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Durante días el gatito estuvo persiguiendo a una rata joven que era casi tan grande como él. Al verlo orgullosa y laboriosamente tirando del cadáver a través de la cubierta, uno de los marineros lo llamó Tirón. Y Aliso aceptó ese nombre.

Navegaron bajando por los Estrechos de Ebavnor y entraron por los pórticos de la Bahía de Havnor. Más allá de las aguas iluminadas por los rayos del sol, comenzaron a erguirse, poco a poco y por detrás de la neblina en la distancia, las torres blancas de la ciudad del centro del mundo. Aliso permaneció de pie en la proa mientras entraban a la bahía y al mirar hacia arriba vio en la cúspide de la torre más alta un destello de luz plateada, la Espada de Erreth-Akbé.

En ese momento, deseó poder quedarse a bordo y navegar y navegar v no desembarcar nunca en la gran ciudad, entre tanta gente importante, con una carta para el Rey. Sabía que no era un mensajero muy convincente. ¿Cómo era que había terminado con semejante responsabilidad sobre sus espaldas? ¿Cómo podía ser que se le pidiera a un hechicero de aldea que no sabía nada de asuntos de tanta importancia ni de artes profundas, que hiciera esos viajes de tierra en tierra, de mago a monarca, de los vivos a los muertos?

Le había dicho algo parecido a Gavilán:

—Todo esto me supera —le dijo.

El anciano lo miró durante un rato y luego, llamándolo por su nombre verdadero, le dijo:

—El mundo es inmenso y extraño, Hará, pero no más inmenso ni más extraño que nuestras mentes. A veces piensa en eso.

Detrás de la ciudad, el cielo se oscurecía con una tormenta que se acercaba desde el interior de la isla. Las torres ardían de blanco contra un fondo negro-morado, y las gaviotas remontaban el vuelo como chispas de fuego volando sin rumbo sobre ellas.

Se lanzaron las amarras del Bella Rosa, se sacó la pasarela. Esta vez los marineros le desearon buena suerte mientras se echaba su bolsa al hombro. Cogió la cesta cubierta en la que Tirón se agazapaba pacientemente, y desembarcó.

Las calles eran muchas y estaban repletas de gente, pero el camino hasta el palacio estaba claro, y no tenía idea de qué hacer excepto ir hasta allí y decir que traía una carta para el Rey de parte del Archimago Gavilán.

Y eso fue lo que hizo, muchas veces.

De un guardia al siguiente, de un oficial al siguiente, de las amplias escalinatas exteriores del palacio a elevadas antesalas, escaleras con barandillas doradas, oficinas internas con paredes llenas de tapices, sobre suelos de baldosas y de mármol y de roble, bajo techos artesonados, techos de vigas abovedados, pintados, fue repitiendo su cantinela:

—Vengo de parte de Gavilán, el antiguo Archimago, con una carta para el Rey. —No quería entregar su carta. Una comitiva, una multitud de guardias y ujieres y oficiales recelosos, semiciviles, condescendientes y contemporizadores, se iba reuniendo a su alrededor y haciéndose cada vez más densa, siguiéndolo y entorpeciendo su lento camino dentro del palacio.

De repente todos desaparecieron. Se abrió una puerta. Se cerró detrás de él.

Se vio solo en una habitación muy silenciosa. Había una gran ventana desde la que podían verse los tejados del noroeste. Los grandes nubarrones de la tormenta se habían despejado y la cima gris e inmensa del Monte de Onn se cernía sobre lejanas colinas.

Se abrió otra puerta. Por ella entró un hombre, vestido de negro, aproximadamente de la misma edad de Aliso, que se movía con rapidez, con un rostro agradable pero firme, terso como el bronce. Se dirigió directamente hacia donde estaba Aliso: —Maestro Aliso, yo soy Lebannen.

Alargó su mano derecha para tocar la mano de Aliso, palma contra palma, como era costumbre en Ea y en las Enlades. Aliso respondió automáticamente ante aquel gesto familiar. Después pensó que quizás tendría que arrodillarse, o al menos hacer una reverencia, pero el momento de hacer eso parecía haber pasado. Se quedó mudo.

—¿Vienes de parte de mi Señor Gavilán? ¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?

—Sí, señor. Os envía… —Aliso buscó rápidamente la carta a tientas en su chaqueta. Había pensado entregársela al Rey de rodillas cuando al fin lo llevaran hasta el salón del trono en donde éste estaría sentado sobre su trono— …esta carta, señor.

Los ojos que lo observaban eran despiertos, afables, tan implacables como los de Gavilán, pero revelaban más de la mente que había detrás de ellos. Cuando el Rey cogió la carta que Aliso le ofrecía, su cortesía fue perfecta. —El portador de cualquier palabra que venga de él se ha ganado de corazón mi agradecimiento y mi bienvenida. ¿Me disculpas?

Aliso finalmente consiguió hacer una reverencia. El Rey fue hasta la ventana para leer la carta.

La leyó por lo menos dos veces, luego volvió a doblarla. Su rostro seguía tan impasible como antes. Fue hasta la puerta y habló con alguien que había allí fuera, luego regresó a donde estaba Aliso. —Por favor —dijo—, toma asiento conmigo. Nos traerán algo para comer. Sé que has estado toda la tarde dando vueltas por el palacio. Si el encargado de la puerta hubiera tenido el buen juicio de avisarme, podría haberte ahorrado horas de subir paredes y atravesar los fosos que ponen a mi alrededor… ¿Has estado entonces con mi Señor Gavilán? ¿En su casa al borde del acantilado?

—Sí.

—Te envidio. Yo nunca he estado allí. No lo he vuelto a ver desde que nos separamos en Roke, hace ya más de la mitad de mi vida. No quiso dejarme que fuera a verlo a Gont. Y él no quiso venir a mi coronación. —Lebannen sonrió como si nada de lo que decía tuviera importancia—. El me dio mi reino —dijo.

Sentándose, le hizo un gesto a Aliso con la cabeza, indicándole que cogiese la silla que estaba frente a él al otro lado de la pequeña mesa. Aliso miró la tabla de la mesa, las incrustaciones en forma de espirales con dibujos de marfil y de plata, hojas y flores del árbol amargo enroscadas alrededor de finas espadas.

—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó el Rey, y entabló otra conversación trivial mientras les servían platos de carne fría y trucha ahumada y lechugas y queso. Le dio a Aliso un ejemplo de bienvenida comiendo con mucho apetito; y sirvió el vino, del color del más claro de los topacios, en copas de cristal. Alzó su copa—. Por mi señor y querido amigo —dijo.

Aliso murmuró: —Por él. —Y bebió.

El Rey habló de Taon, en donde había estado de visita hacía algunos años. Aliso recordaba la emoción de toda la isla cuando el Rey estuvo en Meoni. Y habló también de algunos músicos de Taon que estaban ahora en la ciudad, arpistas y cantantes que hacían música para la corte; podía ser que Aliso conociera a algunos de ellos; y de hecho los nombres que le dijo le resultaron familiares. Era un experto en hacer sentir cómodos a sus invitados, y la comida y el vino eran también una ayuda considerable.

Cuando terminaron de comer, el Rey sirvió otra copa de vino y dijo: —La carta habla más que nada de ti, ¿lo sabías? —El tono de su voz no había cambiado demasiado respecto al que había utilizado en la conversación banal anterior, y Aliso se sintió aturdido por un instante.

—No —respondió.

—¿Tienes idea de lo que dice?

—Tal vez hable de lo que sueño —dijo Aliso, hablando en voz baja, mirando hacia el suelo.

El Rey lo examinó unos instantes. No había nada ofensivo en su mirada, pero lo miraba más abiertamente de lo que hubiesen hecho muchos hombres. Luego cogió la carta y se la entregó a Aliso.

—Señor, leo muy poco.

Lebannen no se sorprendió, algunos hechiceros podían leer, otros no, pero quedó clarísimo que lamentó dejar a su invitado en desventaja. La piel de bronce dorado de su rostro se puso ligeramente roja. Y dijo: —Lo siento, Aliso. ¿Puedo leerte lo que dice?

—Por favor, señor —le respondió él. La vergüenza del Rey hizo que por un momento sintiera la igualdad entre ellos, y por primera vez habló con naturalidad y cordialidad.