Ya sabía que aquél iba a ser un día muy largo.
Capítulo 3
Mientras estudiaba la carrera, trabajaba media jornada de secretaria en un enorme hospital católico cerca del campus de la Universidad de Illinois. Por lo general, no hacía mucho trabajo sucio; sólo era la secretaria de las enfermeras de la planta de Medicina General, y durante una temporada, de la planta de Maternidad, lo cual fue estupendo.
De aquel trabajo aprendí dos cosas. La primera, que no me gustaba ser secretaria. La segunda, que nunca, jamás, querría ser enfermera. Las respeto y las aprecio, pero su trabajo es demasiado duro para mí.
Recordé lo que había aprendido durante aquella experiencia laboral mientras sujetaba la cabeza de la sexta mujer que, durante los últimos minutos, había sentido la necesidad de vomitar en algo que parecía un orinal sacado de una escena de Oliver Twist. Puaj.
Después de que terminara de vomitar, le limpié la cara, y me sorprendí al ver que, bajo la capa de sudor y enfermedad, había una adolescente, casi una niña.
– ¿Mejor? -le pregunté suavemente.
– Sí, mi señora -dijo ella. Aunque su voz era muy débil, intentó sonreír-. Vuestras manos son tan agradables y frescas…
Yo la ayudé a tenderse, y le aparté el pelo de la frente húmeda.
– ¿Podríais bendecirme, mi señora?
Aquella petición débil me llegó al corazón, como cada vez que una de aquellas personas me había pedido lo mismo.
Y, como había hecho ya tantas veces aquel día, incliné la cabeza, cerré los ojos e hice una plegaria:
– Epona, por favor, cuida y reconforta a esta muchacha.
Entonces, abrí los ojos y le sonreí.
– Volveré a verte después.
Arrastré los pies hasta una de las jarras que los asistentes de Carolan mantenían llenas de agua limpia y caliente. Extendí las manos para que uno de ellos vertiera agua sobre mis manos, y el otro me rociara con jabón de un frasco para lavármelas. Mientras me las frotaba, vi a Carolan caminando de un camastro a otro. Sus movimientos eran seguros, calmados. Parecía inagotable.
Después de secarme las manos, me tomé un momento para estirar los brazos, girar la cabeza e intentar relajar los músculos tensos del cuello. Los hombros me estaban matando. Oí una voz débil llamándome, y automáticamente respondí con un «ahora mismo voy». Sin embargo, parecía que no podía mover el cuerpo. Me rugió el estómago, y me pregunté cuánto tiempo había pasado desde que dos de los ayudantes de Carolan nos habían traído pan con queso.
Estaba exhausta, y no sólo físicamente. Me sentía abrumada. Allí estaba yo, intentando cuidar a gente gravemente enferma. Yo, una profesora de literatura y lengua inglesa de Oklahoma. Y ellos creían en mí. Incluso querían que los bendijera.
Yo podía contarles historias, recitarles poesía, incluso explicarles el significado del más extraño y oscuro de los escritos de Coleridge.
Pero no podía ser una diosa, ni la Suma Sacerdotisa que ellos creían que era.
Me sentía impotente, inepta y a punto de echarme a llorar.
– Diosa -dijo alguien, llamándome, desde un extremo de la sala.
– Mi señora -oí que Tarah me llamaba también, desde la parte de la habitación en la que habíamos colocado a los casos de gravedad media.
– Lady Rhiannon -dijo una niña, desde la zona de los enfermos graves.
Yo me erguí, me aparté el pelo de la cara e intenté sacar fuerzas de flaqueza, tanto mentales como físicas. Era horrible, sí, pero tenía que hacer lo que debía hacer.
– ¿Qué quieres, cariño? -le pregunté a la niña, y tomé una jarra de agua para ayudarla a dar un sorbo. Tenía los labios agrietados, y ampollas de pus en la cara, en los brazos y el cuello. Cuando abrió la boca para beber, me di cuenta de que tenía llagas enrojecidas por toda la lengua.
El agua se le derramó por las comisuras de los labios y por la barbilla, y yo se la sequé con la esquina de la sábana.
– ¿Es maravilloso montar a Epona? -me preguntó con la voz ronca.
– Sí, cariño -dije yo, refrescándole la cara con un paño húmedo-. Su paso es tan suave que es como montar el viento.
– ¿Y es cierto que habla con vos? -preguntó. Sus ojos, brillantes de fiebre, captaron mi mirada. Reconocí el fervor de una amante de los caballos.
– Creo que sí. Es muy lista, ¿sabes?
La niña enferma asintió débilmente.
– ¿Cómo te llamas, cielo?
– Kristianna -susurró.
– Voy a hacer un trato contigo, Kristianna -le dije-. Si te pones, bien, te llevaré a que hables con ella. Y tal vez ella te diga, incluso, que le gustaría llevarte a dar un paseo.
Casi lamenté habérselo dicho, porque inmediatamente intentó incorporarse.
– ¡Eh! Eso significa que tienes que descansar, y concentrarte en ponerte bien.
La niña volvió a tumbarse sobre las sábanas con un suspiro.
– Diosa -me dijo melancólicamente-, ¿de verdad pensáis que querrá hablar conmigo?
Algo que había dentro de mí me susurró las palabras que dije en voz alta.
– Epona siempre está buscando a jóvenes que quieran oír su voz.
– Yo quiero oírla… -la voz de la niña fue acallándose mientras se sumía en el sueño, o en la inconsciencia.
Yo dejé el paño y miré con tristeza su carita hinchada.
– Espero que la oigas, cariño -susurré.
Sentí que me envolvía un calor familiar antes de oír que él pronunciaba mi nombre.
– ¿Rhea?
Me volví, y estuve a punto de tropezarme con el pecho de ClanFintan.
– Oh, hola -dije. De repente, fui muy consciente del aspecto que debía de tener, como si fuera la hermana pelirroja de Medusa. Y él tenía un aspecto fuerte, maravilloso y guapísimo, como de costumbre.
– Te hemos echado de menos en la reunión.
Su voz fue como la melaza cálida deslizándose por mi cuerpo dolorido.
– Lo siento -dije, intentando atarme la coleta frenéticamente-. Espero que les hayas explicado a los guerreros por qué no he podido ir.
– Sí, y lo entendieron. Alabaron tu sentido de la responsabilidad con la gente.
ClanFintan me había tomado por el brazo y me llevaba hacia la puerta mientras hablaba. Vi que Carolan asentía mientras ClanFintan abría la puerta y me sacaba al pasillo.
De repente, me vi rodeada de los fuertes brazos del centauro.
– Ay… -me resistí inútilmente-. Estoy muy sucia.
– Estate quieta -me dijo él, con su voz grave e hipnótica-. Te he echado de menos.
Eso me inmovilizó. Me había echado de menos. Estaba segura de que tenía una sonrisa de tonta.
– Y también me he preocupado por ti -dijo-. ¿Qué es eso que ha intentado explicarme Alanna? ¿De veras tienes un talismán que te protege contra la viruela?
– Sí -dije yo, adorando su expresión de preocupación-. No es magia, en realidad. Es medicina. Pero créeme, funciona. No puedo contagiarme de la viruela.
– Bien -ClanFintan me estrechó contra sí, y yo noté que posaba los labios sobre mi cabeza-. No permitiré que te ocurra nada malo.
– Yo tampoco lo permitiré -dije yo, intentando bromear.
Él me apretó todavía más contra su pecho.
– Esto no es una cuestión para bromear.
– Lo siento mucho -dije yo con un gemido, y él aflojó su abrazo-. Es sólo que no me gusta mucho esto. No quiero que pienses mal de mí, pero no estoy hecha para ser enfermera.
– No pienso mal de ti. No te gustan las cosas que huelen mal, y los enfermos huelen mal.
– Vaya, eso es verdad. Bueno, ¿te dijo Alanna que creemos que esta viruela también está en el Templo de la Musa?