—En Hur-at-Hur hay dragones. Pequeños, dice ella, y sin alas, y no hablan. Pero son sagrados. Son el símbolo y la señal sagrados de la muerte y el renacimiento. La princesa me recordó que mi gente no va a donde va tu gente cuando muere. Esa tierra seca de la que habla Aliso no es adonde vamos nosotros. La princesa, y yo, y los dragones.
El rostro de Lebannen pasó de tener un semblante receloso a uno de intensa atención. —Las preguntas que Ged le hizo a Tehanu —dijo en voz muy baja—. ¿Son éstas las respuestas?
—Solamente sé lo que me dijo la princesa, o lo que me recordó. Hablaré con Tehanu acerca de estas cosas esta noche.
El Rey frunció el ceño, reflexionando; luego su rostro se despejó. Se inclinó y besó la mejilla de Tenar, dándole las buenas noches. Se alejó a zancadas y ella lo observó alejarse. Le derretía el corazón, la deslumbraba, pero Tenar no se dejó cegar. «Todavía le tiene miedo a la princesa», pensó.
La sala del trono era la sala más antigua del Palacio de Maharion. Había sido el salón de Genial Hijo-del-Mar, Príncipe de Ilien, quien se convirtió en Rey en Havnor y de cuyo linaje nació la Reina Heru y su hijo Maharion. La Gesta havnoriana dice:
Alrededor de aquel salón, durante más de un siglo, los herederos de Gemal nunca habían construido un palacio más grande, hasta que finalmente Heru y Maharion habían edificado sobre él la Torre de Alabastro, la Torre de la Reina, la Torre de la Espada.
Todo eso seguía en pie; pero, a pesar de que la gente de Havnor había resuelto llamarle Nuevo Palacio durante todos aquellos largos siglos desde la muerte de Maharion, estaba viejo y casi en ruinas cuando Lebannen subió al trono.
Lo había reconstruido casi por completo, y muy suntuosamente. Los comerciantes de las Islas Interiores, en sus primeras alegrías por tener otra vez un Rey y leyes que protegieran sus negociaciones, habían fijado muy alto sus ingresos y le ofrecían incluso más dinero para todas aquellas tareas; durante los primeros años de su reinado, ni siquiera se quejaban de que el sistema tributario estuviera destruyendo sus negocios y condenara a sus hijos a la miseria. De este modo, él había podido construir otra vez el Nuevo Palacio, y lo había dejado espléndido. Pero hizo que la sala del trono, una vez reconstruido el techo de vigas, vueltas a enyesar las paredes de piedra, recolocados los cristales en las estrechas y altas ventanas, mantuviera su antigua austeridad.
A través de las breves y falsas dinastías y de los Años Oscuros de tiranos y usurpadores y señores piratas, a través de todos los insultos del tiempo y la ambición, el trono del reino había estado siempre en el extremo de aquella extensa sala: una silla de madera, con un alto respaldo, sobre una sencilla tarima. Una vez había sido recubierta de oro. Pero hacía mucho que esa cobertura había desaparecido; los pequeños clavos dorados habían dejado agujeros desgarrados en la madera de donde habían sido arrancados. Sus cojines y sus colgaduras de seda habían sido robados o destruidos por las polillas, los ratones y el moho. No había nada que demostrara que era el mismo trono, excepto el lugar en el que se encontraba y una talla poco profunda en el respaldo, una garza real volando con una ramita de serbal en el pico. Ése era el blasón de la Casa de Enlad.
Los reyes de esa casa habían ido de Enlad hasta Havnor hacía ochocientos años. Donde está el Gran Trono de Morred, decían, está el reino.
Lebannen había hecho que lo limpiaran, que repararan y cambiaran la madera que estaba ya pudriéndose, que lo lubricaran y lo bruñeran otra vez en un tono oscuro, pero que lo dejaran sin pintar, sin teñirlo de dorado, así desnudo. Algunas de las personas ricas que venían a admirar su carísimo palacio se quejaban de la sala del trono y del propio trono. «Parece un granero», decían, y: «¿Es el Gran Trono de Morred o la silla de un viejo granjero?».
A lo que algunos decían que el Rey había contestado: «¿Qué es un reino sin los graneros que lo alimentan y los granjeros para que cultiven el cereal?». Otros decían que había respondido: «¿Acaso es mi reino oropel de oro y terciopelo o bien se sostiene por la fuerza de la madera y la piedra?». Sin embargo, otros decían que no había dicho nada, excepto que le gustaba tal como estaba. Y, puesto que eran sus nalgas reales las que se sentaban sobre aquel trono sin cojines, sus críticos no lograron tener la última palabra en el asunto.
En ese salón severo y con altos techos de vigas, una mañana fresca con bruma de finales de verano, se presentó el Consejo del Rey: noventa y un hombres y mujeres; y hubieran sido cien si todos hubieran asistido. Todos habían sido elegidos por el Rey, algunos para representar a las grandes casas nobles y principescas de las Islas Interiores, quienes se habían comprometido a ser vasallos de la Corona; otros para que hablaran por los intereses de otras islas y partes del Archipiélago; otros más porque el Rey los había considerado o esperaba considerarlos consejeros de Estado útiles y dignos de confianza. Había comerciantes, navieros, y comisionados de Havnor y de las otras grandes ciudades portuarias del Mar de Ea y del Mar Interior, espléndidos en su consciente gravedad, con sus túnicas oscuras de pesadas sedas. Había representantes de los gremios de trabajadores y algunos negociantes flexibles y astutos. Destacaba entre ellos una mujer de ojos claros y manos fuertes, la jefa de los mineros de Osskil. Había magos de Roke, como Ónix, con mantos grises y varas de madera. También había un mago de Paln, llamado Maestro Seppel, que no llevaba vara y a quien la gente solía evitar, pese a que parecía bastante apacible. Había mujeres nobles, jóvenes y viejas, de los feudos y los principados del Reino, algunas vestidas con sedas de Lorbanery y perlas de las Islas de Arena, y dos isleñas, corpulentas, sencillas y solemnes, una de Iffish y otra de Korp, para hablar en favor de la gente del Confín del Levante. Había algunos poetas, algunos eruditos de los antiguos colegios de Ea y de las Enlades, y varios capitanes de tropas militares o de los barcos del Rey.
A cada uno de estos concejales lo había escogido él. Después de dos o tres años solía pedirles que volvieran a servirle o los enviaba de regreso a casa con agradecimientos y honores, y los reemplazaba por otros. Todas las leyes y los impuestos, todos los juicios llevados ante el trono, él los discutía con ellos, aceptando sus consejos. Entonces ellos votaban su propuesta, y se promulgaba únicamente con el consentimiento de la mayoría. Estaban los que decían que los miembros del Consejo no eran más que las mascotas y las marionetas del Rey, y de hecho puede que fuera así. Si argumentaba a favor de algo, generalmente se salía con la suya. Muchas veces no expresaba opinión alguna y dejaba que el Consejo tomara la decisión. Muchos concejales habían descubierto que si tenían datos suficientes para sostener su oposición y fabricar un buen argumento, podían persuadir a los demás y hasta convencer al Rey. De modo que los debates entre las varias divisiones y cuerpos especiales del Consejo eran a menudo disputados acaloradamente, e incluso estando en sesión completa el Rey había encontrado opositores en varias ocasiones, había discutido con ellos, y sin embargo había sacado la minoría de votos. Era un buen diplomático, pero un político mediocre.
Le parecía que su Consejo le era de mucha ayuda, y éste se había ganado el respeto de la gente de poder. La gente del pueblo no le prestaba mucha atención. Centraban sus esperanzas y atención en la persona del Rey. Había miles de gestas y de baladas que hablaban del hijo de Morred, el príncipe que viajó sobre el lomo de un dragón desde la muerte hasta las costas del día, el héroe de Sorra, esgrimidor de la Espada de Serriath, el Árbol Serbal, el Alto Fresno de Enlad, el bien amado Rey que gobernaba con el Símbolo de la Paz. Pero era difícil hacer canciones sobre concejales debatiendo los impuestos de los barcos.