Bien, quizá estuviera algo más que nerviosa. Y el maldito cántaro no era de ayuda.
Vi una señal en la carretera que anunciaba Leach a quince kilómetros. Aquélla fue la última señal que pude distinguir, porque en aquel momento, el cielo comenzó a derramar agua a cántaros sobre mi Mustang.
Me encanta mi coche, pero no sirve para ser conducido cuando llueve. Le encanta resbalar y deslizarse por la carretera mojada. Así que reduje la velocidad, puse en funcionamiento los limpiaparabrisas e intenté mantenerme en el centro del carril.
La radio no funcionaba. Los árboles que conseguía distinguir a ambos lados de la carretera estaban doblados en ángulos de locura. Encendí las luces, intentando, sin éxito, mejorar la visibilidad. Era como si el viento estuviera zarandeando mi coche de un lado a otro. Tenía que agarrar el volante con las dos manos, que estaban muy sudorosas, para conseguir mantener el rumbo.
¿Sudorosas?
– ¿Qué demonios…?
Hacía mucho calor en el coche. ¿Por qué? Del ventilador salía aire frío, pero de todos modos tenía mucho calor.
Entonces me di cuenta del motivo. El calor provenía de la maldita caja. Miré desde la carretera, casi invisible, hacia la caja. Juro que brillaba, como si tuviera una lámpara de calor dentro, y alguien hubiera apretado el interruptor.
Aparté la vista de la caja y la volví hacia…
– ¡Oh, Dios!
¡No había carretera! Sentí cómo los neumáticos hacían crujir la gravilla de la cuneta, y giré el volante hacia la izquierda con demasiada brusquedad. Mi intento de compensación fue exagerado, y el coche comenzó a girar. Desesperadamente, intenté corregir el movimiento hacia la derecha. No sirvió de nada. El viento y la lluvia me desorientaron por completo. Luché por mantener enderezado el volante; el corazón me calló al estómago mientras el giro me llevaba por la carretera con un chirrido de ruedas. Y entonces, el mundo se volvió del revés.
Al mismo tiempo, sentí un fuerte dolor en un lado de la cabeza, y me di cuenta de que percibía el olor a humo. Debía de tener los ojos cerrados, porque los abrí de golpe y me vi en mitad del sol. El cántaro había explotado en su caja. Era una bola de calor y de luz que giraba, lentamente, hacia mí. El tiempo se detuvo, y me pareció que me quedaba suspendida en los límites del infierno. Mientras miraba aquel globo luminoso, tuve una extraña visión de mí misma, como si estuviera mirando hacia un charco de agua que se hubiera prendido fuego, pero que todavía podía mostrar un reflejo. Mi imagen del espejo estaba corriendo, desnuda, con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás, como una gloriosa bailarina pagana que se sumergía en aquella bola fiera. Entonces, el fuego y el humo me envolvieron, y supe que iba a morir. Mi último pensamiento no fue una escena retrospectiva de mi vida, ni un lamento por dejar a mis amigos y a mi familia. Fue sólo: «Demonios, debería haber dejado de decir palabrotas. ¿Y si Dios es de verdad baptista?».
SEGUNDA PARTE
Capítulo 1
No recobré el conocimiento con facilidad. Era algo esquivo. Me sentía como en un sueño. En mi sueño, tenía unos espantosos calambres, que poco a poco se transformaban en dolores de parto, porque yo daba a luz un Twinkie, el delicioso pastelito relleno de nata, y eso consiguió que me sintiera mejor, por algún motivo. Lo sé. Soy el sueño de Freud.
Me dolía muchísimo la cabeza. Y mi cuerpo era como… no, no sentía en absoluto el cuerpo. No podía abrir los ojos. Oh, sí, estoy muerta. No es de extrañar lo que sentía…
La oscuridad me rodeó suavemente, como una amiga.
La siguiente vez que desperté, todavía me dolía mucho la cabeza. Y lamenté darme cuenta de que sentía el cuerpo. Me dolían todas las articulaciones, como si tuviera una gripe infernal. Oh, Dios, quizá aquello fuera el infierno. No oía nada, salvo un extraño pitido que debía de estar en el interior de mis oídos. Intenté abrir los ojos, pero no me obedecieron. Eso era, probablemente, porque los cadáveres no tenían párpados en funcionamiento. De no ser porque estaba muerta, creo que se me habría salido el corazón del pecho. ¿Pueden sentir pánico los cadáveres? Era evidente que sí… en aquella ocasión, la oscuridad no fue amistosa, era seductora, y yo me dejé caer en espiral entre sus brazos.
– Reposad tranquila, mi señora, y todo irá bien.
Aquella voz era dulce y familiar, pero tenía una cadencia musical que yo no reconocía. Tenía una gran pesadez en la cabeza, y el cuerpo como si me hubieran dado una paliza, dolorido y caliente. Tenía algo en la frente, algo húmedo y fresco. Toqué una compresa, pero alguien me apartó suavemente la mano.
– No pasa nada, mi señora. Estoy aquí.
De nuevo, aquella familiaridad.
– ¿Qué…?
Dios, tenía la garganta en carne viva, ardiendo. ¡Fuego! Recuperé la memoria y sentí pánico. En aquella ocasión, cuando ordené a mis ojos que se abrieran, obedecieron. Más o menos. Intenté ver algo, pero las imágenes y la luz eran como un borrón confuso. La mancha grande que había a mi lado se movió, y comenzó a enfocárseme la vista…
Gracias a Dios, era Suzanna. Si ella estaba allí, entonces yo no podía estar muerta, y quizá todo saliera bien. Intenté mantenerme concentrada en ella mientras la habitación daba vueltas, y luché por mantener la visión clara. Ella me había tomado una mano pero, cosa extraña, intentó soltarse al ver que yo abría los ojos. Yo me aferré a ella con más fuerza, y pareció que Suzanna palidecía, pero también me pareció que había cuatro Suzannas, y después dos, y después cuatro otra vez, mientras mi visión vacilaba.
– Mi señora, debéis permanecer quieta, tranquila. Habéis pasado por muchas cosas esta noche, y vuestro cuerpo y vuestra alma necesitan descansar. No os preocupéis, estáis segura y todo va bien.
Yo intenté preguntarle qué demonios le ocurría, pero el sonido que emitió mi garganta fue como el silbido de una serpiente. Supe que Suzanna no podía entenderme.
Apartó su mano de la mía y alguien a quien no distinguí le entregó una copa. ¿Una copa dorada? ¿En un hospital?
– Bebed, mi señora. Calmará vuestra garganta, y os ayudará a descansar.
Con suavidad, me levantó la cabeza y me puso la copa en los labios, y yo intenté tragar un líquido dulce, espeso.
El hecho de levantar la cabeza me provocó ondas de dolor en las sienes. Antes de que el mundo quedara a oscuras de nuevo, intenté concentrarme en mi amiga. Me estaba quitando la compresa de la frente para cambiarla por una nueva, refrescada, que le entregaba una enfermera increíblemente joven y que llevaba un uniforme raro, vaporoso. Parecía que aquella enfermera estaba a punto de irse a retozar por las praderas, y no que trabajara en la UVI de un hospital…
La oscuridad tenía el sabor de un jarabe para la tos, dulce, pegajoso.
En la siguiente ocasión, la oscuridad se abrió repentinamente. No fue un despertar suave. Oh, no, iba a…
– Oh, mi señora. Deje que la ayude.
Suzanna me incorporó y me sujetó el pelo mientras yo vomitaba por un lado de la cama. Realmente, es muy buena amiga, siento haberla llamado «estirada» antes. Cuando terminé de vomitar, ella me tumbó de nuevo y me limpió la cara. No podía dejar de temblar. Me sentía débil y desorientada, pero pensé que eso podía ser porque estaba muerta, no porque hubiera estado vomitando.
– A… agua…
Suzanna se acercó rápidamente a la enfermera, y apareció otra copa. Ella me la acercó a los labios y me ayudó a beber.
– ¡Puaaj! -escupí la mayoría del líquido. No era agua, sino una especie de vino muy suave. A mí me encanta el vino, pero no después de vomitar.