Las mejores arpas de Terramar se fabrican en Taon, donde también hay escuelas de música, y muchos intérpretes famosos de los Cantares y las Gestas nacieron o aprendieron su arte allí. Elmi, sin embargo, no es más que un pueblo de mercado en las colinas, sin música a su alrededor, decía Aliso; y su madre era una pobre mujer, aunque no fuera, tal como él dijo, pobre de hambre. Tenía una marca de nacimiento, una mancha roja desde la ceja y oreja derechas que bajaba claramente hasta su hombro. Muchas mujeres y hombres con semejante señal o diferencia en su persona se convierten forzosamente en brujas o en hechiceros, «marcados para eso», dice la gente. Zarzamora aprendió hechizos y podía llevar a cabo la clase más común y usual de brujería; no tenía un verdadero don para ello, pero sí una manera particular de hacerlo que era casi tan buena como el propio don. Se ganaba la vida, y educó a su hijo lo mejor que pudo, y ahorró lo suficiente como para lograr que fuera aprendiz del hechicero que le diera su nombre verdadero.
Aliso no dijo nada acerca de su padre. No sabía nada. Zarzamora nunca había hablado de él. Aunque casi nunca eran célibes, las brujas raras veces estaban en compañía de un hombre durante más de una o dos noches, y era algo muy poco frecuente que una bruja se casara. Era mucho más frecuente que dos de ellas compartieran sus vidas; a eso se le llamaba matrimonio de brujas o voto femenino. El hijo de una bruja, por lo tanto, tenía una o dos madres, no tenía padre. Pero Aliso no dijo nada acerca de ese tema, y Gavilán no preguntó nada al respecto; sí preguntó acerca de la formación de Aliso.
El hechicero Alcatraz le había enseñado a Aliso las pocas palabras que conocía de la Lengua Verdadera, y algunos hechizos de descubrimiento e ilusión, para los cuales Aliso había demostrado no tener talento alguno, según él mismo confesó. Sin embargo, Alcatraz se interesó bastante por el muchacho y logró descubrir su auténtico don. Aliso era un enmendador. Podía volver a unir, a juntar. Podía formar un todo. Una herramienta rota, la hoja de un cuchillo o un eje partido en dos, un cuenco de cerámica hecho añicos: podía volver a reunir todos y cada uno de los fragmentos sin juntura ni costura ni defecto. De modo que su maestro lo envió en busca de diferentes hechizos de enmienda, los cuales encontró principalmente entre brujas de la isla, y trabajó con ellos y sin la ayuda de nadie para aprender a enmendar.
—Ésa es una clase de curación —dijo Gavilán—. No es un don de poca importancia, ni un arte fácil de realizar.
—Para mí era un placer —dijo Aliso, con la sombra de una sonrisa en el rostro—. Entrenarse en los hechizos, y a veces descubrir cómo utilizar una de las Palabras Verdaderas en el trabajo… Volver a unir un barril que se ha secado, las duelas sueltas de sus aros, eso es un verdadero placer: ver cómo se construye de nuevo, una sinuosidad en la curva adecuada, y allí está, listo sobre su fondo para volver a llenarlo de vino… Había un arpista de Meoni, un gran arpista, ah, tocaba como una tormenta en lo alto de las colinas, como una tempestad en el mar. Tocaba con fuerza las cuerdas del arpa, las hacía vibrar y tiraba de ellas con la pasión de su arte, de modo que solían romperse justo en el punto más álgido de la música. Así que me contrató para que estuviera cerca de él cuando tocaba, y cuando rompía una cuerda yo la enmendaba de inmediato, en el lapso de tiempo que ocupaba esa mismísima nota, y él seguía tocando.
Gavilán asentía con la cabeza con la calidez de un colega profesional en una conversación de trabajo. —¿Has enmendado algo de cristal? —preguntó.
—Sí, lo he hecho, pero es un trabajo peliagudo y requiere mucho tiempo —respondió Aliso—, por todos los pequeñísimos trocitos en los que se convierte el cristal al romperse.
—Pero un gran agujero en el talón de un calcetín puede ser peor —dijo Gavilán, y hablaron acerca de enmiendas durante un rato más, antes de que Aliso retomara su historia.
Así pues se había convertido en un enmendador, en un hechicero con una práctica modesta y una reputación local por su don. Cuando tenía aproximadamente treinta años, fue a la ciudad principal de la isla, Meoni, con el arpista, quien tenía que tocar allí en una boda. Una mujer lo buscó en las habitaciones que ocupaba con el arpista, una mujer joven que no había sido preparada como bruja, pero que tenía un don, decía ella, el mismo que él, y quería que él la preparase. De hecho resultó que su don era mayor que el de él. Aunque no conocía ni una sola palabra del Habla Antigua, podía volver a unir todos los trozos de un jarrón hecho pedazos y enmendar una soga deshilachada únicamente con los movimientos de sus manos y una canción sin letra que cantaba en voz baja; también había curado extremidades rotas de animales y de gente, lo cual Aliso nunca se había atrevido a hacer.
Así que más que él enseñarle a ella, unieron sus destrezas y se enseñaron más el uno al otro de lo que ninguno había sabido nunca. Ella regresó a Elini y vivió con Zarzamora, la madre de Aliso, quien le enseñó a realizar varias apariciones y efectos y formas de impresionar a los clientes, de mucha utilidad a falta de verdaderos conocimientos. Su nombre era Lirio, y Lirio y Aliso trabajaban juntos allí y en los pueblos cercanos de la colina, a medida que su reputación iba creciendo.
—Y me enamoré de ella —dijo Aliso.
Su voz había cambiado cuando empezó a hablar de ella, había perdido su vacilación, sonaba cada vez más apremiante y musical.
—Tenía los cabellos oscuros, pero con un destello de oro rojo —dijo.
No había habido manera en que él pudiera ocultar el amor que sentía por ella, y ella había sido consciente de ese amor y le había correspondido. Fuera una bruja o no, aseguraba que no le importaba; decía que los dos habían nacido para estar juntos, en su trabajo y en su vida; ella le amaba e iba a casarse con él.
De modo que se casaron, y vivieron con inmensa felicidad durante un año, y la mitad de un segundo año.
—No había habido absolutamente ningún problema hasta que llegó el momento en que la criatura tenía que nacer —dijo Aliso—. Pero entonces ya era tarde, y luego muy tarde. Las comadronas intentaron provocar el nacimiento con hierbas medicinales y con hechizos, pero era como si el niño no permitiera que ella lo pariera. No quería ser separado de ella. No quería nacer. Y no nació. Se la llevó con él. —Después de un rato, agregó—: Eramos muy felices.
—Ya veo.
—Y mi pesar fue tan grande como esa felicidad.
El anciano asintió con la cabeza.
—Pude soportarlo —dijo Aliso—. Ya sabes cómo es. No veía que hubiera muchas razones para seguir viviendo, pero pude soportarlo.
—Sí.
—Pero en el invierno, dos meses después de su muerte, tuve un sueño. Ella estaba en el sueño.
—Cuéntamelo.
—Yo estaba de pie en la ladera de una colina. A lo largo de la cima de esa colina y bajando por la pendiente había un muro, bajo, como un muro que separa pasturajes de corderos. Ella estaba de pie del otro lado del muro, en la ladera que iba cuesta abajo. Allí todo era más oscuro.
Gavilán asintió una vez con la cabeza. Su rostro se había puesto tan duro como una roca.