Выбрать главу

Mientras los guardianes sujetaban los caballos, que ya se habían puesto a pastar en la hierba humedecida por el rocío, Ónix, Tosía y Yenay se acercaron a Tehanu, aunque manteniendo una distancia respetuosa. Entonces Ónix le dijo: —Mi querida dama Tehanu, nunca he visto un acto tan valiente.

—Ni yo tampoco —dijo Tosía.

—Tenía miedo —dijo Tehanu, con una voz que no albergaba emoción alguna—. Pero le llamé hermano, y él me llamó hermana.

—No pude entender todo lo que dijisteis —dijo el mago—.

No conozco tanto el Habla Antigua como tú. ¿Podrías contarnos lo que pasó entre vosotros?

Tehanu habló lentamente, sus ojos fijos en el poniente, hacia donde había volado el dragón. El rojo apagado del fuego distante iba palideciendo a medida que el levante se iba aclarando.

—Yo le pregunté: «¿Por qué estáis quemando la isla del Rey?». Y él me respondió: «Es hora de que volvamos a tener nuestras propias tierras». Y yo le dije: «¿Os pidió el Mayor que las tomarais con fuego?». Entonces dijo que el Mayor, Kalessin, se había ido con Orm Irian más allá del Oeste, para volar con el otro viento. Y dijo que los dragones jóvenes que se han quedado aquí, en los vientos del mundo, dicen que los hombres han roto su promesa y han robado las tierras de los dragones. Se dicen unos a otros que Kalessin no regresará nunca, y que ya no esperarán más, sino que sacarán a los hombres de todas las tierras del Poniente. Pero recientemente Orm Irian ha regresado, y está en Paln, según me dijo. Y yo le dije que le pidiera que viniese hasta aquí. Y él dijo que vendría a ver a la hija de Kalessin.

CAPITULO III

El Consejo del Dragón

Desde la ventana de su habitación, Tenar había visto alejarse al barco que llevaba a Lebannen y a su hija hasta desaparecer en la noche. No había bajado al embarcadero con Tehanu. Había sido duro, muy duro negarse a ir con ella en aquel viaje. Tehanu se lo había suplicado, no solía pedir nunca nada. Nunca lloraba, no podía llorar, pero su respiración se había convertido en un sollozo: —¡Pero no puedo ir, no puedo ir sola! ¡Ven conmigo, madre!

—Mi amor, mi corazón, si pudiera evitarte este miedo que sientes, lo haría, pero ¿no ves que no puedo? He hecho todo lo que he podido por ti, mi llama de fuego, mi estrella. El Rey tiene razón, solamente tú, tú solamente puedes hacer esto.

—Pero si tú estuvieras allí conmigo, simplemente si yo supiera que tú estás allí…

—¿Qué podría hacer yo allí más que ser una carga? Debéis viajar de prisa, será un viaje muy duro. Yo solamente os retrasaría. Y podríais temer por mí. No me necesitáis. Yo no os sirvo para nada. Tienes que entender eso. Tienes que ir, Tehanu.

Y se había dado media vuelta, quedando así de espaldas a su hija, y había comenzado a escoger la ropa que Tehanu debía llevarse, las ropas que llevaba en su casa, no las ropas de lujo que llevaban allí, en el palacio: sus zapatos gruesos y sólidos, su capa buena. Si lloró mientras lo hacía, no dejó que su hija la viera.

Tehanu se había quedado como perpleja, paralizada por el miedo. Cuando Tenar le dio las ropas con las que debía cambiarse, ella obedeció. Cuando el teniente del Rey, Yenay, llamó a la puerta y preguntó si podía conducir a la señorita Tehanu hasta el embarcadero, ella se quedó mirándolo fijamente, como un animal estúpido.

—Ahora vete —dijo Tenar. La abrazó y posó su mano sobre la gran cicatriz que cubría la mitad de su rostro—. Eres tanto hija de Kalessin como mía.

La muchacha la abrazó con mucha fuerza durante un buen rato, se soltó, dio media vuelta sin decir una palabra, y siguió a Yenay hasta la puerta.

Tenar se quedó allí de pie, sintiendo el frío aire de la noche en donde había estado el calor del cuerpo y de los brazos de Tehanu.

Se acercó hasta la ventana. Las luces allí abajo en el muelle, los hombres que iban y venían, el chacoloteo de los cascos de los caballos que eran conducidos por las calles empinadas sobre el agua. En el paseo marítimo había un gran barco, un barco que ella conocía, el Delfín. Miró por la ventana y divisó a Tehanu en el muelle. La vio finalmente subir a bordo, llevando a un caballo que se había estado resistiendo, y advirtió que Lebannen subía detrás de ella. Vio cómo se soltaban las amarras, cómo se alejaba el barco con dóciles movimientos al compás de los golpes de remo, y vio la repentina caída y el florecimiento de las velas blancas en la oscuridad. La luz del farol de la popa temblaba en el agua oscura, se fue encogiendo lentamente hasta convertirse en una pequeña gota de claridad, y luego desapareció.

Tenar caminó de un lado a otro de la habitación doblando las ropas que había llevado Tehanu, la camisa y la sobrefalda de seda; levantó las finas sandalias y las colocó un rato contra una de sus mejillas antes de guardarlas.

Se quedó recostada en la cama, despierta, y vio repetirse en su mente una y otra vez la misma escena: un camino, y Tehanu caminando sola por él. Y un nudo, una red, una masa negra que se enroscaba y se retorcía descendiendo desde el cielo, tropeles de dragones, grandes lenguas de fuego que salían de sus fauces hacia ella, sus cabellos en llamas, sus ropas en llamas. «No», decía Tenar, «¡no! ¡No será así!». Intentaba alejar su mente de esa escena, hasta que volvía a verla, el camino, y Tehanu caminando sola por él, y el nudo negro y llamas en el cielo, acercándose cada vez más.

Cuando las primeras luces del día comenzaron a teñir la habitación de gris, por fin consiguió dormirse, exhausta. Soñó que estaba en la casa del Viejo Mago, en el Vertedero, su casa, y estaba más contenta por estar allí de lo que puede expresarse con palabras. Cogió la escoba que estaba detrás de la puerta para barrer el brillante suelo de roble, puesto que Ged había dejado que se acumulase mucho polvo durante su ausencia. Pero había una puerta en la parte de atrás de la casa que no había estado allí antes. Cuando la abrió encontró una pequeña habitación de techo bajo con paredes de piedras pintadas de blanco. Ged estaba agachado en la habitación, en cuclillas, con los brazos sobre las rodillas y las manos cayendo a los lados. La suya no era una cabeza de hombre sino que era pequeña, negra, y con pico, la cabeza de un buitre. Y dijo entonces con una voz débil y ronca: «Tenar, no tengo alas». Y cuando lo dijo, Tenar sintió que se encendía en ella tanta furia y tanto miedo que se despertó, jadeando, para ver la luz del sol en la alta pared de su habitación en el palacio y oír las dulces y claras trompetas que daban la cuarta hora de la mañana.

Le trajeron el desayuno. Comió un poco y habló con Baya, la anciana sirvienta a quien había escogido de todo el séquito de criadas y damas de honor que Lebannen le había ofrecido. Baya era una mujer inteligente y capaz, nacida en una aldea en el interior de Havnor, con quien Tenar se llevaba mejor que con muchas de las damas de la corte. Estas eran amables y respetuosas, pero no sabían qué hacer con ella, no sabían cómo hablarle a una mujer que era mitad sacerdotisa karga, mitad ama de casa en una granja en Gont. Vio que les resultaba más fácil ser buenas con Tehanu por su feroz timidez. Podían sentir pena por ella. Pero en cambio no podían sentir pena por Tenar.

Baya, sin embargo, sí podía, y así era, y aquella mañana le prodigó a Tenar atenciones. —El Rey la traerá de regreso, sana y salva —le decía—. ¿Por qué piensas que llevaría a la muchacha ante un peligro del que después no pudiera sacarla? ¡Eso nunca! ¡El no es así! —Era un consuelo falso, pero Baya creía en ello tan apasionadamente que Tenar tuvo que mostrarse de acuerdo con ella, lo cual constituía en sí mismo un pequeño consuelo.

Necesitaba hacer algo, ya que la ausencia de Tehanu lo invadía todo. Decidió ir a hablar con la princesa de los kargos, para ver si la muchacha estaba dispuesta a aprender una palabra de hárdico, o al menos a decirle a Tenar cuál era su nombre.