– Sí -dijo con un suspiro-. Esto complica nuestros planes.
– Si enviamos guerreros humanos a esa zona, pueden contagiarse. Eso no puede ser bueno para un ejército. ¿Sabes si alguna vez los centauros han padecido una enfermedad como ésta?
– No -dijo él con seguridad-. Mi raza no es vulnerable a estas enfermedades.
– Eso es lo que quería oír.
– Lo cual significa que sólo los guerreros centauros pueden acercarse al Templo de la Musa. Ellos les contarán nuestros planes y nos traerán noticias sobre la salud de las mujeres del templo.
– Seguramente no es buena. Por horrible que parezca, tendremos que poner en cuarentena el templo y todos sus alrededores. Podemos enviarles provisiones, pero no podemos permitir que contaminen el resto de Partholon.
– Estoy de acuerdo. Ya he dado órdenes para que comiencen las cuarentenas -dijo-. Y ahora parece que también tengo que cuidar de ti -añadió, mirándome fijamente.
– ¿Eh?
– ¿No te acuerdas de que tienes una noche muy larga por delante? -me preguntó.
Con mi mejor imitación de la voz de Marilyn Monroe, pregunté:
– ¿Qué tienes en mente?
– Que te comuniques con el Señor de los Fomorians.
Aquello fue un jarro de agua fría para mis pensamientos clasificados «X». Se me había olvidado.
– Oh, sí.
– Ojalá hubiera otro modo de hacer las cosas. Sigue sin gustarme la idea de que tengas que provocar a esa criatura.
– Yo tampoco lo estoy deseando -respondí con un suspiro, y me acurruqué contra él-, pero tengo que hacerlo. Dijiste que te quedarías conmigo, ¿verdad?
– Por supuesto. Yo siempre protegeré tu cuerpo.
– Bien. Bueno, deja que vuelva con los enfermos y termine. Después cenaré algo, y tú puedes ayudarme a pensar cómo conseguir que funcione este asunto del sueño.
– Epona te guiará -dijo ClanFintan. Me tomó la barbilla en la palma de la mano e hizo que inclinara la cara hacia arriba-. Sólo te daré un poco más de tiempo. Si no has salido cuando vuelva, entraré y te sacaré de la habitación. Puede que no corras peligro de contagio, pero de todos modos debes cuidar tu salud.
– ¿Y a mi marido también?
– Sí, a tu marido también -dijo él. Me revolvió el pelo, que ya estaba lo suficientemente revuelto, e hizo que me diera la vuelta. Después me empujó suavemente hacia la puerta de la sala-. Recuerda, si no terminas pronto, vendré a buscarte.
– Me encantas cuando eres autoritario -le dije por encima del hombro, mientras volvía a entrar en la sala de los enfermos.
La vuelta a aquel infierno de la viruela fue todo un golpe. Lo primero que vi fue a Carolan cubriendo con una sábana la cara de una de las niñas que estaba entre los enfermos más graves. Yo me acerqué apresuradamente.
– Ésta es la primera -dijo en voz baja, para que sólo pudiera oírlo yo-, pero no será la última.
– ClanFintan dice que los centauros no pueden contagiarse de la viruela.
– Por lo menos, ésa es una buena noticia. ¿Sabes que se han declarado doce casos más desde esta mañana?
– No, no lo sabía.
– Y seguramente, cinco de los enfermos más graves no pasarán de esta noche.
– ¿Y esa niñita, qué tal está? -pregunté, señalando discretamente a la amante de los caballos.
Él agitó la cabeza tristemente.
– Está en manos de Epona.
– Maldita sea.
Carolan indicó a dos de sus ayudantes que se llevaran el cuerpo inerte de la pequeña.
– El cadáver sigue siendo contagioso -dije yo.
Carolan me miró con sorpresa, pero no titubeó al decir:
– Llevadla a la sala contigua a mi clínica. Debemos construir una pira en el exterior de las murallas del templo, desde la que enviaremos su espíritu a Epona.
Yo asentí, y rápidamente, mostré mi acuerdo con él en público.
– Epona quiere que todas las víctimas de la viruela sean incineradas en un lugar alejado del templo. Ella recibirá a sus almas, pero no desea que los muertos contaminen a los vivos.
Observamos cómo se llevaban a la niña.
Carolan se dirigió entonces a uno de sus ayudantes más competentes.
– Notifícales a sus padres la muerte de la niña.
– No. Eso es tarea mía -dije yo, y me volví hacia el ayudante-. Tráelos aquí. Yo se lo diré.
– Como ordenéis, mi señora -respondió. Con una reverencia, se alejó.
– No tienes por qué hacerlo. Lady Rhiannon no lo hubiera hecho.
– Yo no soy lady Rhiannon -repliqué, con evidente frustración.
– No, no lo eres. Perdóname por haber evocado la comparación -dijo Carolan. Su voz cansada tenía un tono de calidez.
– Te perdono -dije, y ambos nos sonreímos-. Eh, y ya que estamos con el tema de tus olvidos, ¿te acuerdas de que ésta es tu noche de bodas?
Bajo el sudor y la suciedad, Carolan se ruborizó.
– Quizá se me haya pasado.
– Puedes buscarte un problema con eso.
Él miró a su alrededor con impotencia.
– ¿Cómo voy a dejarlos?
– Tienes buenos asistentes. Confía en ellos. Tienes que tomarte un descanso. Vamos, lávate y ve con Alanna. La vida es demasiado impredecible como para perder un momento.
– Pero…
– Tómate ocho horas. No les servirás de nada a tus pacientes si estás demasiado cansado como para poder ver las cosas con claridad. Yo me quedaré un rato más, y me aseguraré de que todo está en orden.
– Rhea, tienes un buen corazón, pero no tienes experiencia en el cuidado de los enfermos.
– Dímelo a mí. No te preocupes, delegaré y asumiré una actitud de diosa.
– En eso sí tienes experiencia.
Parecía que todo el mundo había captado cuál era mi estrategia. Yo le hice un gesto de burla mientras él comenzaba a llamar a sus ayudantes y a darles instrucciones. Oí que los dividía en turnos, para que algunos pudieran descansar y volvieran a relevar a aquéllos que se quedaran trabajando por la noche.
– ¿Lady Rhiannon? -una voz tímida me llamó desde la puerta.
Era el ayudante que había ido en busca de los padres de la niña muerta. Vi las formas de dos personas en sombras, junto a él, en el umbral.
– Mi señora -dijo-. Son los padres de la niña.
Me volví hacia ellos. Estaban tomados de la mano, y por su expresión, supe que ya eran conscientes de lo que iba a decirles.
– Lo lamento muchísimo, pero vuestra hija ha muerto esta tarde -dije.
La madre rompió a llorar. Se colgó de su marido como si no pudiera mantenerse en pie. De repente se irguió y me preguntó, entre lágrimas:
– ¿Podemos verla?
Oh, Dios. Aquello era espantoso. Ni siquiera podían ver a su hijita.
– Su cuerpo todavía padece la enfermedad. Hay que incinerarla rápidamente, a instancias de Epona.
Sus miradas de desesperación me hicieron cambiar de opinión en el último instante, y dije:
– No podéis tocarla, pero podéis despediros de ella.
Le indiqué al ayudante que los llevara a ver a su pequeña, y antes de volverse, el padre me tomó de la mano.
– Diosa… -le temblaba la voz-. ¿Estabais con ella cuando murió?
Yo ni siquiera vacilé.
– Sí -mentí-. Estaba a su lado.
– Gracias. Bendita seáis por vuestra bondad.
Siguieron al ayudante despacio, como si sus cuerpos se hubieran vuelto de piedra.
Entonces, me di cuenta de que no eran sus cuerpos, sino su corazón.
– Rhea, vamos -dijo ClanFintan, que salió de entre las sombras. Rápidamente, se puso frente a mí, me tomó la cara con las manos, y con los pulgares, me secó las lágrimas de las mejillas.