– De acuerdo, de acuerdo, Suz. Te escucho.
– Lo primero, no debéis llamarme por ese nombre. Debéis llamarme sólo Alanna. Debéis reuniros con ClanFintan. El periodo de vuestro compromiso ha terminado, y es hora de entrar en el matrimonio formal.
En su mirada había algo que hizo que me tragara mi negativa. Ella creía todo eso, de verdad. No estaba fingiendo ni bromeando. Estaba muy asustada.
– Sabes que siempre te ayudaré, amiga mía…
– ¡Alanna! Debéis usar ese nombre. ¿Lo entendéis?
– Sí, Alanna -no podía arreglar lo que fuera que estuviera mal sin tener más información, y claramente, Suz… oh, Alanna necesitaba que la ayudara-. Creo que mencionaste algo de un matrimonio temporal.
– Sí, mi señora. Este matrimonio está acordado para sólo un año.
– ¿Y por qué iba a casarse con él lady Rhiannon durante sólo un año?
– Así es el acuerdo.
– Entonces, ¿tú esperas que me case con un hombre a quien no conozco?
– Lady Rhiannon sí lo conoce. Yo os presentaré, y explicaré que tuvisteis un accidente durante el último Ritual de la Luna, y que habéis perdido la voz. Yo hablaré por vos.
Mientras hablaba, me ayudó a salir de la piscina con una actitud totalmente profesional, y yo me dije que debía ignorar el hecho de que ella me estuviera secando con total naturalidad.
– Muy bien, pero… ¿y qué pasa con los detalles íntimos de este matrimonio? Ni siquiera conozco a ese tipo. ¡No voy a permitir que me toque! -exclamé. Y, si resultaba ser parecido a mi ex marido, iba a salir de allí volando.
– Sólo debéis recordar que sois lady Rhiannon, la Suma Sacerdotisa y la Amada de Epona. A lady Rhiannon sólo se la puede tocar cuando ella lo permite.
– ¿Ni siquiera el hombre con quien está casada?
– Ni siquiera él.
Había respondido con mucha confianza. Yo debía de ser una bruja. Sonrisa.
La tela de gasa que había llevado en la habitación estaba en manos de Alanna. Era algo muy bonito, de mi color favorito, un rojo dorado que tenía vida propia.
– ¿Podríais separar los brazos de los costados, mi señora?
Hice lo que me pedía, y presencié embelesada cómo ella me envolvía en aquella prenda diáfana. Tomó dos preciosos círculos entrelazados del tocador, y con habilidad, me prendió uno a la cintura y el otro en el hombro, como si fuera un kilt escocés, salvo que los kilts no eran semitransparentes ni sedosos. Dio un paso atrás y supervisó su obra, dando unos últimos retoques aquí y allá. Siempre se le habían dado muy bien las manualidades.
– Dios, ¡es transparente!
Y lo era. No de un modo vulgar, sino como una sensual Elizabeth Taylor caracterizada de Cleopatra.
– Oh, perdonad que lo haya olvidado.
Sacó un pequeño triángulo de la misma tela, algo que yo creía que era un pañuelo, y lo sostuvo para que yo diera un paso hacia su interior. Era como un tanga diminuto. Vaya, ahora sí me sentía mucho mejor, más cubierta. Caramba.
– Por favor, sentaos, mi señora, y os arreglaré el cabello.
Frunció el ceño al tocar mis mechones mojados, y comenzó a peinarme.
– Tenéis el pelo más corto que ella. Es igual, pero más corto. Os lo recogeré hasta que haya crecido -dijo.
Parecía que le estaba hablando al pelo, no a mí. Me relajé mientras me peinaba. Al poco rato, tomó una joya que me sacó del trance. Era una delgada banda de oro que me colocó alrededor de la frente. Después arregló el pelo para conseguir el mejor aspecto posible. Yo volví la cabeza de un lado a otro para verme mejor en el espejo. La luz de las velas se reflejaba en el oro y arrancaba destellos de la piedra que había en el centro del círculo. Me incliné hacia delante.
– ¿Granate?
– Sí, mi señora. Vuestra piedra favorita.
– ¿Mi piedra favorita? -pregunté yo, con las cejas arqueadas.
Ella me sonrió, casi como Suzanna.
– Bueno, la piedra favorita de Rhiannon.
– La mía es el diamante, pero los granates son bonitos -dije, devolviéndole la sonrisa.
– Pero, mi señora, debéis recordar que sois Rhiannon.
Otra vez, la Alanna seria.
– Muy bien.
– Ahora, os maquillaré.
Entonces, me miró con atención y se puso a trabajar, aplicándome cremas y polvos que había en preciosos frasquitos de cristal sobre el tocador.
– Eh… no me importa lo que hagas, pero mi única petición es un color de labios marrón dorado.
– Exactamente el que habría elegido Rhiannon.
– Eso es extraño.
– Ella dijo que las dos seríais una única alma -respondió Suzanna nerviosamente, cruzándose con mis ojos durante sólo un breve momento.
– Pues mintió.
– ¿Disculpad, mi señora?
– He dicho que mintió, Alanna. Yo no soy ella. Soy Shannon Parker, una profesora de instituto de Broken Arrow, Oklahoma, que se ha visto atrapada en algo muy extraño. Te ayudaré. Pero sé quién soy, y no soy ella -le dije con firmeza-. ¿Entendido?
– Sí, mi señora. Pero es difícil.
– No fastidies.
Ella sonrió de nuevo.
– Tenéis un modo muy extraño de hablar.
– Y tú también. Es un acento escocés mezclado con el de Deanna Troi, de Stark Trek -le expliqué. Alanna se quedó muy confusa-. No te preocupes. No es importante.
Sonrió de nuevo y siguió maquillándome. Yo paseé la mirada por la habitación, por las paredes claras, suaves, iluminadas con un millón de velas.
– Esos apliques son muy poco corrientes. Me recuerdan a… ¡Vaya! ¿Son calaveras?
– Sí, por supuesto, mi señora -dijo ella, que se quedó sorprendida por mi grito de horror-. Las calaveras forman una parte intrincada de vuestra devoción a Epona. Seguramente, incluso en vuestro mundo entenderán que todas las cosas poderosas y místicas provienen del Fuego de la Cabeza, la Sede del Aprendizaje y el Conocimiento, ¿no es así?
Hubiera jurado que Alanna emitió un sonido de desaprobación cuando vio que yo no respondía.
– Siempre os habéis rodeado del poder de la mente.
– ¡Pero si son calaveras bañadas en oro!
– Por supuesto, mi señora, la Suma Sacerdotisa y Amada de Epona sólo tiene lo mejor.
Bueno, pues parecía que por fin había encontrado algo dorado que no me gustaba. Asombroso.
– Bueno, ahora cuéntame algo sobre mi prometido. ¿Cómo se llama?
– Se llama ClanFintan. Es un Chamán poderoso y muy respetado.
– Y… eh… ¿estoy enamorada de él?
– No, mi señora -respondió Suz, y parecía que estaba un poco nerviosa-. Fue un matrimonio arreglado por vuestro padre.
– ¡Eh! ¡Creía que era el ama y señora!
– Y lo sois, mi señora, pero algunas veces, la bondad de la gente debe superar los deseos de uno.
– De acuerdo, lo admito. Podré soportarlo. Es horrible, ¿verdad?
– No, mi señora -respondió ella, como si estuviera diciendo la verdad.
– Entonces, ¿qué tiene de malo?
– Nada, que yo sepa, mi señora.
Muy bien. Ella no iba a decírmelo. Supuse que tendría que averiguarlo por mí misma.
– He terminado de arreglaros -me dijo. Me puso dos pendientes de granate y oro y un brazalete de oro en el brazo mientras yo me ponía en pie-. Bella, como siempre.
¿Lo dijo con petulancia?
Sin embargo, tenía razón. Para ser una mujer que pensaba que estaba en el Infierno tan sólo horas antes, mi aspecto era muy bueno. Escasamente vestida, pero guapa.
– ¡Que empiece la función!
– Seguidme, mi señora.
Yo la seguí, y ella me habló como si fuera una conspiradora.