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—¿Y le pedirás que aprenda hárdico?

—¿Cómo puedo pedirle algo si cree que todo es un galimatías? ¿De qué puede servir que yo hable con ella? Pensé que tal vez tú podrías hacerlo, Tenar… Tienes que darte cuenta de que esto es una imposición, el hecho de utilizar a esta muchacha para que Thol sea mi igual, ¡utilizar el Anillo, el Anillo que vosotros nos trajisteis, como trampa! Creo que ni siquiera puedo perdonarlo. Estoy dispuesto a contemporizar, a retrasarme, para mantener la paz. Nada más. Hasta ese engaño es repugnante. Dile a la muchacha lo mejor que se te ocurra. No quiero tener nada que ver con ella.

Y salió del salón con ira, la cual se fue enfriando lentamente hasta convertirse en un sentimiento de inseguridad muy parecido a la vergüenza.

Cuando los emisarios kargos anunciaron que pronto se marcharían, Lebannen preparó un mensaje cuidadosamente redactado para el Rey Thol. Expresó su agradecimiento por el honor de contar con la presencia de la princesa en Havnor y por el placer que él y su corte tendrían al iniciarla en los modales, las costumbres y la lengua de su reino. No dijo absolutamente nada acerca del Anillo, acerca de casarse con ella, o de no hacerlo.

Fue la tarde posterior a su conversación con el hechicero de Taon, perturbado por sus sueños, cuando se reunió por última vez con los kargos y les entregó su carta para el Supremo Rey. Primero la leyó en voz alta, al igual que el embajador había leído en voz alta la carta que Thol le enviara a él.

El embajador escuchó con satisfacción. —El Supremo Rey estará encantado —dijo.

Durante todo el tiempo que estuvo diciendo frases amables y exponiendo los regalos que le enviaría a Thol, Lebannen se rompía la cabeza tratando de comprender la relajada aceptación de su evasiva. Todos sus pensamientos llegaban a una misma conclusión: Sabe que no puedo deshacerme de ella. A lo que su mente dio una respuesta apasionada y silenciosa: Nunca.

Preguntó si el embajador pasaría por la Casa del Río para decirle adiós a la princesa. El embajador lo miró con la mirada vacía, como si se le hubiera preguntado si iba a despedirse de un paquete que había entregado. Lebannen sintió cómo la furia se encendía en su corazón una vez más. Notó que el rostro del embajador cambiaba un poco, adoptando una mirada recelosa, apaciguadora. Sonrió y les deseó a los emisarios que tuvieran buen viento en su viaje de regreso a las Tierras de Kargad. Se retiró de la cámara de audiencias y se dirigió a su habitación.

Gran parte de sus actos estaban enmarcados por ritos y ceremonias, y como Rey tenía que estar en público casi todo el tiempo; pero debido a que había subido a un trono que había estado vacío durante siglos, un palacio en el que no había protocolos, había podido hacer que algunas cosas fueran como él quería. Había mantenido las ceremonias fuera de su dormitorio. Las noches eran suyas. Le decía buenas noches a Roble, quien dormía en la antesala, y cerraba la puerta. Se sentaba en su cama. Se sentía cansado y furioso v extrañamente desolado.

Alrededor del cuello siempre llevaba una delgada cadena de oro con una pequeña bolsa de tela asimismo de oro. En la bolsa había un guijarro: un trozo de piedra negra, con los bordes ásperos. La sacó de su bolsa y la tuvo en sus manos mientras pensaba, allí sentado sobre su cama.

Intentó alejar su mente de toda aquella estupidez de la muchacha karga y pensó en el hechicero Aliso y sus sueños. Pero todo lo que entró en su mente fue una dolorosa envidia hacia Aliso por haber desembarcado en Gont, haber hablado con Ged, haberse quedado con él.

Ésa era la razón por la que se sentía desolado. El hombre al que llamaba su señor, el hombre al que había querido por encima de todos los demás, no dejaba que él se acercase, no quería acercarse a él.

¿Acaso creía Ged que por haber perdido su poder de magia, Lebannen pensaría que valía menos?

Dado el poder que ese poder tenía sobre las mentes y los corazones de las personas, no era un pensamiento inverosímil. Pero seguramente Ged lo conocía mejor, o al menos tenía una mejor opinión de él. ¿Sería eso entonces, que habiendo sido verdaderamente el señor y el guía de Lebannen, Ged no podía soportar ser su súbdito? Es cierto que eso podía ser muy duro de soportar para un hombre viejo: el rotundo e irrevocable revés de su condición.

Pero Lebannen recordaba claramente cómo Ged se había arrodillado ante él, en el Collado de Roke, a la sombra del dragón y bajo la mirada de los maestros cuyo maestro había sido Ged. Se había puesto de pie y había besado a Lebannen, diciéndole que gobernara bien, llamándolo mi señor y querido compañero.

—El me dio mi Reino —le había dicho Lebannen a Aliso. Ése había sido el momento en que se lo había dado. Completa y libremente.

Y ésa era la razón por la que Ged no quería ir a Havnor, la razón por la que no quería que Lebannen se acercara a él en busca de consejo. Había entregado el poder, completa y libremente. No osaría entrometerse, o proyectar su sombra sobre la luz de Lebannen.

—Ha terminado su tarea —había dicho el Maestro Portero.

Pero la historia de Aliso había llevado a Ged a enviar al hombre hasta allí, con Lebannen, pidiéndole que actuara según la necesidad lo requiriera.

Ciertamente, la historia de Aliso era extraña; y el hecho de que Ged dijera que tal vez el muro fuera a caerse era aún más extraño. ¿Qué podía significar eso? ¿Y por qué debían los sueños de un hombre cargar con tanto peso?

Él mismo había soñado con los bordes de la tierra seca, hacía ya mucho tiempo, cuando él y Ged el Archimago estaban viajando juntos, antes de llegar por primera vez a Selidor.

Y en aquélla, la más occidental de todas las islas, había seguido a Ged hasta adentrarse en la tierra seca. Del otro lado del muro de piedras. Bajando hasta ciudades sombrías, en donde las sombras de los muertos estaban de pie junto a las puertas de las casas o caminaban sin rumbo ni propósito por calles iluminadas únicamente por las estrellas inmóviles. Había caminado con Ged a través de todo aquel país, había recorrido un camino tedioso hasta llegar a un oscuro valle de polvo y piedras al pie de las montañas cuyo único nombre era Dolor.

Abrió la palma de su mano, bajó la vista para mirar la pequeña piedra que tenía en ella, y volvió a cerrar la mano.

Desde el valle del río seco, después de haber hecho lo que habían ido a hacer, habían subido a las montañas, porque no había manera de regresar. Habían subido por el camino prohibido para los muertos, escalando, trepando por rocas que les cortaban y les quemaban las manos, hasta que Ged ya no pudo avanzar más. Lebannen había cargado con él hasta donde había podido, luego había seguido andando a gatas con él a cuestas hasta el fin de la oscuridad, el irremediable precipicio de la noche. Y entonces había vuelto, con él, a la luz del sol, y al sonido del mar rompiendo sus olas en las costas de la vida.

Hacía mucho que no pensaba tan vividamente en aquel terrible viaje. Pero el pequeño trozo de piedra negra proveniente de aquellas montañas estaba siempre sobre su corazón.

Y ahora le parecía que el recuerdo de aquella tierra, su oscuridad, el polvo, estaba siempre en su mente, justo debajo de los diversos juegos y movimientos brillantes de los días, aunque él siempre intentaba desechar ese pensamiento. Desechaba ese pensamiento porque no podía soportar saber que al final allí sería donde finalmente volvería: volvería solo, sin compañía alguna, y para siempre. Para yacer allí con los ojos vacíos, sin habla, en las sombras de una ciudad de sombras. Para no ver nunca más la luz del sol, ni beber agua, ni tocar una mano con vida.

Se levantó de repente, sacudiéndose aquellos pensamientos morbosos. Guardó una vez más la piedra en su pequeña bolsa, se preparó para meterse en la cama, apagó la lámpara, y se acostó. En seguida la vio otra vez: la sombría tierra gris de polvo y de roca. Se extendía hacia arriba para terminar a lo lejos en picos negros y afilados, pero allí comenzaba a descender, hacia la derecha, en una completa oscuridad. —¿Qué hay por allí? —le había preguntado a Ged mientras caminaban y caminaban. Su compañero le había dicho que no lo sabía, que tal vez por allí no hubiera fin.