Gavilán regresó desde muy lejos. Sus ojos habían estado en los golfos del Oeste. —No —dijo—. Está en Havnor. Con el Rey.
Después de un rato, regresando ya por completo, agregó:
—Fue hasta allí con nuestra hija justo después de la Larga Danza. Lebannen mandó buscarlas, para pedirles consejo. Tal vez con respecto al mismo tema que te trae hasta aquí. Ya veremos… Pero la verdad es que esta noche estoy cansado, y no muy dispuesto a sopesar cuestiones importantes. Y tú también pareces estar cansado. Así que quizás te apetezca un tazón de sopa, y otro vaso de vino, y dormir un poco. Ya hablaremos por la mañana.
—Con mucho gusto, señor —dijo Aliso—, excepto lo de dormir. Eso es lo que temo.
Al anciano le llevó un rato asimilar aquello, pero luego dijo: —¿Temes dormir?
—Les temo a los sueños.
—Ah. —Una mirada profunda desde aquellos ojos oscuros bajo unas cejas enmarañadas y medio grises—. Creo que te has echado una buena siesta allí en la hierba.
—El sueño más dulce que he tenido desde que abandoné la Isla de Roke. Estoy muy agradecido por esa ayuda, señor. Tal vez vuelva a ser así esta noche. Pero si no lo es, lucho con mi sueño, y grito, y me despierto, y soy una carga para cualquiera que se encuentre cerca de mí. Dormiré fuera, si me lo permites.
Gavilán asintió con la cabeza.
—Será una noche muy agradable —dijo.
Era en efecto una noche agradable, fresca, una leve brisa del mar desde el Sur, las estrellas del verano iluminando todo el cielo excepto donde se cierne la oscura cima de la montaña. Aliso acomodó el camastro y la piel de carnero que le diera su anfitrión sobre la hierba en la que había dormido antes.
Gavilán se acostó en el pequeño nicho que había en el extremo oeste de la casa. Había dormido allí de niño, cuando la casa pertenecía a Ogión y él era su aprendiz de hechicería. Tehanu había dormido allí durante los últimos quince años, puesto que había sido su hija. Ahora que ella y Tenar no estaban, cuando se acostaba en la cama de él y de Tenar en el oscuro rincón de la única habitación, sentía su propia soledad, así que había retomado la costumbre de dormir en el nicho. Le gustaba esa estrecha cama que salía del grueso muro de madera de la casa, justo debajo de la ventana. Dormía bien allí. Pero aquella noche no fue así.
Antes de medianoche, al ser despertado por un grito, voces fuera de la casa, se levantó de un brinco y fue hasta la puerta. Era Aliso luchando con sus pesadillas, entre soñolientas protestas que llegaban desde el gallinero. Aliso chillaba con la voz velada de los sueños y luego se despertó, incorporándose presa del pánico y de la angustia. Le pidió perdón a su anfitrión y le dijo que se quedaría un rato despierto bajo las estrellas. Gavilán regresó a la cama. No fue Aliso quien volvió a despertarlo, sino que esta vez fue él quien tuvo un mal sueño.
Estaba de pie junto a un muro de piedras cerca de la cima de una extensa ladera de hierbas secas y grises que descendía y se iba perdiendo en sombras hasta la oscuridad. Sabía que había estado allí antes, que había estado allí de pie, pero no sabía cuándo, ni qué lugar era aquél. Había alguien de pie al otro lado del muro, en el lado que bajaba la ladera, no muy lejos de allí. No podía divisar el rostro, sólo que se trataba de un hombre alto, con una capa. Sabía que lo conocía. El hombre le habló, utilizando su verdadero nombre. Le dijo: —Pronto estarás aquí, Ged.
Con un frío que le calaba hasta los huesos, se incorporó, mirando fijamente para ver el espacio de la casa que lo rodeaba, para cubrirse con la realidad de ese espacio como con una manta. Miró las estrellas a través de la ventana, y fue entonces cuando el frío llegó hasta su corazón. No eran las estrellas del verano, tan queridas, familiares, la Carreta, el Halcón, los Bailarines, el Corazón del Cisne. Eran otras, las pequeñas estrellas inmóviles de la tierra seca, que nunca salen ni se ponen. Hubo una vez en que conoció sus nombres, cuando conocía los nombres de las cosas.
—¡Fuera! —dijo casi gritando, e hizo el gesto para alejar a la desgracia que había aprendido cuando tenía diez años. Su mirada fue hasta la puerta abierta de la casa, hacia el rincón detrás de la puerta, en donde le pareció ver que la oscuridad tomaba forma, coagulándose y elevándose.
Pero su gesto, a pesar de no tener poder alguno, lo despertó. Las sombras detrás de la puerta eran simplemente sombras. Las estrellas del otro lado de la ventana eran las estrellas de Terramar, que palidecían ahora con el primer resplandor del amanecer.
Se sentó sosteniendo la piel de carnero alrededor de los hombros, observando aquellas estrellas que se iban apagando a medida que caían hacia poniente, observando la creciente claridad, los colores de la luz, el juego y el cambio del próximo día. Había pesar en su interior, no sabía por qué, una pena y un anhelo por algo querido y perdido, perdido para siempre. Estaba acostumbrado a eso; había querido muchas cosas, y había perdido muchas; pero su tristeza era tan grande que no parecía suya. Sentía una tristeza en el mismísimo corazón de las cosas, un pesar incluso con la llegada de la luz. Aquel pesar se le había aferrado desde el sueño, y todavía estaba con él cuando despertó.
Encendió un pequeño fuego en la gran chimenea y fue hasta los melocotoneros y hasta el gallinero para coger el desayuno. Aliso llegó por el sendero que iba hacia el norte a lo largo de la cima del acantilado; había salido a dar un paseo con las primeras luces del día, dijo. Parecía agotado, y Gavilán se quedó impresionado una vez más ante la tristeza de su rostro, que hacía eco del profundo pesar que siguiera a su propio sueño.
Tomaron un tazón de gachas de cebada tibia, tal como solían hacer los campesinos de Gont cada mañana, un huevo pasado por agua, un melocotón; comieron junto a la chimenea, puesto que el aire matutino a la sombra de la montaña era demasiado frío como para quedarse sentados afuera. Gavilán se ocupó de los animales: alimentó a las gallinas, les tiró granos para que comieran a las palomas, dejó entrar a las cabras en el pasturaje. Cuando regresó se sentaron una vez más en el banco que estaba en el patio de entrada a la casa. El sol todavía no estaba sobre la montaña, pero el aire era cada vez más seco y cálido.
—Ahora sí, cuéntame qué te trae por aquí, Aliso. Pero puesto que vienes desde Roke, primero dime si todo esta bien en la Casa Grande.
—No he entrado en ella, señor.
—Ah. —Tono de voz inexpresivo, mirada inexpresiva—. ¿Se encuentra bien el Maestro de las Formas?
—Él mismo me dijo: «Dale todo mi amor y mi honra a mi señor, y dile que me gustaría que camináramos juntos por el Bosquecillo como solíamos hacerlo».
Gavilán sonrió con un poco de tristeza. Después de un rato dijo: —Pues bien. Pero te envió a mí con algo más que decir aparte de eso, supongo.
—Intentaré ser breve.
—Hombre, tenemos todo el día por delante. Y a mí me gusta oír las historias desde el principio.
De modo que Aliso le contó su historia desde el principio.
Era el hijo de una bruja, nacido en el pueblo de Elini en Taon, la Isla de los Arpistas.
Taon está en el extremo austral del Mar de Ea, no muy lejos de donde yacía Solea antes de que el mar la sumergiera. Ese era el antiguo corazón de Terramar. Todas aquellas islas tenían Estados y ciudades, reyes y magos, cuando Havnor era una tierra de tribus enfrentadas y Gont una jungla gobernada por osos. La gente nacida en Ea o en Ebéa, en Enlad o en Taon, pensaba que podía ser hija de un acequiador o hijo de una bruja, se consideran a sí mismos descendientes de los Antiguos Magos, compartiendo el linaje de guerreros que murieron en los años oscuros por la Reina Elfarran. Por lo tanto, suelen tener excelentes modales, aunque a veces también un modo excesivamente altanero, y una disposición de ánimo y discurso bastante imprevisible, cierta tendencia a elevarse por sobre los meros hechos y palabras; palabras y hechos en que aquellos que ocupan gran parte de sus mentes con asuntos de comercio no confían demasiado. «Cometas sin hilo», dicen los hombres ricos de Havnor al referirse a esta gente. Pero no lo dicen nunca al alcance del oído del Rey Lebannen de la Casa de Enlad.