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Desde la coronación de Lebannen, las damas de casas nobles y las princesas de los antiguos linajes reales de En-lad, Ea y Shelieth, habían ido a visitar o a quedarse en la corte. Todas habían sido recibidas como miembros de la realeza, y el Rey había bailado en sus bodas puesto que, una por una, se habían decidido por hombres nobles o ricos plebeyos. Era bien sabido que disfrutaba de la compañía de las mujeres así como de su opinión, que flirtearía gustosamente con una hermosa muchacha e invitaría a una mujer inteligente a que le diera su opinión, a que le tomara el pelo, o a que lo consolara. Pero no había muchacha o mujer que se acercara nunca a una sombra de posibilidad de casarse con él. Y ninguna había sido alojada nunca en la Casa del Río.

«El Rey debe tener una Reina», le decían sus asesores con bastante asiduidad.

«Realmente debes casarte, Arren», le había dicho su madre la última vez que la viera con vida.

«¿El heredero de Morred no tendrá heredero?», se preguntaba la gente de la ciudad.

A todos les había dicho éclass="underline" «Dadme tiempo. Tengo que reconstruir las ruinas de un reino. Dejadme construir una casa digna de una reina y un reino que mi hijo pueda gobernar». Y puesto que era bien querido y confiado, y aún un hombre joven y, a pesar de su sobriedad, encantador y persuasivo, había escapado a todas las prometedoras doncellas. Hasta entonces.

¿Qué había debajo de aquellos rígidos velos rojos?

¿Quién vivía dentro de aquella tienda tan poco reveladora? Las damas que habían sido escogidas como séquito de la princesa fueron asediadas a preguntas. ¿Era hermosa? ¿Fea? ¿Era cierto que era alta y delgada, baja y musculosa, blanca como la leche, que tenía marcas de viruela, un solo ojo, cabellos amarillos, cabellos negros, cuarenta y cinco años, que era una cretina que decía tonterías, o poseedora de una belleza radiante?

Poco a poco los rumores comenzaron a adquirir un color. Era joven, aunque no una niña; no tenía los cabellos ni amarillos ni negros; era bastante hermosa, decían algunas de las damas; ordinaria, decían otras. No hablaba ni una palabra de hárdico, decían todas, y no quería aprender. Se escondía entre sus mujeres, y cuando se veía obligada a abandonar su habitación, se ocultaba en sus velos rojos. El Rey le había hecho una visita de cortesía. Ella no había hecho una reverencia para saludarlo, ni le había hablado, ni había hecho ningún gesto, simplemente se había quedado allí de pie, contaba la anciana Dama lyesa llena de irritación: «Como una chimenea de ladrillos».

Él le habló a través de hombres que habían sido sus emisarios en las Tierras de Kargad y a través del embajador kargo, que hablaba hárdico bastante bien. Le costó bastante trabajo, pero finalmente logró transmitir sus saludos y emitir sus preguntas con respecto a sus deseos. Los traductores hablaron con las mujeres de la princesa, cuyos velos eran más cortos y un poco menos impenetrables. Las mujeres se reunieron alrededor del rojo pilar inmóvil y hablaron entre dientes y mascullaron y regresaron a los traductores, y los traductores informaron al Rey de que la princesa estaba contenta y no necesitaba nada.

Hacía ya medio mes que estaba allí cuando Tenar y Tehanu llegaron de Gont. Lebannen había enviado un barco y un mensaje rogándoles que acudieran a Havnor, poco antes de que la flota karga trajera a la princesa, y por razones que no tenían nada que ver con ella o con el Rey Thol. Pero la primera vez que se quedó sola con Tenar, explotó: —¿Qué voy a hacer con ella? ¿Qué puedo hacer?

—Cuéntame —dijo Tenar, y parecía bastante asombrada.

Lebannen había pasado solamente un rato en compañía de Tenar, a pesar de que se habían escrito algunas cartas los últimos años; todavía no se había acostumbrado a sus cabellos grises, y parecía más pequeña de lo que él la recordaba; pero con ella sintió inmediatamente, tal como lo había sentido quince años atrás, que podía decirle cualquier cosa y ella lo comprendería.

—Durante cinco años he conseguido comerciar con los kargos y he intentado mantener una buena relación con Thol, porque es un señor de la guerra y porque no quiero que mi reino sea saqueado, como lo fue el reino de Maharion, entre los dragones del Oeste y los señores de la guerra en el Este. Y porque gobierno con el Símbolo de la Paz. Y todo iba bastante bien, hasta ahora. Hasta que él envía a su muchacha en el momento menos pensado, diciendo: si quieres paz, dale el Anillo de Elfarran. ¡Tenar! ¡Es tuyo y de Ged!

Tenar pensó un buen rato. —Es su hija, después de todo.

—¿Qué es una hija para un rey bárbaro? Bienes. Una pieza para negociar, algo con lo que ganar ventaja. ¡Tú lo sabes! ¡Tú naciste allí!

No era propio de él hablar de esa manera, y él mismo se dio cuenta. De repente se arrodilló, cogiéndole la mano y poniéndola sobre sus ojos para demostrar su arrepentimiento.

—Tenar, lo siento. Todo este asunto me altera más allá de toda razón. No veo qué es lo que puedo hacer.

—Bueno, mientras no hagas nada, tienes libertad de movimiento… Tal vez la princesa tenga también una opinión propia.

—¿Cómo podría ser eso? ¿Oculta en ese saco rojo? No quiere hablar, no quiere ver, bien podría ser el palo de una tienda. —Intentó reírse. Lo asustó su propio resentimiento incontrolable e intentó excusarlo—. Esto comenzó justo cuando recibí noticias inquietantes del Oeste. Fue por eso por lo que os pedí a ti y a Tehanu que vinierais. No para molestaros con esta tontería.

—No es una tontería —dijo Tenar, pero él desechó el asunto, quitándole importancia, y comenzó a hablar de dragones.

Puesto que las noticias del Oeste habían sido verdaderamente inquietantes, había logrado no pensar para nada en la princesa, durante gran parte del tiempo. Era consciente de que no era su costumbre manejar los asuntos de Estado ignorándolos. Cuando se es manipulado, uno manipula a otros. Varios días después de aquella conversación, le pidió a Tenar que visitara a la princesa, y que intentase hablar con ella. Después de todo, dijo, hablaban el mismo idioma.

—Es probable —dijo Tenar—. Nunca conocí a nadie de Hur-at-Hur. En Atuan los llamábamos bárbaros.

Había sido reprendido. Pero por supuesto ella hizo lo que él le pidió. Al poco tiempo Tenar informó de que ella y la princesa hablaban el mismo idioma, o casi el mismo, y la princesa no sabía que hubiera otras lenguas. Pensaba que toda la gente de Havnor, los cortesanos y las damas, eran malévolos lunáticos, que se burlaban de ella parloteando y cotorreando como animales sin habla humana. Hasta donde había entendido Tenar, la princesa había crecido en el desierto, en los primeros dominios del Rey Thol en Hur-at-Hur, y había estado sólo muy brevemente en la corte imperial en Awabath antes de ser enviada a Havnor.

—Tiene miedo —dijo Tenar.

—Entonces se esconde en su tienda. ¿Qué cree que soy?

—¿Cómo puede saber lo que eres?

Lebannen frunció el ceño. —¿Cuántos años tiene?

—Es joven. Pero ya es una mujer.

—No puedo casarme con ella —dijo él, con repentina determinación—. La enviaré de regreso a su tierra.

—Una prometida rechazada es una mujer deshonrada. Si la envías de regreso, puede que Thol la mate para mantener la deshonra alejada de su hogar. Seguramente considerará que pretendes deshonrarlo a él.

Una vez más la ira invadió todo su rostro.

Tenar se le anticipó. —Costumbres bárbaras —dijo severamente.

Lebannen recorrió el salón de una punta a la otra dando zancadas. —Muy bien. Pero no consideraré a esta muchacha reina del Reino de Morred. ¿Puede enseñársele a hablar hárdico? ¿Algunas palabras, por lo menos? ¿Es capaz de aprender? Le diré a Thol que un rey hárdico no puede casarse con una mujer que no habla la lengua del Reino. No me importa si no le gusta, necesita una bofetada. Y me hará ganar tiempo.