Sin ser consciente de lo que hacía, obedecí. Me llevé los dedos a los labios y solté un buen silbido de Oklahoma.
Epi me oyó y galopó decididamente hacia mí. Yo me abrí paso hacia ella.
– ¡Dejadla entrar! -les grité a los guerreros. La falange se abrió, y la yegua se detuvo frente a mí con la respiración agitada.
«Móntala, Amada, y observa cómo triunfa la Elegida de Epona».
Yo miré a mi alrededor, y vi que Alanna, cosa nada sorprendente, venía a unirse a mí.
– ¡Alanna! Ayúdame a montar en Epi -dije.
Me di la vuelta y me agarré de las crines de la yegua.
– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó ella mientras me daba impulso hacia arriba.
– Conseguir ayuda -respondí mientras me sentaba con facilidad-. Quiero que lleves a las mujeres y a los niños de vuelta al templo.
Ella iba a interrumpirme, pero yo la detuve.
– No. Confía en mí, y confía en Epona. Llévalos a casa.
Ella cerró la boca y asintió solemnemente.
– Confío en ti. Confío en las dos.
Después, comenzó a llamar a los niños y a las mujeres, gritándoles que Epona quería que volvieran al templo. Pronto tuvo la atención de los guerreros. Vi que corría hacia Victoria, que la tomaba del brazo y que le hacía señas hacia las murallas. Victoria me miró y yo asentí, y entonces, la voz de la Cazadora se unió a la de Alanna, y la falange se dirigió hacia el templo.
Yo dejé de atender a Alanna y a lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, y escuché a mi corazón, o más exactamente, a mi alma.
«Mira, Amada».
Oteé el horizonte por encima de las criaturas y de los guerreros, haciendo que Epi cabalgara en un círculo cerrado. Cuando llegué al oeste, abrí mucho los ojos, y noté que se me cortaba la respiración.
Woulff y McNamara se acercaban.
¡Los guerreros humanos! Había un frente grueso expandiéndose por el límite oeste de las tierras del templo. Todavía estaban lejos; el sol se reflejaba en sus escudos y los hacía brillar con una belleza distante. Mi corazón dio un salto de alegría, pero comprendí que quizá no llegaran a tiempo, y que nuestro grupo podía ser exterminado. Estábamos atrapados entre la seguridad sólida del templo y la seguridad líquida del río.
«Llámalos, Amada. Sólo tú puedes hacerlo».
Y supe por qué estaba allí. Por muy increíble y milagroso que pudiera parecer, estaba en aquel mundo por deseo de la diosa, ocupando el lugar de una mujer egoísta y caprichosa. Los diez años que había pasado enseñando a gente joven me había preparado para aquello. La gente que me rodeaba me pertenecía. Y yo les pertenecía a ellos.
Ya no necesitaba más estímulos de mi diosa.
Rápidamente me quité la capa y me solté el pelo. Enterré los dedos entre los rizos salvajes y me los sacudí hasta que estuvieron electrificados, y enmarcaron mi rostro como la melena de un león.
Miré a mi alrededor y vi a un joven granjero que tenía una espada entre las manos.
– ¡Niño! -dije, y él me miró con los ojos abiertos como platos-. ¡Dame tu espada!
Sin vacilar, él me ofreció la empuñadura, y yo la tomé. Era pesada y sólida, y con un placer inesperado, la blandí por encima de mi cabeza. Apreté los costados de Epi con las rodillas y la yegua comenzó a trotar. Cuando salimos del grupo de batalla, sentí que un rayo del sol caliente de la mañana tocaba primero la hoja de mi espada y después recorría mi cuerpo, recargándome de energía. A la luz del sol, la tela de mi vestido resplandecía, y toda yo estaba brillando.
Epi comenzó a ascender a la cima de una pequeña colina. Me situé de frente hacia el ejército distante de guerreros humanos, de espaldas a la batalla, y con la espada en alto tiré de las riendas de la yegua hasta que ella alzó las patas delanteras con elegancia, pregonando un desafío a los cuatro vientos.
– ¡A mí! -grité, y mi voz se hinchó con el mismo volumen que Epona había facilitado cuando llamé a ClanFintan al borde del pantano-. ¡Woulff y McNamara, a mí!
Incluso desde aquella colina, pude oír las voces de los guerreros en la distancia, que se elevaron como una sola.
– ¡Epona! ¡A Epona!
Sus líneas comenzaron a moverse con velocidad redoblada. Yo dibujé un arco con la espada en el aire, mientras Epi brincaba de un lado a otro.
– ¡A mí, Woulff! -la pasión de mi voz vibró, y atravesó todo el campo.
Los guerreros de Woulff rugieron su grito de batalla en respuesta, a medida que se acercaban.
– ¡A mí, McNamara!
El grito de batalla de McNamara se unió al de Woulff, y todos recorrieron la distancia que nos separaba con una carga de la que incluso John Wayne habría estado orgulloso.
Entonces, los guerreros que estaban a mi espalda secundaron el grito, y sentí que avanzaban hacia el templo con energías renovadas. Miré por encima de mi hombro, hacia atrás, y vi que un Fomorian se acercaba gruñendo hacia mí.
– ¡Epi! -grité.
La yegua se giró y mordió el borde del ala derecha de la criatura. Después echó la cabeza hacia atrás y le rasgó la membrana. El monstruo gritó de dolor, y perdió el equilibrio durante el tiempo suficiente para que yo pudiera descargar un golpe de mi espada sobre él, con ambas manos, y cortarle el cuerpo desde el hombro hasta el pecho. Entonces, el peso del monstruo que caía al suelo me arrancó la espada de las manos.
Casi al instante, otra de las criaturas subió al cuerpo de su compañero muerto y yo sólo pude agarrarme a las riendas, mientras los dientes y los cascos de Epi lucían a la luz de la mañana.
Tuve la sensación de que la yegua batallaba durante horas en aquella pequeña colina, pero mi mente sabía que sólo habían pasado unos minutos. Sin embargo, estábamos completamente rodeadas de figuras negras.
– ¡Dejádmela a mí! -siseó una voz familiar, y los monstruos se abrieron para dejar paso a Nuada, que se acercaba cubierto de sangre-. Mujer -dijo con desprecio-, qué amable has sido al separarte de los demás y esperarme con tanta paciencia.
Epi se movió con inquietud debajo de mí. Cuando Nuada se acercó, emitió un relincho de advertencia.
– Parece que tu amiga no se alegra de verme -dijo él, y se rió horriblemente.
– ¡Rhea! -gritó mi marido, y vi que se acercaba a galope tendido hacia la colina.
Nuada también lo vio.
– Matad a la yegua -ordenó, mientras se giraba para enfrentarse a ClanFintan-. Rápido.
Las criaturas silbaron de placer y comenzaron a cerrar el círculo que nos rodeaba, como si fueran el nudo de una horca. Epi giró, manteniendo a los monstruos a raya con los cascos y los dientes. Sin embargo, nuestra colina estaba resbaladiza de sangre, y yo di un bandazo muy fuerte cuando Epi se resbaló y cayó de rodillas. El movimiento fue inesperado, y no pude evitar que mi cuerpo saliera despedido por el impulso. Volé sobre el cuello de Epi, y aterricé con fuerza sobre el suelo húmedo. Sentí una descarga de dolor blanco que me cegó, cuando mi cabeza colisionó con la empuñadura de una espada. La oscuridad, asfixiante como una avalancha, me envolvió.
No hubo un interludio agradable en mi Paraíso de los Sueños. La pérdida de conocimiento fue total y abrumadora, y sólo la voz de Epona pudo despertarme.
«Vamos, Amada, no puedes descansar todavía. Él te necesita».
Mi alma respondió a aquella llamada insistente, y mi espíritu se elevó, con una oleada de vértigo, desde mi cuerpo abollado. Al principio no pude enfocar con claridad mi visión. La batalla a los pies de la colina sólo era una masa de figuras irreconocibles, teñidas de rojo.
«Concéntrate», me susurró la diosa. Yo respiré lentamente, parpadeé, y de repente, conseguí enfocar la escena.
Varios miembros de mi guardia personal se habían unido a Epi, y estaban repeliendo con éxito a los Fomorians. Aliviada, dirigí mi atención hacia el enfrentamiento que se estaba desarrollando a cierta distancia de los demás guerreros y de las demás criaturas.