—¿Cómo fue eso? —preguntó Tosía haciendo una mueca.
—Vagabundos, ladrones. Tenía cinco o seis años. Fuera lo que fuese lo que ella o ellos hicieran, todo terminó con ella golpeada hasta quedar inconsciente y arrojada a una hoguera. Pensando, supongo, que estaba muerta o que moriría y que todo sería tomado como un accidente, se dieron a la fuga. Los aldeanos la encontraron, y Tenar la acogió.
Tosía se rascó la oreja. —Ésa sí que es una historia bonita acerca de la bondad humana. Así ¿tampoco es hija del viejo Archimago? Pero ¿entonces a qué se refieren cuando dicen que es la cría de un dragón?
Lebannen había navegado con Tosía, había luchado junto a él hacía años en el sitio de Sorra, y sabía que era un hombre valiente, entusiasta, juicioso. Cuando la aspereza de Tosía le irritaba, él culpaba a su fina piel. —No sé a qué se refieren —respondió suavemente—. Lo único que sé es que el dragón la llamó hija.
—Ese mago vuestro de Roke, ese Ónix, es rápido diciendo que no tiene nada que hacer en este asunto. Sin embargo, él puede hablar el Habla Antigua, ¿no es así?
—Sí. Podría convertirte en ceniza con apenas unas palabras. Si no lo ha hecho todavía es por respeto a mí, no a ti, creo.
Tosía asintió con la cabeza. —Ya lo sé —dijo.
Cabalgaron durante todo aquel día tan rápido como podían hacerlo los caballos, y al caer la noche llegaron a un pequeño pueblo al pie de una colina, en donde los caballos pudieron ser alimentados y descansar, y los jinetes pudieron dormir en diferentes e incómodas camas. Los que no estaban habituados a cabalgar descubrieron entonces que apenas podían caminar. La gente de allí no había oído nada acerca de los dragones, y solamente se sintieron abrumados por el terror y el esplendor de todo un grupo de ricos extranjeros que habían llegado a caballo y pidiendo avena y camas, y les pagaban con plata y con oro.
Los jinetes partieron una vez más bastante antes del amanecer. Había casi cien millas desde las arenas del Onneva hasta Resbel. Este segundo día los llevaría por el desfiladero de las Montañas de Faliern y luego bajarían por el lado oeste. Yenay, uno de los oficiales de confianza de Lebannen, cabalgaba bastante por delante de los demás; Tosía era guardián de la parte de atrás; Lebannen estaba al frente del grupo principal. Iba trotando medio dormido en medio de la silenciosa tranquilidad que precede al amanecer, cuando el sonido de los cascos de un caballo golpeando el suelo y acercándose lo despertó. Yenay había cabalgado hacia atrás desde el frente. Lebannen levantó la vista y miró lo que el hombre le señalaba.
Acababan de salir de un bosque en la cumbre de una ladera abierta y podían ver a través de la clara media luz todo el camino que atravesaba el desfiladero. A ambos lados, las montañas se agrupaban negras contra el brillo rojizo y apagado de un amanecer con muchas nubes.
Pero estaban de cara al oeste.
—Eso está más cerca que Resbel —dijo Yenay—. Quince millas, tal vez.
La yegua de Tehanu, a pesar de ser pequeña, era la mejor del grupo, y tenía la poderosa convicción de que debía guiar a los demás. Si Tehanu no la retenía, la yegua no dejaba de cabalgar y de adelantar a los otros caballos hasta quedar al frente de la línea. La yegua salió disparada de repente cuando Lebannen dio rienda suelta a su gran caballo, y por eso Tehanu estaba ahora a su lado, mirando hacia donde él miraba.
—El bosque está en llamas —le dijo él a ella.
Lebannen podía ver solamente el lado marcado de su rostro, de modo que parecía que tenía la mirada ciega; pero ella veía, y la mano garra que sostenía las riendas estaba temblando. El niño que se quema le teme al fuego, pensó él.
¿Qué locura cruel y cobarde se había apoderado de él para decirle a esta muchacha: «Ven a hablar con los dragones, ¡sálvame el pellejo!», y llevarla directamente hacia el fuego?
—Regresaremos —dijo.
Tehanu levantó su mano buena, señalando: —Mira —dijo—. ¡Mira!
La chispa de una hoguera, una ceniza ardiente que se alzaba por la línea negra del desfiladero, un águila de llamas subiendo cada vez más, un dragón que volaba directo hacia donde ellos se encontraban.
Tehanu se puso de pie sobre sus estribos y soltó un chirrido penetrante, como el de un ave marina o como el grito de un halcón, pero era una palabra: —¡Medeu!
La enorme criatura se acercó más, a una velocidad terrible, sus alas largas y delgadas batiendo casi perezosamente; había perdido el reflejo del fuego y se veía negra o del color del bronce en la creciente luz de la mañana.
—Cuidad de vuestros caballos —dijo Tehanu con su voz ronca, y, justo en ese momento, el caballo castrado gris de Lebannen vio al dragón y se sobresaltó violentamente, sacudiendo la cabeza y retrocediendo. Pudo controlarlo, pero detrás de él uno de los otros caballos soltó un relincho de terror, y entonces oyó a todos los caballos pisoteando el suelo y a los guardianes gritando. El mago Ónix se acercó corriendo a toda prisa y se colocó al lado del caballo de Lebannen. A caballo o a pie, todos se detuvieron y observaron al dragón acercarse.
Una vez más, Tehanu gritó aquella palabra. El dragón viró en pleno vuelo, comenzó a ir más despacio, se acercó, se detuvo y merodeó por el aire, a aproximadamente ciento cincuenta metros de ellos.
—¡Medeu! —gritó Tehanu, y la respuesta llegó como un eco prolongado: ¡Me-de-uuu!
—¿Qué significa eso? —preguntó Lebannen, agachándose hacia Ónix.
—Hermana, hermano —susurró el mago.
Tehanu descendió del caballo, le había dado las riendas a Yenay, y estaba bajando a pie por la ligera pendiente hacia donde se cernía el dragón, sus largas alas batiendo rápidamente, como las de un halcón cuando se suspende en el aire. Pero aquellas alas medían quince metros de una punta a la otra, y mientras batían emitían un sonido como de timbales o como el traqueteo del metal. Mientras ella se acercaba, una pequeña voluta de fuego escapó de la gran boca abierta y de inmensos dientes del dragón.
Tehanu alzó su mano. No la esbelta mano oscura sino la que había sido quemada, la garra. La cicatriz que cubría su brazo y su hombro le impedía levantarla totalmente. Apenas podía llegar a la altura de su cabeza.
El dragón se hundió un poco en el aire, bajó su cabeza, y tocó la mano de Tehanu con su delgado y llameante hocico de escamas. Como un perro, un animal que saluda y olfatea, pensó Lebannen; como un halcón que se posa sobre una muñeca; como un rey que se inclina ante una reina.
Tehanu habló, el dragón habló, ambos brevemente, con sus voces de címbalo. Otro intercambio de palabras, una pausa; el dragón habló largo y tendido. Ónix escuchaba atentamente. Un intercambio más de palabras. Una voluta de humo por las ventanas de la nariz del dragón; un gesto rígido e imperioso de la mano dañada de la mujer. Luego dijo claramente dos palabras.
—Traedla —tradujo el mago en un susurro.
El dragón batió sus alas con fuerza, bajó su gran cabeza, y silbó, volvió a hablar, luego se elevó de repente en el aire, muy alto sobre Tehanu, dio media vuelta, giró una vez, y salió disparado como una flecha hacia el oeste.
—La ha llamado Hija del Mayor —susurró el mago, mientras Tehanu se quedaba allí de pie inmóvil, observando cómo se alejaba el dragón.
Se dio la vuelta; se veía pequeña y frágil ante aquella inmensa colina con su bosque a la luz gris del amanecer. Lebannen se bajó del caballo y se acercó a ella. Pensó que la encontraría agotada y aterrorizada, alargó su mano para ayudarle a caminar, pero ella le sonrió. Su rostro, medio terrible medio hermoso, brillaba con la luz roja del sol que aún no había salido.
—No volverán a atacar. Esperarán en las montañas —dijo.
Luego sí miró a su alrededor, como si no supiera dónde se encontraba, y cuando Lebannen la cogió del brazo, ella dejó que así lo hiciera; pero el fuego y la sonrisa seguían brillando en su rostro, y caminó suavemente.