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—Ahora bien —dijo Tenar, intentando recuperar el control de la situación—, he caminado mucho para llegar hasta aquí y tengo mucha sed. Por favor, sentémonos, y ¿puedo tomar un poco de agua? Después podremos hablar.

—Sí —dijo la princesa, y salió disparada de la habitación, como una leona al acecho.

Se oyeron gritos y chillidos en las habitaciones interiores, y más sonidos de corridas. Una de las siervas apareció, ajustándose el velo con manos temblorosas y farfullando algo en un dialecto tan cerrado que Tenar no podía entender lo que decía. —¡Habla en la lengua maldita! —gritó la princesa desde dentro.

La mujer chilló en un hárdico lamentable:

—¿Sentarse?, ¿beber?, ¿dama?

Se habían colocado dos sillas en el medio de la oscura y mal ventilada habitación, una frente a la otra. Seserakh se puso de pie junto a una de ellas.

—Me gustaría sentarme fuera, a la sombra, sobre el agua —dijo Tenar—. Si te apetece, princesa.

La princesa gritó, la mujer se escabulló, las sillas fueron llevadas hasta la amplia terraza. Se sentaron una junto a la otra.

—Así está mejor —dijo Tenar. Todavía le resultaba extraño estar hablando en kargo. No tenía ninguna clase de dificultad para hacerlo, pero sentía como si no fuera ella, como si fuera otra persona la que hablaba, un actor que disfrutaba de su rol.

—¿Te gusta el agua? —preguntó la princesa. Su rostro tenía una vez más su color habitual, un color crema intenso, y sus ojos, ya deshinchados, eran de un dorado azulado, o azules con motas doradas.

—Sí. ¿A ti no?

—La odio. Donde yo vivía no había agua.

—¿Un desierto? Yo también viví en un desierto. Hasta los dieciséis años. Después atravesé el mar y vine hacia el oeste. Me encanta el agua, el mar, los ríos.

—Oh, el mar —dijo Seserakh, encogiéndose y poniendo la cabeza entre las manos—. Oh, lo odio, lo odio. Vomité hasta el alma. Una y otra y otra vez. Durante días y días y días. No quiero ver el mar nunca más. —Le lanzó una mirada rápida al riachuelo que pasaba por debajo de ellas a través de las ramas de sauce, un riachuelo tranquilo y poco profundo—. Este río está bien —dijo con desconfianza.

Una mujer llevó una bandeja con una jarra y unas copas, y Tenar tomó un buen trago de agua fresca.

—Princesa —dijo—, tenemos mucho de qué hablar. Primero: los dragones todavía están muy lejos de aquí, en el Poniente. El Rey y mi hija han ido a hablar con ellos.

—¿A hablar con ellos?

—Sí. —Estuvo a punto de decir más, pero sólo dijo—: Ahora, por favor, hablame de los dragones en Hur-at-Hur.

A Tenar le habían dicho cuando era niña en Atuan que había dragones en Hur-at-Hur. Dragones en las montañas, bandoleros en los desiertos. Hur-at-Hur era pobre y estaba muy lejos, y de allí no llegaba nada bueno excepto ópalos y turquesas y troncos de cedro.

Seserakh lanzó un gran suspiro. Se le llenaron los ojos de lágrimas. —Pensar en mi casa me hace llorar —dijo, con una simpleza de sentimiento tan pura que a Tenar también se le empañó la mirada—. Allí los dragones viven en las montañas, que están a dos o tres días de viaje de Mesreth. En ellas no hay más que rocas y nadie molesta a los dragones y los dragones no molestan a nadie. Pero una vez al año bajan de las montañas, avanzando lentamente por un camino determinado. Es un sendero, de una tierra suave, que quedó así por arrastrar ellos sus vientres contra el suelo todos los años desde el comienzo de los tiempos. Se llama el Camino del Dragón. —Vio que Tenar escuchaba muy atentamente, y siguió hablando—. Cruzar el Camino del Dragón es algo tabú. Bajo ningún concepto se debe posar un pie sobre él. Hay que bordearlo, hacia el sur hasta el Lugar del Sacrificio. Comienzan a bajar arrastrándose a finales de la primavera. El cuarto día del quinto mes, ya todos han llegado al Lugar del Sacrificio. Ninguno de ellos llega tarde nunca. Y todos los habitantes de Mesreth y de las aldeas cercanas están allí esperándolos. Luego, cuando todos han bajado por el Camino del Dragón, los sacerdotes inician el sacrificio. Y eso es… ¿No tenéis vosotros el sacrificio de la primavera en Atuan?

Tenar negó con la cabeza.

—Bueno, por eso me asusté, ¿entiendes?, porque puede ser un sacrificio humano. Si las cosas no fueran bien, sacrificarían a la hija de un rey. De lo contrario, sería simplemente una muchacha cualquiera. Pero incluso eso hace mucho que no sucede. No lo hacen desde que yo era pequeña. Desde que mi padre derrocara a todos los demás reyes. Desde entonces, sólo han sacrificado a una cabra y a una oveja. Recogen la sangre en cuencos, arrojan la grasa en el fuego sagrado, y llaman a los dragones. Luego, todos los dragones vienen arrastrándose. Se beben la sangre y se comen el fuego. —Cerró los ojos un momento; Tenar hizo lo mismo—. Después vuelven a subir a las montañas, y nosotros regresamos a Mesreth.

—¿Los dragones son muy grandes?

Seserakh separó sus manos aproximadamente noventa centímetros. —A veces son más grandes —dijo.

—¿Y no pueden volar? ¿O hablar?

—Ah, no. Sus alas son sólo pequeñas aletas. Emiten una especie de silbido. Los animales no pueden hablar. Pero son sagrados. Son el símbolo de la vida, porque el fuego es la vida, y ellos comen y escupen fuego. Y son sagrados porque vienen al sacrificio de la primavera. Aunque no acudiera ninguna persona, los dragones acudirían y se reunirían en ese lugar. Nosotros vamos porque vienen los dragones. Los sacerdotes siempre hablan de eso antes del sacrificio.

Tenar tardó un rato en asimilar todo aquello. —Los dragones aquí en el Oeste —dijo—, son grandes. Inmensos. Y pueden volar. Son animales, pero pueden hablar. Y son sagrados. Y peligrosos.

—Bueno —dijo la princesa—, puede que los dragones sean animales, pero se parecen más a nosotros que los hechiceros-malditos.

Dijo «hechiceros-malditos» como una sola palabra y sin ningún énfasis en particular. Tenar recordó esa frase de su infancia. Significaba la Gente Oscura, la gente hárdica del Archipiélago.

—¿Y eso por qué?

—¡Porque los dragones vuelven a nacer! Como todos los animales. Como nosotros. —Seserakh miró a Tenar con sincera curiosidad—. Pensé que por haber sido una sacerdotisa en el Lugar Más Sagrado de las Tumbas sabrías mucho más acerca de todo esto que yo.

—Pero nosotros no tenemos dragones allí —dijo Tenar—. No aprendí absolutamente nada acerca de ellos. Por favor, amiga mía, cuéntame.

—Pues déjame ver si puedo contarte la historia. Es una historia de invernó. Supongo que aquí está bien contarla en verano. De todas maneras, aquí ya está todo mal. —Suspiró—. Bueno, al principio, ya sabes, cuando todo comenzó, éramos todos iguales, toda la gente y todos los animales, hacíamos las mismas cosas. Después aprendimos a morir. Y entonces aprendimos a renacer. Tal vez como una clase de ser, quizás como otra. Pero no importa demasiado, porque de todas maneras volverás a morir y volverás a nacer y lo serás todo tarde o temprano.

Tenar asintió con la cabeza. Hasta ahora, la historia le resultaba familiar.

—Pero las mejores cosas en las que renacer son gente y dragones, porque ésos son los seres sagrados. De modo que uno intenta no romper los tabúes, e intenta cumplir con los Preceptos, para tener más oportunidades de ser otra vez una persona, o en cualquier caso un dragón… Si los dragones aquí pueden hablar y son tan grandes, puedo entender por qué eso supondría una recompensa. Ser uno de nuestros dragones nunca pareció algo demasiado tentador.

"Pero la historia es acerca de los hechiceros-malditos que descubren el Vedurnan. Eso fue algo, no sé exactamente qué, que dijo alguna gente, y era que si aceptaban no morir nunca y no renacer nunca, podrían aprender hechicería. Y eso fue lo que escogieron, escogieron el Vedurnan. Y se fueron al oeste con él. El Vedurnan los hizo oscuros, y viven aquí. Toda esta gente, ellos eligieron el Vedurnan. Viven, y pueden practicar sus malditas hechicerías, pero no pueden morir. Sólo sus cuerpos mueren. El resto de ellos se queda en un lugar oscuro y nunca renace. Y parecen pájaros. Pero no pueden volar.