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Era joven, alta, y de complexión fuerte, morena, de cabellos oscuros, llevaba una camisa de campesina y unos pantalones, iba descalza. Estaba allí de pie, inmóvil, como desconcertada. Bajó la vista para mirarse el cuerpo. Levantó su mano y la miró: —¡Qué pequeña! —dijo, en el lenguaje de la calle, y se rió. Miró a Tehanu—. Es como ponerme los zapatos que llevaba cuando tenía cinco años —dijo.

Las dos mujeres se acercaron la una a la otra. Con cierta dignidad, como la de los guerreros armados saludándose o como la de dos barcos que se encuentran en el medio del mar, se abrazaron. Se cogieron una a la otra suavemente, pero durante algunos instantes. Se separaron, y ambas dieron media vuelta y quedaron de cara al Rey.

—Dama Irian —dijo él, e hizo una reverencia.

Ella pareció quedarse un poco perpleja, e hizo una especie de reverencia campestre. Cuando levantó la mirada, el Rey vio que sus ojos eran color ámbar. Inmediatamente apartó la mirada.

—No te haré daño con esta apariencia —dijo ella, con una amplia y blanca sonrisa—. Majestad —agregó incómodamente, intentando ser cortés.

El Rey hizo otra reverencia. Era él quien estaba perplejo ahora. Miró a Tehanu, y después a Tenar, que había salido a la terraza con Aliso. Nadie decía nada.

Los ojos de Irian se posaron sobre Ónix, que estaba de pie, con su capa gris, justo detrás del Rey, y su rostro se iluminó una vez más. —Señor —dijo—, ¿eres tú de la Isla de Roke? ¿Conoces al Señor Maestro de las Formas?

Ónix hizo una reverencia o asintió con la cabeza. El también le esquivaba la mirada.

—¿Está bien? ¿Sigue caminando entre sus árboles?

El mago hizo una nueva reverencia.

—¿Y el Portero, y el Maestro de Hierbas, y Kurremkarmerruk? Ellos me ofrecieron su amistad, me apoyaron. Si vuelves allí alguna vez, envíales mi amor y mi honor, por favor.

—Así lo haré —dijo el mago.

—Mi madre está aquí —le dijo Tehanu suavemente a Irian—. Tenar de Atuan.

—Tenar de Gont —dijo Lebannen, con cierto retintín en su voz.

Observando a Tenar con sincero asombro, Irían le preguntó: —¿Fuiste tú quien trajo el Anillo de la Runa desde la tierra de los Hombres Blancos, junto con el Archimago?

—Así es —dijo Tenar, mirando a Irían fijamente y con la misma franqueza.

Por encima de ellos, en el balcón que rodeaba la Torre de la Espada, cerca de su cúspide, hubo movimiento: los trompetistas habían salido a dar las horas, pero en ese momento los cuatro se habían reunido en el lado sur y miraban hacia abajo, a la terraza, buscando al dragón con sus miradas. Había rostros en todas las ventanas de las torres del palacio, y las voces llegaban desde las calles como una marea que se acerca.

—Cuando toquen la primera hora —dijo Lebannen—, el Consejo volverá a reunirse. Los concejales te habrán visto llegar, estimada dama, o habrán oído hablar de tu llegada. De modo que si te complace, pienso que lo mejor será que vayamos directamente a reunimos con ellos y dejar que te contemplen. Y si decides hablarles, prometo que te escucharán.

—Muy bien —dijo Irian. Por un instante hubo en ella una indiferencia poderosa, de reptil. Cuando se movió, eso pareció desaparecer, y parecía simplemente una mujer alta y joven que caminaba con bastante torpeza, y le decía a Tehanu, sonriente—: Me siento como si pudiera salir volando como una chispa, ¡no peso nada!

Las cuatro trompetas en lo alto de la torre sonaron hacia el oeste, hacia el norte, hacia el este, y hacia el sur, una tras otra, una frase del lamento que había escrito un Rey hacía quinientos años para la muerte de su amigo.

El rey recordó en ese momento y por un instante el rostro de aquel hombre, Erreth-Akbé, tal como había estado de pie en aquella playa de Selidor, con sus ojos oscuros, apesadumbrado, mortalmente herido, entre los huesos del dragón que lo había matado. A Lebannen le resultó extraño estar pensando en cosas tan lejanas en un momento semejante; y sin embargo no era extraño, puesto que los vivos y los muertos, los hombres y los dragones, estaban todos dirigiéndose juntos hacia un suceso que él no podía prever.

Se detuvo hasta que Irian y Tehanu se acercaron a él. Y cuando siguió caminando dentro del palacio con ellas dijo:

—Dama Irian, hay muchas cosas que te preguntaría, pero lo que teme mi gente y lo que el Consejo deseará saber es si tu gente tiene intenciones de declararnos la guerra, y por qué.

Ella asintió con la cabeza, una inclinación pesada, decisiva: —Les diré lo que sé.

Cuando llegaron a la entrada cubierta de cortinas detrás de la tarima, la sala del trono estaba en plena confusión, era un alboroto de voces, de modo que el estruendo de la vara del Príncipe Sege apenas se escuchaba al principio. Luego el silencio llegó de repente con ellos y todos se dieron vuelta para ver al Rey entrando con el dragón.

Lebannen no se sentó, sino que se quedó de pie ante el trono, e Irian se colocó a su izquierda.

—Escuchad al Rey —dijo Sege en ese silencio muerto.

El Rey dijo:

—¡Concejales! Éste es un día que será contado y cantado durante mucho tiempo. Las hijas de vuestros hijos y los hijos de vuestras hijas dirán: «¡Yo soy nieto de uno de los miembros del Consejo del Dragón!». Así que honrad a quien con su presencia nos honra a nosotros. Escuchad a Orm Irian.

Algunos de los que estuvieron en el Consejo del Dragón dijeron después que si la miraban fijamente parecía simplemente una mujer alta que estaba allí de pie, pero que si miraban a un lado lo que veían con el rabillo del ojo era un inmenso resplandor trémulo de un color dorado, como ahumado, que empequeñecía al Rey y al trono. Y muchos de ellos, sabiendo que un hombre no debe mirar los ojos de un dragón, miraron a un lado; pero también pudieron vislumbrar algo. Las mujeres la miraban, algunas pensaban que era poco atractiva, algunas que era hermosa, otras sintiendo pena por ella por tener que andar descalza por el palacio. Y algunos concejales, que no habían entendido bien, se preguntaban quién era aquella mujer, y cuándo llegaría el dragón.

Durante todo el tiempo que habló, perduró aquel completo silencio. A pesar de que su voz poseía la suavidad que tienen las voces de muchas mujeres, llenaba el inmenso salón con mucha facilidad. Hablaba lenta y formalmente, como si estuviera traduciendo en su mente las palabras originales del Habla Antigua.

—Mi nombre era Irían, de los Dominios de la Antigua Iría en Way. Ahora soy Orm Irían. Kalessin, el Mayor, me llama hija. Soy hermana de Orm Embar, a quien el Rey conoció, y nieta de Orm, quien mató al compañero del Rey Erreth-Akbé y fue asesinado por él. Estoy aquí porque mi hermana Tehanu me ha llamado.

"Cuando Orm Embar murió en Selidor, destruyendo el cuerpo mortal del mago Cob, Kalessin vino desde más allá del Oeste y llevó al Rey y al gran mago a Roke. Luego, al regresar al Paso del Dragón, el Mayor llamó a la gente del Oeste, a quienes Cob les había quitado el habla, y quienes aún estaban desconcertados. Kalessin les dijo: «Habéis permitido que el mal os convierta en mal. Habéis estado locos. Ahora estáis cuerdos otra vez, pero siempre y cuando los vientos soplen desde el Levante nunca podréis volver a ser lo que fuisteis, libres tanto del bien como del mal».

"Kalessin dijo: «Hace mucho tiempo hicimos una elección. Elegimos la libertad. Los hombres eligieron el yugo. Nosotros elegimos el fuego y el viento. Ellos eligieron el agua y la tierra. Nosotros elegimos el Oeste, y ellos el Este».

"Y también dijo: «Pero siempre, entre nosotros, algunos les envidian su riqueza, y siempre, entre ellos, algunos envidian nuestra libertad. Así fue cómo el mal entró en nosotros y volverá a entrar en nosotros, hasta que volvamos a elegir y ser libres para siempre. Yo me iré pronto más allá del Oeste para volar en el otro viento. Os enseñaré el camino hasta allí, u os esperaré, si vosotros queréis venir».