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De manera que nadie cantó sobre ellos, pero sí que entraron en fila y se sentaron en los bancos con cojines de cara al trono sin cojines del Rey. Volvieron a ponerse de pie cuando éste entró en la sala. Con él iba la Mujer de Gont, a quien muchos de ellos habían visto antes, de modo que su aspecto no provocó ningún revuelo, y con ellos un hombre menudo, vestido de negro deslustrado. «Parece un hechicero de aldea», le dijo un comerciante de Kamery a un carpintero de navío de Way, quien respondió: «Sin duda», con un tono resignado, indulgente. El Rey era también querido por muchos de los concejales, o al menos apreciado; después de todo había puesto poder en sus manos, y aunque no sintieran obligación alguna de estarle agradecido, respetaban sus decisiones.

La anciana Dama de Ea entró tarde y dándose prisa, y el Príncipe Sege, quien presidía el protocolo, le dijo al Consejo que tomara asiento. Todos se sentaron.

—Escuchad al Rey —dijo Sege, y ellos escucharon.

Les contó, y para muchos era la primera verdadera noticia que recibían sobre aquel asunto, acerca de los ataques de los dragones en el oeste de Havnor, y cómo había partido él con la Mujer de Gont, Tehanu, para hablar con ellos.

Los mantuvo en suspenso mientras habló de los antiguos ataques de parte de los dragones en las islas del Poniente, y les contó brevemente la historia de Ónix acerca de la muchacha que se convirtió en dragón en el Collado de Roke, y les recordó que Tehanu fue llamada hija por Tenar del Anillo, por el antiguo Archimago de Roke y por el dragón Kalessin, sobre cuyo lomo había llevado desde Selidor al mismísimo Rey.

Luego, finalmente, les contó lo que había ocurrido en el desfiladero de las Montañas de Faliern al amanecer tres días atrás. Terminó diciendo:

—Ese dragón llevó el mensaje de Tehanu a Orm Irian en Paln, quien luego deberá hacer un largo vuelo para llegar hasta aquí, trescientas millas o más. Pero los dragones son más rápidos que cualquier barco, incluso con viento de magia. Podemos recibir la visita de Orm en cualquier momento.

El Príncipe Sege hizo la primera pregunta, sabiendo que el Rey la recibiría bien: —¿Qué esperáis ganar, señor mío, al hablar con un dragón?

La respuesta fue inmediata: —Más de lo que podremos ganar nunca intentando luchar contra él. Resulta muy duro decirlo, pero es la verdad: contra el peligro de estas grandes criaturas, si de hecho resolvieran venir a destruirnos, no tenemos una verdadera defensa. Nuestros hombres sabios nos dicen que tal vez haya un lugar que pueda enfrentarse a ellos, la Isla de Roke. Y en Roke quizás haya sólo un hombre que podría enfrentarse a la ira de un dragón y no ser destruido. Por lo tanto, debemos intentar encontrar la causa de su furia y hacer las paces con ellos eliminándola.

—Son animales —dijo el antiguo Señor de Felkway—. Los hombres no pueden razonar con los animales, ni hacer las paces con ellos.

—¿No tenemos acaso la Espada de Erreth-Akbé, la que asesinó al Gran Dragón? —gritó un joven concejal.

Inmediatamente, otro le respondió: —¿Y quién asesinó a Erreth-Akbé?

El debate en el Consejo tendía a ser tumultuoso, a pesar de que el Príncipe Sege cumplía estrictamente con las reglas de protocolo, sin dejar que nadie interrumpiera a otro o hablara más de un turno de dos minutos marcado por el reloj de arena. Los parlanchines y los charlatanes eran interrumpidos por el estruendo provocado por el golpe de la vara de punta de plata del Príncipe y por su llamada para el siguiente orador. Así que hablaban y se gritaban mutuamente a un ritmo acelerado, y todas las cosas que tenían que ser dichas y muchas cosas que no necesitaban ser dichas eran dichas, y refutadas, y dichas otra vez. Mayoritariamente, argumentaban que debían iniciar una guerra, luchar contra los dragones, derrotarlos.

—Un grupo de arqueros en uno de los barcos de guerra del Rey podría derribarlos como a patos —gritó un comerciante vehemente de Wathort.

—¿Vamos a arrastrarnos frente a bestias sin inteligencia? ¿Acaso ya no quedan héroes entre nosotros? —preguntó la imperiosa Dama de Otokne.

A eso, Ónix dio una respuesta ácida: —¿Sin inteligencia? Hablan el Lenguaje de la Creación, sobre cuyo conocimiento se basa nuestro arte y nuestro poder. Son bestias tal como nosotros somos bestias. Los hombres son animales que hablan.

Un capitán de barco, un hombre viejo, con muchos viajes sobre sus espaldas, dijo: —¿Entonces no sois vosotros los magos quienes deberíais estar hablando con ellos? ¿Puesto que vosotros conocéis su lengua, y tal vez compartáis sus poderes? El Rey ha hablado de una joven muchacha sin educación que se convirtió en dragón. Pero los magos podéis adoptar esa forma por voluntad propia. ¿No podrían los Maestros de Roke hablar con los dragones o luchar contra ellos, si fuera necesario, de igual a igual?

El mago de Paln se puso de pie. Era un hombre de baja estatura, con una voz suave. —Adoptar la forma es convertirse en ese ser, capitán —dijo amablemente—. Un mago puede parecer un dragón, pero la verdadera Transformación es un arte muy peligroso. Especialmente ahora. Una pequeña transformación en medio de grandes cambios es como un suspiro contra el viento… Pero tenemos aquí entre nosotros a alguien que no necesita utilizar arte alguno, y aun así puede hablar de nuestra parte con los dragones mejor de lo que ningún hombre podría hacerlo. Si es que ella acepta hablar de nuestra parte.

Ante aquello, Tehanu se levantó de su banco al pie de la tarima. —Lo haré —dijo. Y volvió a sentarse.

Eso trajo un poco de paz a la discusión durante al menos un minuto, pero pronto estuvieron todos otra vez alterados.

El Rey escuchaba pero no hablaba. Quería conocer el temperamento de su gente.

Las dulces trompetas de plata en lo alto de la Torre de la Espada tocaron su melodía completa cuatro veces, marcando la sexta hora, el mediodía. El Rey se puso de pie, y el Príncipe Sege declaró un descanso que duraría hasta la primera hora de la tarde.

Un almuerzo de queso fresco y de frutas y verduras estivales fue dispuesto en un salón de la Torre de la Rema Heru. Allí Lebannen invitó a Tehanu y a Tenar, a Aliso, a Sege, y a Ónix; y Ónix, con el permiso del Rey, trajo con él al mago Seppel de Paln. Se sentaron y comieron todos juntos, hablando poco y en voz baja. Desde las ventanas podía verse todo el puerto y la orilla septentrional de la bahía, que se iba apagando hasta convertirse en una neblina azulina que podía ser tanto los restos de la niebla de la mañana como el humo de los incendios en los bosques al oeste de la isla.

Aliso seguía sorprendido por haber sido incluido entre los amigos íntimos del Rey e invitado a sus juntas. ¿Qué tenía que ver él con los dragones? No podía ni luchar ni hablar con ellos. La sola idea de tan poderosos seres le resultaba intensa y extraña. Por momentos, los alardes y los desafíos de los concejales le parecían ladridos de perros. Una vez había visto un perro joven en una playa ladrándole y ladrándole al océano, corriendo e intentando morder el oleaje, alejándose de las olas con la cola mojada entre las patas.

Pero estaba contento de estar con Tenar, quien le transmitía paz, y quien le agradaba por su bondad y su coraje, y descubrió entonces que también se sentía cómodo en presencia de Tehanu.

Su deformación hacía que pareciera que tenía dos rostros. Aliso no podía ver los dos al mismo tiempo, solamente uno o el otro. Pero se había acostumbrado a eso y no le inquietaba. La mitad del rostro de su madre había estado cubierta por una marca de nacimiento roja como el vino. El rostro de Tehanu le recordaba aquello.

Parecía menos inquieta y preocupada que antes. Se sentó tranquilamente, y un par de veces le habló a Aliso, que estaba sentado a su lado, con una tímida camaradería. Aliso sintió que, como él, ella estaba allí no por elección sino porque había renunciado a su elección, se había visto arrastrada a seguir un camino que no alcanzaba a comprender. Tal vez su camino y el de él fueran juntos, por un tiempo al menos. La idea lo llenó de coraje. Sabiendo únicamente que había algo que tenía que hacer, que algo había comenzado que debía ser terminado, sintió que fuera lo que fuese, sería mejor hacerlo con ella que sin ella. Tal vez ella se había sentido atraída por él por la misma soledad.