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Lebannen se incorporó, enfurecido y alarmado por el despiadado significado de sus pensamientos. Sus ojos buscaron la ventana. Daba hacia el norte. Le gustaba la vista que había desde Havnor más allá de las colinas hasta la inmensa Montaña de Onn, coronada de gris. Más hacia el norte aún, inadvertido desde allí, más allá de todo el ancho de la Gran Isla y del Mar de Ea, estaba Enlad, su hogar.

Recostado en la cama podía ver solamente el cielo, un despejado cielo de noche estival, el Corazón del Cisne allá en lo alto, entre estrellas menores. Su reino. El reino de la luz, la vida, en donde las estrellas florecían como flores blancas en el este y volcaban su luminosidad en el oeste. No pensaría en ese otro reino en el que las estrellas permanecían inmóviles, en donde no había poder alguno en la mano de un hombre, ni un camino adecuado que seguir porque ningún camino llevaba a ninguna parte.

Acostado mirando las estrellas, alejó deliberadamente su mente de aquellos recuerdos y del recuerdo de Ged. Pensó en Tenar: el sonido de su voz, el tacto de su mano. Las cortesanas eran ceremoniosas, prudentes de cómo y cuando tocaban al Rey. Ella no. Ella posaba la mano sobre la de él, riendo. Era más audaz con él de lo que lo había sido su madre.

Rosa, la princesa de la Casa de Enlad, había muerto de una fiebre hacía dos años, mientras él estaba a bordo de un barco viajando para hacerle una visita real a Berila en Enlad y a las islas al sur de esa ciudad. No supo de su muerte sino hasta después de regresar a una ciudad y a una casa que estaban de luto.

Su madre estaba ahora allí en el país de la oscuridad, el país seco. Si él iba allí también y se la cruzaba en una de sus calles, ella ni siquiera lo miraría. Tampoco le hablaría.

Apretó las manos. Reacomodó los almohadones de su cama, intentó ponerse cómodo, intentó alejar su mente de allí, intentó pensar en cosas que le evitaran regresar allí. Pensar en su madre viva, en su voz, en sus ojos oscuros debajo de oscuras cejas arqueadas, en sus delicadas manos.

O pensar en Tenar. Sabía que le había pedido a Tenar que fuera a Havnor no solamente para que lo aconsejara sino porque era la madre que le quedaba. Quería ese amor, quería darlo y que se lo dieran. El amor despiadado que no es indulgente, que no tiene condiciones. Los ojos de Tenar eran grises, no oscuros, pero lo miraba con una ternura desgarradora indigna de cualquier cosa que él dijera o hiciera.

Sabía que hacía bien lo que le habían encomendado. Sabía que era bueno siendo el Rey. Pero solamente con su madre y con Tenar había sabido alguna vez más allá de cualquier duda personal lo que suponía ser Rey.

Tenar lo conocía desde que era un muchacho, antes de que lo coronaran. Lo había amado desde entonces y hasta ahora, por su bien, por el de Ged, y por el suyo propio. Para ella era como el hijo que nunca rompe el corazón de una madre.

Pero pensaba que tal vez aún podía hacerlo, si seguía encolerizándose tanto y siendo tan deshonesto con aquella pobre muchacha de Hur-at-Hur.

Tenar asistió a la última audiencia de los emisarios de Awabath. Lebannen le había pedido que lo hiciera, y a ella le alegraba poder estar allí. Al encontrar kargos en la corte, cuando había llegado allí a comienzos del verano, ella había esperado que ellos la rehuyeran o al menos que la miraran con recelo: era la sacerdotisa renegada que con el ladrón Mago-Halcón había robado el Anillo de Erreth-Akbé del tesoro de las Tumbas de Atuan y había huido traidoramente con él hacia Havnor. Ella era la responsable de que el Archipiélago tuviera otra vez un Rey. Los kargos bien podían utilizar eso en su contra.

Y Thol de Hur-at-Hur había restablecido el culto a los Dioses Gemelos y a los Sin Nombre, cuyo templo más grande Tenar había saqueado. Su traición no había sido solamente política sino también religiosa.

Sin embargo, eso había ocurrido hacía mucho tiempo, cuarenta años y más, se había convertido casi en una leyenda; y los hombres de Estado recordaban las cosas selectivamente. El embajador de Thol había suplicado tener el honor de una audiencia con ella y la había saludado con un respeto profusamente piadoso, parte del cual, pensó ella, era real. La llamó Dama Arha, la Devorada, la Única Siempre Renacida. Hacía años que no la llamaban por esos nombres, y le sonaron muy extraños. Pero le dio cierto placer, profundo y triste, oír su lengua materna y descubrir que todavía podía hablarla.

De modo que había ido para despedir al embajador y a su compañía. Le pidió que le asegurara al Supremo Rey de los kargos que su hija estaba bien, y miró con admiración una última vez a aquellos hombres altos, enjutos, con sus cabellos claros, trenzados, sus tocados con plumas, sus armaduras de malla de plata entretejidas con plumas. Cuando vivía en las Tierras de Kargad había visto pocos hombres de su misma raza. En el Lugar de las Tumbas habían vivido solamente mujeres y eunucos.

Después de la ceremonia, escapó a los jardines del palacio. La noche estival era cálida y agitada, los arbustos florecientes de los jardines se movían con el viento de la noche. Los sonidos de la ciudad al otro lado de las murallas del palacio eran como el murmullo de un mar tranquilo. Una pareja de jóvenes cortesanos estaba hablando abrazada debajo de los árboles; para no molestarlos, Tenar caminó entre las fuentes y las rosas, en el otro extremo del jardín.

Lebannen había abandonado la audiencia una vez más con el ceño fruncido. ¿Qué le ocurría? Por lo que ella sabía, nunca antes se había rebelado en contra de las obligaciones de su posición. Desde luego que sabía que un Rey debe casarse y que en realidad poco puede elegir con quién se casa. Sabía que un Rey que no obedece a su pueblo es un tirano. Sabía que su pueblo quería una Reina, quería herederos para el trono. Pero él no había hecho nada al respecto. Las mujeres de la corte se habían sentido contentas de poder cotillear con Tenar y contarle de sus numerosas queridas, ninguna de las cuales había perdido nada por ser conocida como la amante del Rey. Desde luego que él se las había arreglado bien para mantener todo aquello a escondidas, pero no podía esperar hacer eso durante toda su vida. ¿Por qué se había enfadado tanto cuando el ofrecimiento del Rey Thol le había proporcionado una solución tan apropiada?

Imperfectamente apropiada, quizás. La princesa era en parte un problema. Tenar tendría que tratar de enseñarle hárdico a la muchacha. Y encontrar damas dispuestas a enseñarle los modales del Archipiélago y la etiqueta de la corte, algo de lo que con toda seguridad ella no era capaz. Sentía más simpatía por la ignorancia de la princesa que por la sofisticación de las cortesanas.

No le gustaba el fallo o la incapacidad de Lebannen para comprender el punto de vista de la muchacha. ¿No podía imaginarse cómo era todo aquello para ella? Había sido criada en la residencia de mujeres de la fortaleza de un señor de la guerra, en una tierra remota y desierta, en donde probablemente nunca había visto a ningún hombre excepto a su padre, a sus tíos y a algún sacerdote; de repente había sido alejada de aquella pobreza y rigidez de vida constantes, por extraños, en una travesía marítima larga y aterradora; abandonada entre gente que solamente conocía como a monstruos irreligiosos y sedientos de sangre que habitaban el extremo más lejano del mundo, y en absoluto verdaderos humanos porque eran hechiceros que podían convertirse en animales y en pájaros. ¡Y tenía que casarse con uno de ellos!

Tenar había podido dejar a su propia gente e ir a vivir entre los monstruos y hechiceros de Poniente porque había estado con Ged, a quien amaba y en quien confiaba. Y aun así no había sido sencillo; muchas veces su coraje había fallado. Por toda la bienvenida que la gente de Havnor le había ofrecido, las multitudes y las aclamaciones y las flores y los elogios, los dulces nombres con los que la llamaban, la Dama Blanca, la Portadora de la Paz, Tenar del Anillo, por todo eso, ella se había agazapado en su habitación de palacio durante aquellas lejanas noches, llena de tristeza porque se sentía tan sola, y nadie hablaba su lengua, y no conocía ninguna de las tantas cosas que ellos conocían. En cuanto terminaron las festividades y el Anillo estuvo otra vez en su sitio, le había rogado a Ged que la llevara lejos de allí, y él había cumplido su promesa, marchándose rápidamente a Gont con ella. Allí había vivido en la casa del Viejo Mago como alumna y pupila de Ogión, aprendiendo cómo ser una habitante del Archipiélago, hasta que descubrió la manera en que quería seguir por sí sola, ya como mujer adulta.