí, y le mostré una diminuta cicatriz que tenía en el brazo-. Cuando era niña, me pusieron una vacuna.

Carolan se quedó desconcertado. Yo suspiré y les expliqué lo que era una vacuna.

– Hizo que mi cuerpo generara una cosa llamada «anticuerpos» contra la viruela. Aunque me exponga a la enfermedad, mi cuerpo luchará contra ella.

– Parece un milagro -dijo Carolan en un tono reverencial.

– Sí, ojalá yo fuera médico, para poderte explicar cómo funciona -dije, y me encogí de hombros con impotencia-. Lo siento, conseguisteis a la profesora de literatura y lengua inglesa, no a la doctora.

– Para mí está muy bien la profesora -dijo Alanna dulcemente.

Yo le di las gracias con una sonrisa y me volví hacia Carolan.

– Bueno, ¿y qué tenemos que hacer?

– El primer paso es poner en cuarentena a los enfermos.

– Y todo lo que toquen -añadí-. Y a sus familias.

– Sí -dijo él, asintiendo-. Creo que lo mejor será limitar el contacto con los enfermos a mis ayudantes, y quizá, a unos cuantos voluntarios sanos, probablemente a miembros de la familia de aquéllos que hayan estado expuestos a la enfermedad. Después, voy a mirar mis libros para encontrar todo lo que haya sobre esta enfermedad. Lo único que podemos hacer por ahora es mantener cómodos e hidratados a los pacientes.

– Hay que hervir el agua antes de que la beban -dije-. También hay que asegurarse de que las sábanas y la ropa sucia estén aisladas del resto del templo, y hay que lavarla con agua hirviendo, y con mucho jabón del fuerte.

– Hervir el agua acaba con el demonio del contagio -dijo él, agradado con mis sugerencias.

– Sí, y con la mayoría de los gérmenes.

Carolan me miró con las cejas arqueadas, pero no me contradijo, ni me pidió explicación.

– A mí me preocupa el origen de este brote. Sería un desastre que nuestros guerreros enfermaran cuando estuvieran tomando posiciones para rodear a los Fomorians. Si esta viruela se originó en el Templo de la Musa, los guerreros deben mantenerse alejados de esa zona.

– Espera. Tienes razón en eso, pero… Bueno, corrígeme si me equivoco, pero creo que nunca he oído que un caballo tuviera la viruela. ¿Y tú? -dije, mientras mi mente daba vueltas como un hámster en una rueda.

– No… -dijo Carolan, frotándose la barbilla-. No se me ocurre ningún ejemplo de viruela equina.

– ¿Y en centauros?

– Tu esposo sabrá más de eso que yo, pero no creo que los centauros hayan enfermado nunca de viruela.

– Bien -dije, y sentí que me quitaba un peso de los hombros-. Entonces, tendremos que asegurarnos de que sólo los guerreros centauros se acerquen al Templo de la Musa para atacar Laragon desde el este.

– Eso sería muy inteligente, pero de todos modos debemos contener este brote.

– Desde luego. Manos a la obra -dije.

– Amor mío -le dijo Carolan a Alanna, suavemente-, tú no puedes ayudar aquí. No quiero que te expongas al contagio.

– Pero tú te estás exponiendo -replicó ella.

– Yo debo hacerlo -respondió Carolan, y le dio un beso en la frente-. Sabes que debo hacerlo. Pero no puedo hacer lo que hay que hacer si estoy preocupado por tu seguridad. Puedes ayudarme avisando a mis asistentes, y después, yendo a la cocina a supervisar cómo hierven el agua y hacen infusiones para los enfermos.

– Y yo necesito que te asegures de que las mujeres están haciendo lo que tienen que hacer -añadí-. Creo que Maraid es muy capaz, pero no es tú. Además, tienes que hablar con las familias de los enfermos, y detectar si hay más casos nuevos de viruela.

Alanna suspiró y se rindió. Yo sabía que lo haría. Su sentido de la responsabilidad y de la integridad nunca le permitía ser egoísta ni infantil. No iba a insistir en quedarse allí con Carolan. Alanna y Suzanna eran mujeres que ponían las necesidades de los demás por delante de sus propios deseos.

Ojalá yo pudiera ser como ellas.

Alanna besó a su nuevo marido en los labios y yo oí que se susurraban palabras de adoración el uno al otro Después, se volvió hacia mí y me dio un abrazo.

– Cuídalo por mí -me pidió-. Y cuídate tú también.

– No hay problema. Oh, ¿y puedes ir a buscar a ClanFintan y explicarle lo que ha sucedido? Y pregúntale si puede venir aquí cuando haya terminado con los guerreros.

Alanna asintió.

– Nos veremos esta noche. Os quiero a los dos.

Se marchó rápidamente, como si tuviera que obligar a sus piernas a moverse antes de que su corazón le ordenara que se detuviera.

Ninguno de nosotros dijo nada: sólo observamos cómo se alejaba. Su dignidad y su calma nos conmovieron.

– Bueno… -yo di unas palmadas enérgicas para romper el momento antes de que alguno pudiéramos hacer algo ridículo, como echarnos a llorar-. Dame algo con lo que pueda recogerme el pelo, y estaré a tu servicio. Sólo tienes que decirme lo que tengo que hacer.

– Lo primero es colocar a los enfermos en zonas, de menos a más grave. Después, tenemos que cambiar las sábanas de las camillas por sábanas limpias -dijo Carolan. Señaló un montón de tiras de tela limpia que había en un rincón y dijo-: Creo que podrás recogerte el pelo con eso.

– ¡A sus órdenes! -dije, haciéndole un saludo marcial. Después tomé una de las tiras y lo seguí hacia el centro de la habitación-. Eh, ¿te parece bien que abra las ventanas? Fuera hace un tiempo muy agradable, y aquí huele muy mal.

Carolan asintió, y yo me apresuré a abrir las enormes ventanas. Fuera, la brisa cálida tenía un perfume a madreselva. Intenté contener las náuseas cuando aquel olor dulce se mezcló con el de los vómitos y la enfermedad.