—Me llamaba. Oí su voz diciendo mi nombre, y fui hasta ella. Sabía que estaba muerta, lo sabía en el sueño, pero me alegró ir. No podía verla claramente, y fui hasta ella para verla bien, para estar con ella. Y me tendió la mano a través del muro. Estaba justo a la altura de mi corazón. Había pensado que tal vez tendría con ella a la criatura, pero no era sí. Tendía las manos hacia mí, y entonces yo tendí las mías hacia ella, y nos cogimos las manos.
—¿Os tocasteis?
—Yo quería ir hacia ella, pero no podía atravesar el muro. Mis piernas no querían moverse. Intenté atraerla hacia mí, y ella quería venir, parecía que podía hacerlo, pero el muro estaba allí entre nosotros. No podíamos traspasarlo. Así que se inclinó hacia mí y me besó en la boca y pronunció mi nombre. Luego me dijo: «¡Libérame!».
"Pensé que si la llamaba por su verdadero nombre tal vez podría liberarla, llevarla al otro lado de aquel muro, y le dije: « ¡Ven conmigo, Mevre!», pero ella me respondió: «Ese no es mi nombre, Hará, ése ya no es mi nombre». Y soltó mis manos, aunque yo intenté retenerla. Entonces gritó: «¡Libérame, Hará!». Pero iba hundiéndose en la oscuridad. Todo era oscuridad en aquella ladera cuesta abajo detrás del muro. La llamé por su nombre y por su nombre verdadero y por todos los dulces nombres por los que solía llamarla, pero igualmente se alejó de mí. En ese momento me desperté.
Gavilán se quedó un buen rato con la mirada fija y atenta en su visita. —Me has dado tu nombre, Hará —le dijo.
Aliso parecía un poco aturdido, soltó un par de largos suspiros, pero levantó la vista con un coraje desolador. —¿En quién podría confiar más para hacerlo? —dijo.
Gavilán se lo agradeció seriamente.
—Intentaré merecer tu confianza —le respondió—. Dime una cosa, ¿sabes qué es ese lugar, ese muro?
—En aquel entonces no lo sabía. Ahora sé que tú lo has atravesado.
—Sí. Yo he estado en esa colina. Y he atravesado el muro, con el poder y el arte que poseía. Y he descendido a las ciudades de los muertos, y he hablado con hombres que había conocido en vida, y algunas veces me contestaron. Pero, Hará, tú eres el primer hombre que conozco o del que oigo hablar, de entre todos los grandes magos de la tradición popular de Roke o de Paln o de las Enlades, que ha tocado alguna vez, que ha besado alguna vez a su amada a través del muro.
Aliso estaba sentado con la cabeza inclinada y las manos apretadas.
—¿Puedes decirme cómo fue tocarla? ¿Tenía las manos tibias? ¿Era sólo aire frío y sombras, o era una mujer con vida? Perdona mis preguntas.
—Me gustaría poder responder a ellas, señor. En Roke, el Maestro de Invocaciones me preguntó lo mismo. Pero no puedo contestar con certeza. La añoraba tanto tanto, deseaba tanto… Puede que deseara que fuera tal como era en vida. Aunque no lo sé. En los sueños no todas las cosas son claras.
—En sueños no. Pero nunca he oído hablar de ningún hombre que llegara hasta el muro en sueños. Es un sitio al que un hechicero puede intentar llegar, si es que debe hacerlo, si ha aprendido la manera de hacerlo y tiene el poder necesario. Pero sin el conocimiento y el poder, únicamente los muertos pueden…
Y dejó de hablar de golpe, recordando el sueño que él mismo había tenido la noche anterior.
—Pensé que era simplemente un sueño —dijo Aliso—. Me preocupaba, pero lo apreciaba. Pensar en él era como un tormento en mi corazón, y sin embargo me aferraba a ese dolor, lo mantenía muy cerca de mí. Lo deseaba. Esperaba volver a soñar.
—¿En serio?
—Sí. Y volví a soñar.
Parecía un ciego en medio del abismo azul de aire y océano que se extendía al oeste de donde estaban sentados. Imprecisas y tenues, al otro lado de las tranquilas aguas del mar se alzaban las colinas de Kameber iluminadas por los rayos del sol. Por detrás de ellas, el sol dejaba escapar su luminosidad sobre el lomo septentrional de la montaña.
—Sucedió nueve días después de ese primer sueño. Estaba en ese mismo lugar, pero en lo alto de la colina. Veía el muro debajo de mí a través de la pendiente. Y corrí cuesta abajo, gritando su nombre, seguro de poder verla. Había alguien allí. Pero cuando me acerqué, me di cuenta de que no era Lirio. Era un hombre, y estaba agachado junto al muro, como si estuviera reparándolo. Entonces le dije: «¿Dónde está, dónde está Lirio?». No me contestó, ni siquiera levantó la vista. Pude ver lo que estaba haciendo. No estaba trabajando para arreglar el muro sino para destruirlo, metiendo sus dedos por debajo de una gran piedra. La piedra no se movía, y entonces me dijo: «¡Ayúdame, Hará!». En ese momento me di cuenta de que era mi maestro, Alcatraz, quien me dio mi nombre verdadero. Hace cinco años que está muerto. Seguía empujando y metiendo los dedos por debajo de aquella piedra, y volvió a decir mi nombre: «Ayúdame, libérame». Y luego se puso de pie y tendió la mano para tocarme a través del muro, al igual que lo había hecho ella, y cogió mi mano. Pero su mano estaba ardiendo, con fuego o con frío, no lo sé, pero su tacto me quemó tanto que aparté mi mano, y el dolor y el miedo que me provocó me despertaron de aquel sueño.
Tenía la mano tendida mientras hablaba, revelando una oscuridad en el dorso y en la palma que parecían una antigua magulladura.
—He aprendido a no dejar que me toquen —dijo en voz baja.
Ged miró la boca de Aliso. Había algo de oscuridad también en sus labios.
—Hará, has estado en peligro mortal —dijo, siempre suavemente.
—Y aún hay más.
Forzando su voz contra el silencio, Aliso siguió con su historia.
La noche siguiente, cuando se durmió una vez más, se descubrió en aquella sombría colina y vio cómo el muro descendía desde la cima y a través de la pendiente. Comenzó a bajar para llegar hasta él, esperando poder encontrar allí a su esposa.
—No me importaba si ella no podía cruzarlo, si yo no podía, con tal de poder verla y hablar con ella —dijo.
Pero si es que ella estaba allí, él nunca pudo verla entre todos los otros: puesto que a medida que se iba acercando al muro comenzó a ver una multitud de gente borrosa del otro lado, algunos claros y otros sombríos, algunos que él parecía conocer y otros que no conocía, y todos tendían sus manos hacia él a medida que se acercaba y lo llamaban por su nombre: «¡Hará, deja que vayamos contigo! ¡Hará, libéranos!».
—Oír el verdadero nombre de uno en boca de extraños es algo terrible —dijo Aliso—, y ser nombrado por los muertos es algo terrible.
Intentó dar media vuelta y volver a subir la cuesta de la colina para alejarse del muro, pero sus piernas tenían la espantosa debilidad del sueño y no querían llevarlo a ninguna parte. Cayó de rodillas para evitar seguir acercándose al muro, y gritó pidiendo ayuda, aunque no había nadie que pudiera ayudarle; y entonces se despertó invadido por el terror.
Desde entonces, cada noche que duerme profundamente, se encuentra de pie sobre aquella colina en la hierba seca y gris por encima del muro, y los muertos se amontonan en sombras debajo de él, implorándole y gritándole, diciendo su nombre.
—Me despierto —dijo— y estoy en mi habitación. No estoy allí, en esa colina. Pero sé que ellos sí están allí. Y tengo que dormir. A menudo procuro despertarme, y dormir durante el día, cuando puedo, pero finalmente tengo que dormir. Y entonces allí estoy, y ellos están allí. Y no puedo subir la pendiente de la colilla. Si me muevo siempre es cuesta abajo, hacia donde está el muro. A veces puedo darles la espalda, pero entonces creo oír la voz de Lirio entre las demás, diciendo mi nombre. Y me doy la vuelta para buscarla. Y ellos se acercan a mí.
Bajó la vista para mirarse las manos, apretadas una contra la otra.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó.
Gavilán no dijo nada.
Después de un largo rato, Aliso prosiguió: —El arpista del que te hablé era un muy buen amigo mío. Después de un tiempo advirtió que algo andaba mal, y cuando le dije que no podía dormir por miedo a mis sueños con los muertos, me alentó para que cogiera un pasaje de barco hasta Ea, para hablar con un hechicero gris que vive allí. —Se refería a un hombre que había sido entrenado en la Escuela de Roke—. Tan pronto como ese hechicero escuchó la historia de mis sueños, dijo que debía dirigirme inmediatamente a Roke.